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Sánchez se resiste a acabar como Felipe González y Rajoy

La corrupción ya se llevó por delante dos gobiernos y pone al actual en la picota

“Hay un desequilibrio en los poderes del Estado en favor del judicial (…) Tiene que parar el espectáculo diario de la justicia (…) Algunos jueces como mínimo son unos descerebrados, sino son algo más”. Podrían parecer palabras de algún sanchista indignado por ciertos casos judiciales que salpican a su partido. Pero tienen casi 30 años. Las pronunció otro miembro del PSOE, muy mimado hoy por la derecha y crítico frecuente del Gobierno. Salieron de boca de Felipe González en una reunión con parlamentarios de su partido en abril de 1997, pocos meses después de abandonar La Moncloa, cuando los escándalos que habían arruinado la recta final de su mandato seguían proporcionándole disgustos.

Ese mismo año, otro de los tótems históricos del PSOE hoy enfrentado al líder del partido, Alfonso Guerra, arremetía contra el Tribunal Supremo en unos términos que recuerdan mucho a los empleados estos días por políticos de izquierda ante la inhabilitación del anterior fiscal general del Estado. “Ha sido un juicio íntegramente político”, sentenció Guerra después de que dirigentes del PSOE fuesen condenados por la trama de financiación ilegal del caso Filesa.

Alberto Núñez Feijóo suscribiría sin tocar una coma la siguiente declaración: “Señor presidente, si usted no pone fin a su agonía, desgraciadamente acabarán agonizando nuestras instituciones y la democracia. Así que solamente le queda una salida honorable: presente su dimisión”. Feijóo ya ha empleado argumentos similares contra el autor de esas frases: Pedro Sánchez, que en julio de 2017 exigía así la renuncia de Mariano Rajoy, después de que este testificase en el juicio por el caso Gürtel.

En aquellos años, las justificaciones del entonces presidente para excusarse de las corruptelas del PP y de su extesorero Luis Bárcenas eran idénticas a las que hoy esgrime Sánchez con José Luis Ábalos o Santos Cerdán: “Me equivoqué al mantener la confianza en alguien que ahora sabemos que no la merecía”. De igual forma que los reproches de Rajoy a los ataques de la oposición socialista resultan intercambiables con los que sus herederos del PP oyen ahora de los ministros: “Traen al Parlamento debates estériles, infundados, plagados de sospechas sin confirmar y de informaciones parciales”.

Otra vez la corrupción y los escándalos de todo tipo —del espionaje de los viejos tiempos al acoso sexual de hoy— sumen la política española en una nube tóxica. Aunque los papeles entre unos y otros van cambiando, de nuevo tenemos un Gobierno en vilo y a merced de los tribunales. Circunstancias así precipitaron el prematuro final de los últimos mandatos de González y Rajoy. El primero tuvo que acortar la legislatura y convocar elecciones anticipadas en 1996 después de que la desaparecida Convergència i Unió (CiU), temerosa de verse contaminada, le retirase su apoyo. A Rajoy lo echó en 2018 la moción de censura promovida por Sánchez justamente en nombre de la limpieza, tras la sentencia del Supremo que certificó que el PP se había lucrado de la trama Gürtel.

Un ominoso mensaje desde el pasado para Sánchez, que, contra viento judicial y marea mediática, parece aferrado a su sempiterna leyenda de resistente. En ese aspecto es donde Carlos Aragonés, veterano diputado del PP y estrecho colaborador de José María Aznar en la oposición y en el Gobierno, aprecia la gran diferencia con el momento actual: “Felipe tenía al final una actitud dimisionaria, había conseguido ya cuatro victorias y le venía bien marcharse. Mariano estaba en el segundo mandato, con el Parlamento bloqueado, la espada de Damocles de las minorías…Se le veía también una actitud más abstencionista. Ahora, en cambio, vemos una voluntad férrea de continuar”. Aragonés recurre al célebre comienzo de Ana Karenina, que se podría parafrasear para el caso: todos los gobiernos felices se parecen, pero los desdichados lo son cada uno a su manera.

Algunos rasgos de la situación actual remiten al epílogo de González. Al igual que Sánchez en 2023, el presidente más longevo de la democracia logró revalidar su mandato en 1993 cuando la derecha ya acariciaba el poder y el Gobierno achicaba el agua de los escándalos. Escocido por ese revés, el PP de Aznar pisó el acelerador dialéctico, mientras los casos judiciales arreciaban. “Solo alguien con el poder electoral de Felipe podía resistir semejante explosión de casos”, explica Aragonés. Al lado de aquello, lo que está afrontando Sánchez se antoja un chaparrón de mediana intensidad. Al Ejecutivo de González y alrededores se le imputó terrorismo de Estado (GAL), financiación ilegal del partido (Filesa), espionaje no autorizado (Cesid, antecedente del CNI), malversación en el Ministerio del Interior (fondos reservados), uso de información privilegiada por parte de autoridades financieras (Ibercorp), nepotismo y tráfico de influencias (Juan Guerra, hermano del vicepresidente del Gobierno)… El director de la Guardia Civil se dio a la fuga tras revelarse su súbito enriquecimiento. El gobernador del Banco de España y la directora del Boletín Oficial del Estado fueron detenidos por delitos económicos. En seis años dimitieron dos vicepresidentes y cuatro ministros.

