La “aparente integración” de los nueve jóvenes de Ripoll que perpetraron el 17-A
Un estudio revela los “factores de riesgo” que impulsaron la radicalización de los autores de los atentados de Barcelona y Cambrils, de los que se cumplen ocho años

Cuando trascendió la identidad de los autores de los atentados de agosto de 2017 en Barcelona y Cambrils, los vecinos de Ripoll (Girona, 10.000 habitantes) quedaron en shock. No podían entender cómo un grupo de chavales criados en este tranquilo pueblo de montaña, que hablaban catalán y parecían integrados en la vida comunitaria, perpetraron una masacre que acabó con la vida de 16 personas. Artículos, libros y documentales han reflexionado desde entonces en torno a una perplejidad que persiste en Ripoll, donde el trauma del 17-A catapultó a la alcaldía a la islamófoba Sílvia Orriols. Ahora, coincidiendo con el octavo aniversario de los atentados este domingo, una investigación ahonda en los factores que impulsaron la transformación de un grupo de amigos y hermanos en una célula yihadista.
El estudio, Factores de riesgo y de protección en el proceso de radicalización de la célula terrorista del 17-A, se basa en la investigación de los Mossos d’Esquadra aportada al juzgado, pero también en medio centenar de entrevistas en profundidad con familiares y amigos de los terroristas. El texto concluye que los “factores de riesgo” que presentaban los nueve jóvenes involucrados acabaron ganando la partida a los “factores de protección” con los que también contaban. Los investigadores, miembros de Mossos y profesores de la Universidad de Córdoba, han evaluado cinco dimensiones (sociodemografía, criminología, psicología, actitudes y creencias) y han detectado la presencia de factores de riesgo en 61 de los 68 elementos identificados. Bajo la capa de normalidad que percibían profesores, educadores sociales o compañeros de fútbol, se ocultaban problemas de envergadura.
La célula de Ripoll que perpetró el 17-A estaba compuesta por 10 personas. Con la excepción del imán de Ripoll, Abdelbaki Es Satty ―que fue el “catalizador” del proceso de radicalización―, los demás eran jóvenes de entre 17 y 28 años, vecinos de Ripoll, que llegaron a España a edades tempranas y pertenecían a la llamada “segunda generación” de migrantes marroquíes. Se habían “socializado en un entorno occidental” y tenían “solo un conocimiento rudimentario del islam” porque sus familias no eran especialmente religiosas, señala el estudio.
Adoctrinados por el imán, los tres más mayores (Younes Abouyaaqoub, Mohamed Hichamy y Youssef Aalla) arrastraron a los más jóvenes, cuyo proceso de radicalización apenas había arrancado en agosto de 2017. La calurosa tarde del día 17, después de una explosión fortuita en la casa que habían ocupado en Alcanar (Tarragona) donde acumulaban explosivos para cometer un atentado con bombas en Barcelona, el grupo improvisó. Younes se dirigió con una furgoneta alquilada a la Rambla de Barcelona, arrolló a decenas de personas y se dio a la fuga. Horas más tarde, otros miembros de la célula se presentaron en el paseo marítimo de Cambrils y sembraron el terror. Todos ellos fueron abatidos por los Mossos. En total, 16 personas murieron y más de 300 resultaron heridas o con daños psicológicos. Solo tres miembros de la célula, que no participaron en las acciones, fueron juzgados y condenados.
“Percepción de rechazo”
¿Qué había ocurrido en la cabeza de Younes y de los demás? En paralelo a la investigación penal, la policía autonómica impulsó un proyecto científico (Camins) para entender cómo se había producido esa conversión. Liderado por el entonces subjefe de la Comisaría General de Información, el inspector David Sànchez —ahora apartado y destinado como jefe a una comisaría de Barcelona—, el proyecto reveló que la integración de los chicos no era tal, o no tan completa, como muchos pensaban.
En un artículo publicado en 2022 en el Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo, Sànchez mencionó cinco factores que influyeron en el proceso de radicalización. Uno de ellos tiene que ver con la identidad. Existió una “distancia entre la realidad observada y la realidad percibida”: los chicos de Ripoll tenían la sensación “de estar al margen de la sociedad”; se sentían “diferentes por su origen” y con “connotaciones de discriminación y dificultad de encaje”. Pese a su edad, vivieron episodios que reforzaron en ellos su “percepción de rechazo”.
Otros factores fueron igualmente determinantes, como el momento geopolítico (Estado Islámico estaba en plena expansión y presentaba “un proyecto de éxito” a los jóvenes musulmanes de Europa), la presencia de un “catalizador” (el imán, que les introdujo en los postulados del salafismo yihadista), las dinámicas de grupo (formado por cuatro pares de hermanos y amigos, lo que forjó la “lealtad” y la cohesión de la célula) y, también, la existencia de “vulnerabilidades” en el entorno familiar. De origen bereber (norte de Marruecos), las familias se instalaron en España en torno al año 2000. Sin conocimiento del idioma, las madres vivían aisladas y con escasa relación con sus hijos. En cuanto a los padres, además de largas ausencias, hubo episodios de violencia machista y abuso de alcohol.
El estudio publicado ahora por siete investigadores en la revista especializada Behavioral Sciences of Terrorism and Political Aggression ahonda en el examen de esas grietas. Pese a que algunos ocupaban trabajos más o menos bien remunerados en la tupida industria en torno a Ripoll (como Mohamed Hichamy), la mayoría tenía un “bajo estatus socioeconómico” y recibía “asistencia social”. También la mayoría de ellos, según el análisis, “se sentían discriminados o injustamente tratados por la sociedad” y vivían conflictos de identidad para “conciliar la fractura entre los valores occidentales y los musulmanes”.
En cuanto a sus creencias, los miembros de la célula percibían a los musulmanes como “mal tratados” en Occidente y empezaron a adoptar actitudes “antidemocráticas y radicales” que facilitaron el terreno al proceso de radicalización. Aunque “parecía que se adaptaban a su contexto social”, los resultados indican que, en realidad, “se relacionaban con personas de contextos similares”. La mitad de los miembros había estado involucrada en “episodios de delincuencia juvenil”, reseña el estudio, que analiza también factores psicológicos (enfado, odio, resentimiento).
Las cosas pudieron haber discurrido de otra forma, puesto que los jóvenes también contaban con “factores de protección”: habían completado la secundaria, estaban mejor o peor integrados en el mercado laboral y, sobre todo, tenían “una extensa red social, más allá de su núcleo”, participaban “de forma activa” en la comunidad (muchos jugaban a fútbol) y, en el terreno personal, ostentaban una “alta autoestima”. Más de la mitad de los miembros “mostraban una aparente integración”. Al final, sin embargo, estos diques de contención demostraron ser insuficientes. “Los factores de riesgo fueron más centrales, más compartidos por los miembros de la célula”, lo que “debilitó” el impacto de los factores de protección.
El conocimiento sobre las circunstancias que rodearon el 17-A avanza a medida que pasan los años. Este domingo se conmemora el octavo aniversario de los atentados. El alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, participará en el tradicional minuto de silencio en el memorial en recuerdo a las víctimas en La Rambla de Barcelona.
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