Sidi Larbi Cherkaoui en el Grec: baile, sacrificio, cuscús y banderas palestinas sangrantes
El coreógrafo belga-marroquí orquesta en el anfiteatro una hermosa y conmovedora ceremonia árabe bereber para hablar de sus raíces y su identidad


Velada de aroma oriental anoche en un anfiteatro Grec de Barcelona lleno a rebosar, en el marco del festival de verano, con la esperada representación de Ihsane (2024), del coreógrafo belga de orígenes marroquíes por parte de padre Sidi Larbi Cherkaoui. El espectáculo de este artista, tan conocido y apreciado del público barcelonés y del festival, resultó ser una hermosa y conmovedora ceremonia, moderna y tradicional a la vez, una inmersión en la cultura árabe bereber de Marruecos, parte de la identidad mestiza del creador, con una reivindicación de sus aspectos más luminosos pero sin dejar de lado los oscuros. La representación (este sábado hay otra función) tuvo también contenido reivindicativo, de la identidad de género, con una insólita fusión de lo árabe y lo queer (Sidi Larbi se identifica como tal), y especialmente de la causa palestina. La tragedia de Gaza subió a escena de manera explícita e impactante cuando las cuatro pantallas-plafones móviles de la escenografía se convirtieron en grandes banderas palestinas en las que el triángulo rojo devino literalmente sangre: un momento elocuente y escalofriante.
También estuvo presente de manera indirecta Palestina cuando se mostraron fotos de otra catástrofe, uno de los grandes terremotos que ha sufrido Marruecos, con imágenes de edificios destruidos, equipos de rescate extrayendo víctimas, fosas comunes y gente desolada. Y en otro de los momentos más conmovedores: cuando los bailarines cargaron fardos como si fueran cuerpos de fallecidos y circularon por el fantasmagórico escenario humeante en una suerte de dolorosa procesión.
Durante la representación, que se desarrolló en medio de un molesto calor húmedo y pegajoso, dos personas del público tuvieron que ser atendidas por la Cruz Roja por mareo. Una de ellas vomitó lo que obligó a reubicar a los espectadores vecinos, pero la función no se interrumpió en ningún momento. Los sanitarios acompañaron a las dos personas fuera del anfiteatro aunque una se reincorporó luego a su asiento.

A lo largo de Ihsane, que el público premió con un largo aplauso, las referencias —una multitud de ellas— se acumulan, se superponen y se confunden. Hay alusiones a la belleza de la escritura y la lengua árabes: el espectáculo arranca como una clase de esa lengua a un grupo de jóvenes modernos, los 22 bailarines, vestidos con bermudas, camisetas de equipos de fútbol o de Superman, una lección en la que se nos incluye de manera divertida al público. Hay también referencias al concepto de sacrificio y halal, con proyecciones de corderos y el impactante degollamiento de un bailarín envuelto en una piel de oveja. A la hospitalidad se refiere asimismo Ihsane, con danzas con grandes bandejas de las que se sirve té o se comparte cuscús. Hay numerosas menciones a la belleza y espiritualidad de la cultura árabe-bereber. Pero también al duelo y a la violencia, con diversos textos de diferentes procedencias que se dicen y representan durante el espectáculo. Uno muy impactante describe la tortura del joven de origen magrebí Ihsane Jarfi (Ihsane, que da nombre al espectáculo, es también el ideal islámico de bondad y benevolencia y de comunión con el universo al que alude el montaje). Jarfi, un joven queer (“como yo”, reivindicó Sidi Larbi al presentar su espectáculo) fue asesinado de una paliza a la puerta de una discoteca gay en Lieja en 2012, “entre 40 y 50 minutos de puñetazos y patadas, y luego estrangulado”, detalla el texto. Milo Rau también le dedicó una obra al joven martirizado.
Si algo se le puede reprochar a Ihsane es su ambición, ese exceso de referencias múltiples y cruzadas, tradicionales y contemporáneas, que pueden desconcertar al público y provocar que se pierda y hasta se desconecte (“poca danza y mucho que querer decir”, se oyó deplorar a la salida). Pero le queda al espectador siempre para aferrarse la belleza de la propuesta, sustentada en una escenografía llena de encanto y misterio, con su punto de las Mil y una noches, la lámpara cubo, las omnipresentes alfombras y esa puerta que diríase la de la legendaria Zerzura, salida de las páginas del enigmático Libro de las Perlas. Y sobre todo en la maravilla de la música en directo con seis intérpretes excepcionales ubicados en formato diván, incluidos los cantantes Fadia Tomb El-Hage y Mohammed el Arabi-Serghini, cuyas voces —punteadas anoche por el canto incesante de las cigarras en una velada tan extraña como mágica—, inundaban la vieja cantera del anfiteatro y perforaban la médula del alma.

Y está lo central del espectáculo, claro, la danza de los bailarines de Ihsane, con momentos magistrales, de solistas de enorme plasticidad y sobre todo esos movimientos en grupo, como si se creara un organismo colectivo, en los que es excelso Sidi Larbi: la coreografía en la que las manos de los bailarines reproducen las letras de la caligrafía cúfica, el retablo viviente en la puerta, o el sensual baile de las huríes (ellas ¡y ellos!) con vestidos dorados, plateados y de color bronce, o el de las bandejas sobre las que iba resbalándose, diríase, la cabeza del humano-cordero. Inolvidable la danza de las sombras de los bailarines proyectadas sobre la pared de piedra de la vieja cantera, nuestra Carrière de Boulbon.
La representación concluye con una tormenta de arena que se desploma desde lo alto sobre el escenario y que, junto con un despliegue floral y de bujías encendidas, pone un broche maravilloso a Ihsane. Como sintetiza uno de los intérpretes, Il faut danser!, “¡hay que bailar!“.
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