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Marcha Verde
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

50 años de la Marcha Verde. Memoria de una descolonización inconclusa

No vamos a elucubrar sobre la viabilidad de un Sáhara independiente, sino a explicar cómo se laminó el derecho a la autodeterminación

Cuando en 1955 la España franquista fue admitida en la ONU, se vio inmersa en el proceso de descolonización que atravesaba el mundo y que básicamente tenía como escenario principal el citado organismo internacional. España, después de la independencia marroquí en 1956 a la que quedaba incorporada el Protectorado Español, aún disponía en África de Cabo Juby (hasta 1958) e Ifni (enclave español hasta 1969), Sáhara Occidental y Guinea Española –Fernando Poo, Annobón, Elobey y Corisco y la Guinea Continental Española (que se independizan en 1968 como Guinea Ecuatorial). En un intento de frenar la política descolonizadora de la ONU y siguiendo a Portugal, España recurrió a provincializar los territorios ultramarinos –provincia del Sahara, provincia de Ifni, de Fernado Poo y provincia de Río Muni. Así podía declarar en la Asamblea General y ante el Comité de los 24 que no tenía colonias, sino provincias ultramarinas. Aunque inevitablemente hubo que proceder a la independencia de Guinea –mediante la organización de un referéndum de independencia en 1968 durante la etapa del ministro de Exteriores Fernando Mª Castiella- y a la retrocesión de Ifni, la dictadura dio largas a la descolonización del Sahara y realizó fuertes inversiones en la explotación de los fosfatos de Bu-Cráa.

A partir de 1973, sin embargo, distintos procesos concitaron un giro en la política franquista con respecto al territorio. En el exterior, la IV Guerra Árabe-Israelí –la del Yom Kippur en octubre de 1973- provocó el miedo a perder la “amistad del pueblo árabe” y a verse afectado por un corte en el suministro de petróleo. La guerra colonial portuguesa, con su desenlace en la Revolución de los Claveles, agitó los temores; sin Portugal en África, España iba a quedar expuesta a las críticas del Mundo Árabe y del Tercer Mundo como último país europeo colonialista en África. En tanto que en el mismo Sáhara crecía el movimiento nacionalista y se fundaba en 1973 el Frente Polisario, en la península desaparecía Carrero Blanco y se evidenciaba la decrepitud de Franco, que fue hospitalizado en el verano de 1974. El conjunto de estas circunstancias modificó la estrategia de permanencia en la colonia y se pensó en la concesión de un Estatuto para la formación un gobierno autónomo como fórmula temporal hasta el momento de una descolonización, realmente contemplada por primera vez en el horizonte.

Pero las cosas no solo estaban cambiando en España, también lo hacían en Marruecos y Mauritania. En la ONU ambos países siempre habían clamado contra la permanencia española en el Sáhara, años tras año desde 1960, y votaban en la Asamblea las resoluciones que, como la 1514 (XV), iban estableciendo la doctrina descolonizadora vía autodeterminación y dirigían a Portugal y España sus recriminaciones. Desde su nacimiento, Marruecos siempre se sintió cercenado y mantuvo su aspiración al denominado Gran Marruecos, que incluía a la frágil Mauritania, la cual, por un lado, buscaba respaldo en su amistad con Argelia y, por otro, admitía la presencia española como mal menor, para que el Sáhara funcionara como una zona tapón que la distanciara de la voracidad marroquí. Por ello, un acuerdo entre Marruecos y Mauritania para reivindicar juntos el Sáhara y, aun más, para proceder a su reparto -Saguía el Hamra, al norte, para Marruecos y, al sur, el Río del Oro para Mauritania-, suponía algo absolutamente impensable para España y Argelia, pero sucedió. Marruecos, constatando la debilidad del régimen y la inminencia de una sucesión política, y sospechando la intencionalidad española de proceder a una descolonización que diera lugar a un hipotético país dependiente en el que mantener una fuerte presencia, pisó el acelerador de sus reclamaciones y destapó su pretensión anexionista; es decir invocó la vía de la retrocesión, como en Ifni, asociando a Mauritania a su maniobra.

