Brasil: potencia ambiental, potencia petrolera
El país, anfitrión de la cumbre del clima de la ONU que se celebra en Belém, puerta de entrada al bajo Amazonas, refuerza su apuesta por los combustibles fósiles al autorizar la búsqueda de crudo en el delta amazónico. El debate en torno al petróleo y la oposición entre progreso económico y preservación medioambiental se ha enconado en la región.


En el delta del Amazonas, donde el río más caudaloso del mundo se encuentra con el Atlántico, las corrientes son endiabladas. Los vecinos de Sucuriju, una recóndita aldea de postal, resisten hace más de un siglo en un paisaje tan bello como hostil. Casitas de madera pintadas de colores intensos —rojo, verde, amarillo, rosa…—, dos escuelas, una iglesia católica, un templo evangélico y un ambulatorio apoyados todos sobre pilotes a lo largo de una pasarela de madera que es la calle principal. Incrustada en la reserva natural del lago Piratuba (en el Estado de Amapá, Brasil), llegar hasta Sucuriju requiere estómago y paciencia para una larga travesía costeando en mar abierto por un litoral de manglares. Kilómetros y kilómetros de árboles con las raíces enmarañadas al aire, un tesoro de biodiversidad en la costa de la Amazonia.

“Para nosotros, el petróleo significa una luz al final del túnel”, explica Ozeas Maciel, de 45 años, presidente de la cofradía de pescadores y el piloto de lancha más avezado de la zona, mientras se mece en una hamaca a la espera de que amaine el calor abrasador. Solo entonces recobra la vida la aldea. “Sabemos que con el petróleo vendría una riqueza inmensa, una posibilidad de desarrollo, porque aquí no hay ninguna esperanza de tener una industria o buenos empleos”.
En un paso muy controvertido, Brasil acaba de abrir una nueva frontera petrolera. Y lo ha hecho en un lugar sensible, frente al litoral amazónico, y en un momento delicado. A pocos días de la cumbre del clima de la ONU que por primera vez traerá a la comunidad internacional hasta la mayor selva tropical del mundo para consensuar la lucha contra el cambio climático —incluido cómo ir abandonando los combustibles fósiles—, el Gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva autorizó la búsqueda de crudo en el delta del río Amazonas. Un permiso que rehusó otorgar en 2023. Las perforaciones empezaron inmediatamente en un punto conocido como el bloque 59.
La industria petrolera reaccionó con euforia; los ambientalistas brasileños, indignados. Para Suely Araujo, coordinadora del Observatorio del Clima, una alianza de ONG, “estimular la expansión del petróleo es apostar por más calentamiento global”, además, sostiene, de un sabotaje de la cumbre COP30, que Belém acogerá entre el 6 y el 21 de noviembre. “Lula acaba de enterrar en el delta del Amazonas su pretensión de ser líder climático”, según esta alta funcionaria jubilada que, cuando era presidenta del Instituto Brasileño de Medio Ambiente (Ibama), negó la licencia a proyectos similares en la misma área. “Di muchas licencias”, contaba en octubre en un café de São Paulo. “Pero esa zona tiene unas características específicas”, apuntó. “Las corrientes son muy fuertes, posee una biodiversidad muy alta y muy poco estudiada. Y por lo que recuerdo, Petrobras nunca ha explorado en una zona con corrientes tan potentes”. La veterana ambientalista avisa de que el bloque 59 será el aperitivo de una carrera para extraer petróleo de toda la franja marítima ecuatorial. La última subasta dejó claro el formidable interés de petroleras de Brasil, Estados Unidos y China.


