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Ana Penyas: “El momento del descanso, la reflexión y la intimidad se ha convertido en una zona oscura”

En su nueva novela gráfica, ‘En vela’, la premio Nacional del Cómic de 2018 da cuenta de nuestras noches de insomnio, agotamiento, pesadillas y apenas sueños

Ana Penyas
Anatxu Zabalbeascoa

La de Ana Penyas (Valencia, 37 años) es una de las pocas banderas palestinas colgadas de un balcón en el barrio sevillano de la Macarena, un vecindario pegado a la muralla “que ha ido recibiendo a la gente que ya no puede pagar el alquiler del centro”, cuenta. Penyas lleva cuatro años aquí. Llegó por amor. Conoció a Seisdedos, también novelista gráfico, “que trabaja con el imaginario del flamenco” en Madrid. “Él quería volver al sur y yo estaba harta de Madrid”. Hoy esperan su primer hijo. A Ana —“como a tantas mujeres de mi generación”, dice— la maternidad le quitó más de una noche el sueño. La falta de sueño que nos une construye En vela (Salamandra), su última novela gráfica.

Hizo una convocatoria preguntando: “¿Qué te quita el sueño?”.

Casi todo eran asuntos cotidianos. Creo que es un mal de época. Por eso lo elegí para hacer una radiografía social. En todas las clases sociales hay gente que no duerme. A algunos les preocupa el trabajo, a otros sus hijos, la reputación, la conciencia…

Retrata un mundo de explotación y autoexplotación laboral, de competencia entre compañeros, de falta de tiempo para los seres queridos…

Con frecuencia la vida contemporánea solo permite sobrevivir. Llegar a casa, hacerte unos táperes para comer en el trabajo y quedarte frito viendo la tele. Me interesó meterme en perfiles sociales lejanos a mi vida.

¿Cómo se documentó?

Llamando a puertas. Una amiga trabaja en un albergue de personas sin hogar. Aprendí que, en la calle, mucha gente duerme con pastillas porque, si no, no conciliarían el sueño. Fui recogiendo fragmentos de vida, o de insomnio, para describir a gente que no conozco.

¿Todo es real?

Sí. Tuve suerte. Llamé a la Unidad del Sueño del Hospital Macarena y a la persona que me atendió le gustaban los cómics. Me consiguió una cita con una doctora.

¿La gente quiere contar sus problemas?

La gente quiere descansar. Por eso colabora.

La novela parece una distopía en la que solo importa la rentabilidad.

Cuando nos desvelamos nos vamos a los peores lugares. La oscuridad existe, pero distorsiona el mundo, convierte preocupaciones en pesadillas.

¿Como humanidad nos hemos deshumanizado?

Mi parte ideológica habla ahí. Hoy el miedo ordena el mundo. Si alguien te quita un minuto, temes por tu puesto de trabajo. Rentabilizar el tiempo es una obsesión contemporánea. Pero también probarlo todo. Con tantas opciones, sentimos incapacidad de elegir.

Se apoyó en datos médicos.

Sí. Hay más insomnio en mujeres que en hombres. Y eso atraviesa las clases sociales.

¿A qué lo atribuye?

A la carga mental de género. No lo pienso yo. Está comprobado.

¿La famosa lista de cosas por hacer?

Sí. El no parar. También en quien ha sufrido violencia machista —fuerte o leve— el sueño se deteriora. Una cosa muy femenina es tener miedo a dormir sola.

¿Miedo a confiar?

Es miedo a desconectar: me tengo que ocupar de mi marido, de mis hijos, del trabajo, de mis padres… Esa carga hace que muchas mujeres, a partir de cierta edad, estén muy medicadas. La ansiedad se cura de varias maneras, las pastillas son una. Pueden producir enganche. En mi novela hay una mujer que tiene una trabajadora que va a limpiar su casa y, aun así, lleva esa carga. La falta de sueño parece un círculo vicioso.

¿Los niños duermen bien?

No me atreví a entrar ahí. Dibujé un adolescente pegado a una pantalla por testimonios que obtuve. Pero no ahondé. Hay una parte médica compleja con gente no diagnosticada. Una adolescente vivió la muerte de una amiga y se quedó con la idea de que cerrar los ojos era morirse.

¿Dormir es confiar?

Claro. En el entorno, en la pareja, en el mundo. No sentirse en un lugar seguro dificulta descansar. Y dormir es eso: darse una tregua.

¿Usted duerme bien?

Tengo un sueño ligero y soy nerviosa. Cuando tengo picos de ansiedad, se filtra en el sueño. Es una batalla.