De forma inesperada consiguió que en la Asamblea General de 1974 se aprobara una resolución por la que se solicitaba un dictamen al Tribunal Internacional de Justicia para que aclarara a quién pertenecía el Sáhara en el momento de la llegada de los españoles, alegando múltiples vínculos entre los saharauis, el antiguo reino de Marruecos y el conjunto mauritano. El 16 de octubre de 1975 se hizo público el fallo de La Haya, que concluía que el territorio del Sáhara no era “territorio sin dueño”, sino que pertenecía a los pobladores que, aunque nómadas, estaban social y políticamente organizados en tribus y situados bajo la autoridad de jefes competentes para representarlos. Reconocía que algunas de las tribus del norte del Sáhara prestaban “allegéance” –vasallaje- al sultán de Marruecos y reconocía, igualmente, la existencia de ciertos derechos relativos a la tierra, que constituían vínculos jurídicos entre el conjunto mauritano y el territorio del Sáhara Occidental. No obstante, la Corte concluía que no había constatado la existencia de vínculos jurídicos de naturaleza tal que implicasen la no aplicación del principio de autodeterminación mediante la auténtica expresión de la voluntad de la población del territorio. Ese mismo día, un 16 de octubre de hace cincuenta años, Hassan II anunció la conocida como Marcha Verde.

El rey, silenciando la parte final del dictamen, declaró que el Tribunal Internacional había reconocido los derechos de Marruecos y llamó a la población a emprender una peregrinación para volver a la tierra de los ancestros y unirse a los hermanos saharauis. Quedaba convocada así una marcha de 350.000 personas sobre un territorio con una población estimada de 75.000 habitantes, una peregrinación de civiles desarmados –aunque la Marcha, financiada por Arabia Saudí, integraba la presencia unidades militares- que iba a violar la frontera de otro país y sobre la que el Ejército español tendría que disparar si tenía que repeler la invasión.

Entre el 16 de octubre y el 6 de noviembre nada frenó el desafío de Hassan II, que arriesgó la propia permanencia de su monarquía en Marruecos. Claro que la osadía, el cinismo y la oportunidad no lo explican todo. El que Hassan II no modificara un ápice su plan de invasión respondió al apoyo manifiesto de Francia y los EE.UU., a la irresolución de la ONU y a la claudicación del último gobierno de la dictadura.

Aquí no vamos a elucubrar sobre la viabilidad de un Sáhara independiente, sino a explicar cómo se laminó el derecho a la autodeterminación. En una visión de Guerra Fría, la defensa internacional de ese principio quedaba abanderada por Argelia que se convirtió en el sostenedor del Polisario. Se extendió la interpretación de que: por un lado, España abogaba por un Sahara independiente para iniciar su neocolonialismo; por otro, que un país débil, controlado por el Polisario, se echaría en brazos del régimen revolucionario de Argelia, que había apoyado todos los movimientos de liberación del Tercer Mundo. Se argumentaba que el perder el pulso de la anexión arrastraría a la monarquía alauita y también Marruecos entraría en un período de inestabilidad. Pero lo que, en realidad, estaba en juego era la hegemonía, bien de Marruecos bien de Argelia, en el Magreb; es decir, el predominio del conservadurismo o del régimen aún revolucionario de Boumédiène. En ese escenario, Francia no dudó en respaldar a Hassan II frente a las turbulentas relaciones que mantenía con Argel y, de paso, cortar definitivamente la presencia española en el norte de África. Los EE UU optaban por refrendar a un régimen autoritario e imposibilitar que, a través de Argelia y su vínculo con el Polisario, la influencia soviética apareciera, por primera vez, en el Atlántico Norte.

Ambos estados, además de Mauritania, que integraba también como miembro no permanente el Consejo de Seguridad, arruinaron y bloquearon desde dentro el funcionamiento del organismo. Neutralizaron la contundencia de las resoluciones con un lenguaje de cortesía y evitaron señalar directamente a Marruecos como el causante de una situación de peligro de guerra, al solicitar a “todas las partes implicadas y afectadas” –es decir, España, Marruecos, Mauritania y Argelia- abstenerse de tomar decisiones que agravaran la tensión en la zona. Todavía el 6 de noviembre a las 3,15 a.m. el presidente del Consejo de Seguridad dirigió directamente al rey “una solicitud urgente de poner fin inmediatamente a la marcha declarada al Sahara Occidental”. Para entonces el sol había madrugado en las arenas del desierto y la respuesta del monarca llegó sin demora: “Solo podemos informar a Vuestra Excelencia que la Marcha ya se ha llevado a cabo efectivamente a partir de esta mañana”.