La polarización se llamó entonces crispación. El Gobierno atribuía parte de la ofensiva a un activismo judicial y a la beligerancia de medios muy alineados con la derecha. Personajes que perviven en el ecosistema mediático como Federico Jiménez Losantos ya decían que nos encaminábamos a una dictadura. El sanchismo de hoy era el felipismo de entonces. “España parecía dividida en dos mitades que gritaban conmigo o contra mí”, apunta el escritor y periodista Sergio del Molino en un artículo de la revista Tinta Libre titulado Antisanchistas de hoy, antifelipistas de ayer.

Lo que el Gobierno denomina ahora fachosfera era el “sindicato del crimen”, un grupo de periodistas que, según confesión de uno de ellos, el director de Abc, Luis María Anson, llegó a poner en peligro “la estabilidad del propio Estado”. El término lo popularizó el entonces consejero delegado del grupo PRISA, Juan Luis Cebrián, quien escribía: “Es imposible encontrar en ningún otro país democrático una mezcla tan sórdida y lamentable entre la prensa popular y la de calidad como la que hacen dos o tres títulos de Madrid”. Cebrián es en la actualidad otro feroz crítico del Gobierno desde el digital The Objective.

“A nadie le gusta perder el Gobierno, lo que pasa es que el PP siempre reacciona radicalizándose y cualquier método le es válido para derrocar al que entra”, señala el histórico socialista Manuel Chaves, expresidente andaluz y exvicepresidente del Gobierno. “Sobre todo con Aznar, que ha seguido teniendo una gran influencia en el partido. Yo lo viví también en el Gobierno de Zapatero. Y ahora lo estamos viendo con estos núcleos trumpistas que surgen en el PP y la campaña de odio contra Sánchez”. Más allá de los parecidos, Chaves subraya que se trata de épocas, generaciones y contextos muy distintos: “Entonces había líderes más conscientes de que era necesario apuntalar la democracia. Y del bipartidismo imperfecto hemos pasado a un pluralismo que obliga más a los pactos”. Contra González la ofensiva venía también de IU, la famosa pinza entre Aznar y Julio Anguita. El Gobierno actual lo forma una coalición de izquierdas, un factor que, como apunta Chaves, ha contribuido a elevar la beligerancia de la derecha.

A favor de Sánchez juega una circunstancia que no disfrutaron ni González ni Rajoy: la situación económica es favorable, mientras que para estos resultó fatídica la mezcla entre corrupción y crisis. En el caso del segundo, la Gran Recesión. Con consecuencias devastadoras para su imagen. Los ciudadanos sufrían recortes brutales y las noticias hablaban de las millonarias cuentas suizas de Bárcenas o de los sobres con dinero negro en la sede del PP. “¿Cómo le va a pedir un esfuerzo a los pensionistas si ustedes han cobrado sobresueldos en B durante muchos años?”, espetaba al presidente en el Congreso el socialista Alfredo Pérez Rubalcaba.

Rajoy tuvo que afrontar básicamente dos casos -Bárcenas y Gürtel-, interconectados, inscritos en el corazón del partido y con un recorrido de años. Desgastado por la crisis y la corrupción, el dirigente popular también había perdido la mayoría parlamentaria ante la irrupción de la nueva política de Podemos y Ciudadanos. “Pero el ambiente era menos tenso, ahora todo se ha vuelto más guerracivilista”, anota Ferran Bel, que vivió aquellos años en el Congreso como diputado del PdeCAT, formación que intentó sin éxito mantener el legado de CiU. Lo que no ha cambiado mucho, en opinión del exdiputado catalán, son los discursos defensivos de los gobiernos: “Suenan lo mismo”.

La tensión se había focalizado entonces en Cataluña, con el otoño del procés. El desenlace de aquellos acontecimientos y la actitud del PP ante el desafío independentista han condicionado todo lo sucedido en los últimos siete años. Y ahí reside la gran distancia entre los dos momentos políticos, reseña Bel: “En 2018 todo estuvo marcado por el posprocés. Eso empujó a los grupos catalanes a apoyar el cambio de Gobierno, mientras que ahora sucede lo contrario. Entonces aceleró el cambio, ahora lo ralentiza”. Bajo la experiencia de haber coincidido en las mismas filas con muchos de los que integran Junts, Bel no concede la menor posibilidad de que sus siete diputados puedan sumarse a PP y Vox en una moción de censura contra Sánchez: “Sería un suicidio para muchos años”.

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Sobre la firma

Xosé Hermida
Es corresponsal parlamentario de EL PAÍS. Anteriormente ejerció como redactor jefe de España y delegado en Brasil y Galicia. Ha pasado también por las secciones de Deportes, Reportajes y El País Semanal. Sus primeros trabajos fueron en el diario El Correo Gallego y en la emisora Radio Galega.
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