Potencia ambiental y petrolera, Brasil se siente cómodo en ambos papeles; encarna los dilemas y contradicciones de la lucha contra el calentamiento global. Atesora el 60% de la Amazonia, ha reducido drásticamente la deforestación y promete eliminarla para 2030. Pero para entonces también quiere convertirse en el quinto productor de petróleo del mundo. Con 3,3 millones de barriles diarios, ahora es el octavo.
Petrobras, la empresa petrolera semipública y joya de la economía brasileña, confía en encontrar en lo más profundo de un mar especialmente bravo las fabulosas cantidades de crudo que han convertido a un país cercano, Guyana, en un próspero petro-Estado.
En la región más cercana al pozo 59, el apoyo popular es grande. La vida en la selva amazónica, un sumidero del CO² que ayuda a mitigar el calentamiento global, está sobrada de dificultades y desafíos. Los locales, conocedores del frágil equilibrio de la naturaleza y víctimas de los estragos del cambio climático, ansían prosperidad, oportunidades, un futuro decente. Pero muchos de ellos ven el petróleo como la salvación. Lula defiende que el crudo servirá para pagar la transición energética y para mejorar las vidas de los brasileños amazónicos.

Greenpeace y el Instituto de Investigaciones Científicas del Estado de Amapá, el más cercano al bloque 59, querían saber hasta dónde llegaría el petróleo en caso de vertido, así que hicieron una simulación con boyas. Las corrientes endiabladas llevaron una hasta la reserva que abraza la aldea de Sucuriju. Maciel, el jefe de los pescadores, sabe que si el crudo contaminara esta costa de manglares, su universo quedaría totalmente destruido. Pero el anhelo por que su tierra progrese vence los temores. Y confía en la trayectoria de Petrobras. Dos veces se ha reunido con ellos. “Hablaron mucho de seguridad, cumplen las normas y su histórico de vertidos es cero”, recalca.
Las mareas y el calor marcan el ritmo en esta aldea donde la vida está volcada en la pesca artesanal de gurijuba, uritinga y pirarucú, el pez más grande y preciado de la Amazonia. Imposible cultivar la tierra porque se inunda con cada pleamar. Con el atardecer llegan los baños y el fútbol, de chicas y chicos juntos. De noche, la luna llena y el cielo estrellado ofrecen un espectáculo impagable. Un generador alimenta el suministro de luz. La novedad son los paneles solares, que por fin permiten usar la nevera con confianza. Aunque viven rodeados de agua, escasea la de beber. Es un martirio. Sin pozos, almacenan la que cae en época de lluvias y la racionan para el resto del año.

La bucólica apariencia esconde penurias y horizontes estrechos. Iriana da Silva, de 41 años, quiso salir a estudiar y quiso regresar. Enfermera y profesora, regenta la pensión y uno de los cuatro bares. “Supimos del petróleo por la tele, por las redes. Para nosotros no es bueno, no trae inversiones. Los menos instruidos no lo entienden bien, creen que va a ser el paraíso. Pero, si algo sale mal, todo esto se acaba”, recalca en el porche de su casa. Los contrarios al proyecto son minoría por aquí.
El entusiasmo por la promesa del petróleo es aún mayor a 350 kilómetros al noroeste de la aldea, en la ciudad de Oiapoque. Queda en la única frontera de Brasil con Europa: un río la separa de un trozo de Francia, la Guyana Francesa. El mero desembarco de una avanzadilla de técnicos de Petrobras ha revolucionado la ciudad, la más cercana al bloque 59, ubicado a 175 kilómetros de Oiapoque y a 500 kilómetros de la cuenca del río Amazonas. Las expectativas son colosales.

María Oricina Ferreira está entusiasmada porque, sin estudios y con 50 años cumplidos, ha logrado un buen empleo, impensable en su ciudad natal. Prepara desayunos en uno de los hoteles que acaban de abrir y que cada tanto llenan los profesionales del crudo. Llegar hasta Oiapoque requiere recorrer una carretera impecable salvo por un trecho de 100 kilómetros de pista de tierra. Una herida rojo intenso en medio de espesos bosques amazónicos y aldeas indígenas. Es la ruta hacia el particular Eldorado de muchos hombres, mujeres y familias. La ciudad ejerce hace años de imán para gentes que huyen de la miseria y para buscavidas que sueñan con ese filón de oro que los hará ricos.
A los negocios de toda la vida —la frontera, la minería furtiva de oro y la pesca— se suma ahora la fiebre petrolera. Los locales sienten que casi acarician el oro negro, ese golpe de suerte que cambiaría definitivamente sus vidas. “Espero que las expectativas se cumplan. Si autorizan la exploración del petróleo, esta ciudad va a cambiar 100%”, decía a principios de octubre ilusionado Cleudio Lima Bezerra, de 37 años. Su tienda de materiales de construcción funciona a todo gas gracias a los nuevos hoteles, posadas, torres de apartamentos, casitas de ladrillo, almacenes… El que tiene dinero ha invertido.