Por mandato del Consejo, el Secretario General viajó a la zona y multiplicó sus encuentros con jefes de Estado y de Gobierno de los cuatro países implicados y afectados y elaboró sus informes presentado un plan –Plan Waldheim- que partía de la retirada española en una fecha inmediata, transfiriendo a la ONU la administración del territorio hasta la organización del referéndum, pero no comprendió la inflexibilidad de Hassan II a aceptar alternativa alguna que no fuera la bilateralización de la negociación de transferencia con España, al margen de la población, de organismos internacionales o de Argelia.

El Gobierno de España ya solo quería salir de allí cuanto antes. El sector político y económico favorable a Marruecos, más fiable que Argelia -según decían-, se hizo mayoritario en el Gobierno y el equipo negociador en la ONU se encontró solo, jugando una partida que había dejado de ser la de un Consejo de ministros, donde, el de Exteriores, Pedro Cortina, estaba aislado. Cuando, claudicando a la jugada de Hassan II, el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, envió el 21 de octubre a Marrakech al ministro del Movimiento, Antonio Solís, ya conocido de Hassan, se estaba a un paso de a aceptar la entrega del territorio solo a cambio de la detención de la Marcha.

Un conflicto militar, la división del Ejército, la muerte de soldados españoles… ponían en alto riesgo el final del régimen y el comienzo de la Monarquía que habría de sucederlo. Se argumentó la inacción de la ONU y mucho de ello había. Pero antes, el 2 de noviembre, se trasladó al territorio el entonces príncipe, Juan Carlos de Borbón, para tranquilizar y afirmar la fidelidad de las tropas de África a las que aseguró que se haría cuanto fuera necesario para defender el prestigio y el honor del Ejército y, así mismo, que se deseaba proteger los legítimos derechos de la población saharaui, “ya que nuestra misión en el mundo y nuestra Historia nos lo exigen […]”. En España este tipo de documentación sobre la salida del Sahara sigue clasificada, pero a través de un telegrama enviado desde la embajada de EE.UU. en Madrid, se sabe que, a su regreso, el heredero se entrevistó con el embajador norteamericano, Wells Stabler, a quien le confesó sobre el viaje que “teniendo en cuenta el estado de ánimo del Ejército español no había podido hacer otra cosa que pronunciar las declaraciones que hizo”; añadió que no tenía intención alguna de debilitar a Hassan II y que sabía, igualmente, que el rey Hassan II tampoco tenía ninguna intención de debilitarle a él. Según el norteamericano, el jefe de Estado en funciones concluyó la conversación diciendo que estaba preparado para entregar el Sahara a Marruecos bajo el paraguas de la ONU. Esto último era, a estas alturas, una muletilla, pero, invocando el cobijo del paraguas, se firmó el Acuerdo Tripartito de Madrid –también comparecía Mauritania-, que ya no hablaba de ningún referéndum y se envió a Nueva York para que se aceptara.

En cuanto a la Marcha en sí, tuvo mucho de mera puesta en escena, puesto que previamente ambas partes habían acordado que los participantes se desplazarían sobre una franja limitada de territorio fronterizo de la que el Ejército español ya se había retirado y que duraría hasta el 9 de noviembre; entonces, Hassan II pediría a su pueblo el regreso a Tarfaya con los objetivos cumplidos y podrían comenzar las negociaciones de transferencia en Madrid. Todo sucedió conforme a la actuación acordada.

Incluso para el último Gobierno franquista, no obstante, se había cedido solo la administración y no la soberanía. Ya en democracia, la política de los sucesivos gobiernos españoles ha sido la de reconocer al Sáhara como un territorio no autónomo dependiente del Comité Especial de Descolonización de la ONU, por ello resulta tan sorprendente e inexplicable el reciente giro del actual Gobierno socialista.

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