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Pagar para trabajar: “Se ha normalizado el pirateo”

Un hombre y dos de las mujeres latinoamericanas que le ayudan a cuidar de su mujer enferma denuncian el mercado negro de los turnos para extranjería

Alberto y Marta, en una de las habitaciones de la casa.
María Martín

La historia comienza con un regreso. Un hombre, que ahora tiene 75 años, vuelve a casa para cuidar de su mujer, de quien llevaba años separado. No hay diagnóstico firme, pero todo apunta al Alzheimer. Desde la pandemia, el deterioro avanza de forma imparable e irreversible: ella ya no puede hacer nada por sí misma. Él ya no puede hacer nada sin ayuda. Tres mujeres latinoamericanas se turnan para sostener la nueva rutina. “Una sola persona no puede con ella”, explica el hombre. Durante años, firmó contratos, gestionó papeles, acompañó a sus empleadas por el laberinto de la regularización, pero últimamente, se ha topado con un engranaje nuevo: un sistema opaco, enredado, corrupto. Invisible para los empleadores. El día a día de quienes migran.

Un día de junio, Marta —quien cubre el turno de mañana— le hizo una confidencia a su jefe.

— Señor, me están pidiendo 200 euros por renovar mi permiso

El año anterior, por el mismo trámite, había pagado 150. No dijo nada, pero ahora le habían subido el precio a un trámite gratuito. El hombre escuchó, se indignó y se ofreció a pagar la mitad. Y así comenzó una pequeña cruzada sin ilusiones: denunciarlo. Aunque sea aquí. Aunque no sirva de mucho. Marta no quiere dar su nombre real. Nadie en esa casa. “No tenemos nada que ganar. Solo que perder. Sobre todo ellas”, dice él.

Marta es solicitante de asilo. Cada mañana recoge a la mujer enferma, la lleva al centro de día, la baña, la alimenta, pero hace no tanto, en Ecuador, criaba a cuatro hijos y dirigía con éxito un negocio de comida. Le iba bien hasta que un grupo criminal llegó a exigirle la vacuna: un pago mensual para mantener el local abierto y “protegido”. Los enfrentó, los denunció. Pero no sirvió. Acabaó dejando a sus hijos con su madre y huyó a España. Hasta que resuelvan su caso, su situación legal depende de renovar cada año su tarjeta de solicitante de asilo, un trámite del que hoy dependen en España más de 270.000 personas y que, en teoría, debería ser sencillo, rápido y, sobre todo: gratis.

Pero en la práctica, conseguir una cita en la web para esa renovación requiere semanas de dedicación. O meses. O dinero. Y ante la dificultad, se han multiplicado los intermediarios que ofrecen soluciones. Marta contactó con uno. Se hacía llamar Cristopher, pero el Bizum fue a nombre de otra persona. La fachada visible es una consultoría de extranjería. “No sé quiénes están detrás de todo esto, pero lo consiguen rápido y van subiendo el precio”, cuenta.

Su jefe se revolvió al escuchar todo esto. No solo por ella. También por las amigas de ella. Por las amigas de las amigas. “El pirateo está normalizado”, advierte.

Y justo esa misma semana, Carla, la mujer hondureña que cubre el turno de noche, también se quejó del sobrecoste de vivir legalmente en España. “Yo intento hacer las cosas bien, pero estamos cebando un sistema ineficiente. Estamos estimulando que se trabaje en B”, reclama el hombre.

El caso de Carla refleja la normalización de ese “pirateo” y el rédito que le sacan los intermediarios, incluidos los despachos de abogados de extranjería. La mujer puso su caso en manos de uno de esos despachos. Había cumplido tres años en España, tenía contrato, reunía todos los requisitos para regularizarse por arraigo. Le concedieron los papeles. Pero luego vinieron los extras.

Carla pasó un mes intentando sacar una cita para que la policía le tomase las huellas que marcarán sus documentos y no lo logró. Pidió ayuda a su abogado, que se mostró solícito, siempre que le pagase. Primero, 100 euros para obtener su turno y estampar las huellas, un trámite gratuito, pero con cita previa. Después, otros 50 euros por conseguir otra cita para recoger la tarjeta de identidad de extranjero, una especie de DNI. Otro trámite gratuito. Otro sobrecoste.

Lo que Carla no tenía forma de conseguir, ellos lo lograban en solo dos días. “Para mí es mucho sacrificio, me cuesta mucho ganar ese dinero”, lamenta Carla. “¡Es una injusticia!“, se indigna. En las facturas lo llamaban “provisión de fondos”.

El mercado negro de las citas no es nuevo. La Administración lo conoce. También la Policía. También los ministerios. Hay miles de citas que se venden al mejor postor cada día. Es un fraude enquistado.

En el caso de los solicitantes de asilo, el Gobierno trabaja en un nuevo sistema basado en certificados digitales y autenticación, pero, de momento, es solo un proyecto piloto. Muchos otros trámites siguen en manos de los facilitadores sin solución a la vista. Mientras tanto, cientos de miles de personas dependen de quienes han hecho del laberinto su negocio.

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Sobre la firma

María Martín
Periodista especializada en la cobertura del fenómeno migratorio en España. Empezó su carrera en EL PAÍS como reportera de información local, pasó por El Mundo y se marchó a Brasil. Allí trabajó en la Folha de S. Paulo, fue parte del equipo fundador de la edición en portugués de EL PAÍS y fue corresponsal desde Río de Janeiro.
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