Aunque todos hablan de un desembarco de foráneos en los últimos meses, resulta difícil dar con recién llegados. Un vecino comparte su sospecha de que las autoridades locales exageran para lograr más ayudas públicas. Nadie quiere perder el tren. El Ayuntamiento estima que los 27.000 vecinos actuales se van a duplicar. En los últimos tiempos han brotado siete nuevos barrios que nadie planificó. Más que barrios, ocupaciones de tierras a las bravas. Hechos consumados. Uno llega, se instala y empieza a colocar ladrillos hasta que adoptan la forma de una casa.
El barrio bautizado como Nova Conquista crece veloz con cientos de casas por unas lomas peladas que en su día fueron selva tupida. “Invaden nuestras tierras, deforestan, queman la vegetación y contaminan los riachuelos”, se queja Mauriano Furtado, de 31 años, presidente de una aldea vecina, creada por descendientes de esclavos, el quilombo de Patuazinho. A un lado, los colonos ya habitan varias viviendas; al otro, han levantado el esqueleto de otra casa. Paso a paso, les comen el terreno. Furtado y los suyos se sienten impotentes ante la pasividad policial. “Lo peor es que ni siquiera construyen para vivir, ¡construyen para vender!”, dice sobre el bum especulativo que ha tomado Oiapoque.

Poco saben los locales sobre la paciencia que requiere el negocio del petróleo. Las prospecciones recién iniciadas dirán en unos meses si hay crudo. Luego tocará analizar si es rentable. O sea, la primera gota (y con ella los ansiados royalties) tardaría todavía años. Petrobras estima que puede encontrar 6.000 millones de barriles, el equivalente a la mitad de las reservas que posee Brasil. Nadie en Oiapoque quiere ni pensar en la posibilidad de que no haya crudo.
Los precios de alquileres y hoteles están desbocados. El minúsculo aeropuerto se ha ampliado para recibir aviones diarios con técnicos de Petrobras que desde aquí vuelan en helicóptero al barco sonda fondeado en el bloque 59. También han aparecido comercios novedosos. De no tener óptica, han pasado a tres tiendas de gafas, dos de maquillaje. Ha abierto una cafetería chic y en breve inaugurarán un restaurante de sushi, sofisticación máxima en estas tierras donde es difícil escapar de los frijoles con arroz y algo de proteína, carne o pescado. Y pese al calorazo, triunfan las sopas contundentes.
La actividad de construcción es tan frenética que falta mano de obra. Resulta arduo conseguir albañiles o pintores profesionales porque están supercodiciados, cuenta Lilma Campos, la presidenta de los comerciantes. “Lo mejor que le puede pasar a Oiapoque es el petróleo”, afirma en su despacho, decorado con fotos y figuritas de la torre Eiffel, recuerdo del tiempo que vivió en Francia. Propietaria de un hotel de cabañas diseñado para turistas europeos que quieren adentrarse en la Amazonia, es consciente de los riesgos ambientales, pero los coloca en segundo plano. “Una fuga tendría un impacto enorme. Nos preocupa, sí, pero queremos y necesitamos desarrollo”, enfatiza.
El temor más inmediato es otro. “Es importante que contraten trabajadores aquí, que no se traigan el personal de fuera y nos den una oportunidad”, apunta. Temen que la fortuna pase de largo, que se traigan todo su personal cualificado y que las ganancias vayan directamente del pozo a Río de Janeiro, a São Paulo, a las arcas del Estado o al bolsillo de los accionistas, mientras ellos quedan marginados. Campos cree que los cambios de verdad se empezarán a notar en un par de años. Por ahora, el empresariado impulsa cursos de cocina, hostelería, de coctelería, francés, peluquería… anticipándose a las necesidades.




