La nación y el Estado, o la compleja relación entre Cataluña y España
La conexión entre ambas es directamente proporcional entre ataque y defensa de aquello que cada uno entiende como nacionalidad dentro de una misma administración

El día 11 de septiembre es la Diada Nacional de Cataluña. Una fecha que año tras año permite calibrar los ánimos nacionales de una parte importante de los catalanes. El balanceo reivindicativo de más autogobierno ha guiado la política catalana de los últimos 150 años con momentos de mucha efervescencia.
A juzgar por la movilización de las últimas Diadas y la modesta implicación popular diríamos que hoy estamos en tiempos de quietud vindicativa. Sin embargo, las demandas catalanas no dejarán de existir de un día para otro. Vemos como incluso cuando la Generalitat está pilotada por un partido constitucionalista, tiene la necesidad de pedir el traspaso de servicios tan corrientes como los trenes. O pactar el control de la Hacienda para poder pagar la factura de unos servicios que los ciudadanos cada día demandan más eficientes.
La relación Cataluña-España ha sido, es y será compleja. La historia demuestra que hay una conexión directamente proporcional entre ataque y defensa de aquello que cada uno entiende como “nación” dentro de un mismo Estado. Cuando Cataluña exige más autogobierno, el Estado y los partidos con más afán de defender la patria se encastillan. Y cuando el Gobierno central o alguno de los poderes del Estado toman decisiones que una parte importante de la sociedad catalana entiende que ataca su singularidad, esta se defiende.
La creación de los Estados-nación, fruto de la fragmentación de los antiguos imperios europeos, seguramente explica la incomodidad de algunos ciudadanos catalanes respecto al Estado de las autonomías. La explicación la encontramos en este rincón del mundo del sur de Europa donde se da la paradoja de que hay los tres ejemplos de la viabilidad, o no, de los Estado-nación. El primer ejemplo es Francia. Un país que prácticamente ha borrado las diferencias nacionales que habitaban dentro de sus fronteras, creando una nación con lengua, cultura y valores compartidos. Encontramos tímidas reivindicaciones territoriales en Córcega y en algunos territorios de ultramar. Sin entrar en valoraciones de cómo se ha llegado a esta asimilación, podríamos decir que Francia es el Estado-nación por antonomasia.
El segundo ejemplo es España. El Estado que ha querido ser una sola nación y no ha podido. Una histórica corriente de castellanización ha recorrido todo el territorio para fijar la lengua, la cultura y las tradiciones comunes, pero en Cataluña, en el País Vasco y en Galicia, entre otras zonas, han calado de manera dispar. Ha habido una cierta creación de unos valores comunes y una lengua que todos los ciudadanos españoles tienen obligación de hablar, pero no existe un sentimiento “nacional” homogéneo. En consecuencia, podríamos decir que el Estado-nación, a semejanza de lo que es Francia, no ha funcionado igual en España.
Finalmente, tenemos el ejemplo de Cataluña, la nación sin estado que ha querido, pero no ha sido capaz. No hace falta adentrarnos en los complejos “por qué” de los naufragios independentistas pasados. Basta con subrayar lo obvio: Se ha demostrado lo difícil que es crear un Estado, pero también se evidencia lo complicado que es borrar la nación. El letargo catalán no durará para siempre.
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