El discurso de que la región está sumida en el atraso porque es una de las mejor preservadas de Brasil ha calado. En Amapá, dos o tres familias de caciques hacen y deshacen desde hace décadas. La desconfianza hacia los políticos es profunda. El debate en torno al petróleo se ha enconado. Crece la hostilidad hacia los ambientalistas locales. Flávia Guedes, de la ONG Mapinguari, destaca al teléfono que los manglares y la barrera de coral serían extremadamente sensibles a cualquier vertido porque las dificultades para emprender una operación de limpieza serían descomunales. ¿Cómo eliminar crudo de un bosque de manglares? Las autoridades ambientales aprobaron el simulacro de accidente realizado por la petrolera con 400 operarios, pero Guedes apunta algunos incumplimientos.
Para los indígenas karipunas, la mera prospección supone una catástrofe porque esos fondos marinos son sagrados. “En nuestra cosmología hay tres mundos”, explica el pintor Yermollay Caripoune, de 49 años, en el espléndido museo indígena de Oiapoque. “El cielo, el mundo del medio, que habitamos, y el de las aguas profundas. En esos corales viven los espíritus del pez espada, de la tortuga… y de otros seres intocables”. Sus caciques no han dejado de hacer lobby ante las autoridades.
Lula quiso acoger la cumbre del clima en la Amazonia para que los líderes mundiales y los negociadores saborearan los múltiples retos que implica proteger la selva. La COP30 le brinda al veterano presidente brasileño un escaparate para presumir de credenciales ambientales, aunque el boicoteo de EE UU al Acuerdo de París debilita la cita.




Todos los presidentes del Brasil democrático, salvo el negacionista Jair Bolsonaro, entendieron la Amazonia como un activo único en la proyección internacional. Por eso los ambientalistas alertan de que la renovada apuesta por el petróleo mina su reputación como país que lidera con el ejemplo la agenda ambiental internacional.
Araujo, del Observatorio del Clima, era una veinteañera cuando, en 1992, participó en Río de Janeiro en la cumbre que alumbró la convención del clima de la ONU. Enfatiza que, a estas alturas, abrir nuevas fronteras petroleras es incompatible con combatir la crisis climática. Estas son sus cuentas: “Conseguida la licencia ambiental, el pozo solo producirá petróleo dentro de una década. Los bloques que se adjudicaron en junio empezarían a producir, pongamos, en 2040. Y si cada plataforma tiene una vida útil de unos 30 años, ¿hasta cuándo vamos a producir petróleo?”, se pregunta escandalizada. El Observatorio del Clima propone optimizar los pozos que ya producen y diversificar las inversiones con una apuesta decidida por los biocombustibles y el hidrógeno verde.
Para João Victor Marques, especialista en energía de la Fundación Getúlio Vargas, “buscar nuevas fronteras significa garantizar la posición estratégica de Brasil en el mercado internacional”, con la vista puesta en satisfacer la demanda, mientras dure, de países como China o la India.

En los años setenta, empujado por la crisis del petróleo desatada en Oriente Próximo, Brasil apostó por las hidroeléctricas y los biocombustibles (es la patria de los coches que usan indistintamente etanol y gasolina). Creó así un perfil energético en el que la mitad del suministro viene de renovables, y un tercio, del petróleo. Es decir, recalca el especialista, “tiene una matriz energética más limpia de la que la Unión Europea pretende alcanzar en 2030”.
Los vecinos de la aldea de Sucuriju y de la ciudad de Oiapoque tienen claro que en cada temporada seca el calor es más intenso, que los bancos de pesca merman y que las capturas se pagan al mismo precio que años atrás. El pescador Maciel resume así la disyuntiva que los desgarra: “Claro que queremos preservar el medio ambiente, queremos las dos cosas, desarrollo y proteger la naturaleza. Pero parece que, por ser una aldea de pescadores, tendríamos que morirnos sin ver el desarrollo que podría traer el petróleo”. Para estas gentes amazónicas, las negociaciones del clima en Belém, al otro lado del gigantesco delta del Amazonas, están a un mundo de distancia.
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