¿Qué le causa ansiedad a alguien con vocación, reconocimiento, pareja…?

Cualquier decisión vital me quita el sueño.

¿Por ejemplo?

Igual es personal, pero necesité tiempo para pensar en la maternidad que… derivó en malas noches.

Es personal y generacional.

Sí. Posponemos la maternidad para poder desarrollarnos. También porque el mundo está muy complicado.

¿No lo es siempre?

Somos una generación que intenta controlar mucho las cosas y vivimos en un mundo cada vez más descontrolado. Aunque en tu vida todo esté ordenado, la incertidumbre se transforma en ansiedad.

¿De dónde surgió la idea de la novela?

No guardo historias en un cajón. Parto de cero. Busco. Tropecé con El año que tampoco hicimos la revolución, un libro fascinante hecho con recortes de prensa. Ahí estaba el crecimiento económico y la disminución de nuestro poder adquisitivo. Quise hacer un retrato colectivo a través de varios personajes y apareció la noche. El momento del descanso, la reflexión y la intimidad se ha convertido en una zona oscura para muchas personas. Artísticamente, me interesan los collages, y también como información, porque creo que componen una verdad más real, una suma de verdades.

Comenzó escribiendo sobre sus abuelas (Estamos todas bien), luego sobre su territorio (Todo bajo el sol) y ahora sale de su mundo.

Diría que la falta de sueño, de descanso, es un producto del capitalismo actual. Pero este es el libro que más me ha hecho sufrir. Hablar de otros genera inseguridad porque algunos personajes no tienen nada que ver con mi vida y quería mostrar su realidad con hechos, sin juicios. En las novelas anteriores la verdad era mía. Esta es de los demás. Al construir diálogos internos te metes en su cabeza. Y eso es un reto. A mí me da seguridad documentarme. Pero aquí tenía que transformar la información en ficción con base real.

¿Ha soltado el pasado?

Sí. Y con él me he soltado yo. Este es un libro contemporáneo. Es mi época. Es la gente que nos rodea. Me ha ayudado mucho mi compañero. Es importante poder dialogar. Me animó a que saliera de lo que la gente espera de mí…, memoria histórica, feminismo.

¿Es más difícil transmitir una verdad colectiva?

Claro. Vivimos en sociedades cada vez más atomizadas. Nos rodeamos de gente que se parece cada vez más a nosotros. Y no ponerse en la piel del otro empobrece el entendimiento del mundo.

Comenzó a hacer novelas gráficas cuando fue a visitar a su abuela Maruja y se la encontró deprimida mirando la tele.

Como proyecto de final de carrera trabajé con dos sociólogas sobre la memoria de un hombre durante el franquismo. Decidí hacer lo mismo con mi abuela.

Tuvo una abuela alegre y soñadora y la otra amargada.

No todas las mujeres mayores son iguales. Pero mi abuela amargada mezclaba miedo, religión, represión e infelicidad. Se prestaba mucho más a convertirse en personaje. Tuve que avisar a la otra, Herminia, de que la abuela Maruja se iba a llevar el protagonismo…

¿De dónde le salía tanto mal humor?

Era hija de una familia de Madrid muy pobre. Enfermó de los pulmones. El médico aconsejó que saliera de la ciudad. Y fue a vivir con una tía. Al final, se quedó con ella porque la tía no tenía hijos y sí más dinero. Fue una boca menos que alimentar.

El dinero mandaba lo mismo que hoy.

Era supervivencia más que consumo. Mi abuela Maruja se instaló en la amargura. Podríamos verla como víctima, pero todos tenemos una puerta de salida. Buscarla es un gran esfuerzo. Y un aprendizaje. Mi abuela no tenía interés en buscar esa puerta. Era el prototipo de mujer amargada. Muchas de las frases que utilicé en el cómic, como “la vida es aburrida” o “no hay nadie feliz en la vida”, son suyas. Y… decidió quedarse en el dolor para rentabilizarlo. Decir que te duele algo para que te hagan caso es muy infantil. Otra característica de esa generación de mujeres era la espera.

¿Qué esperaban?

No grandes cosas: que esté lista la comida, que llegue el marido, que la ropa esté seca, que lleguen los nietos…, que ocurriera algo. Que llegara la vida.

¿La vida feliz?

Carmen Martín Gaite, en Usos amorosos de la postguerra española, hablaba de esa espera. Mi abuela Maruja era tierna conmigo, su nieta. Pero si hubiera sido mi madre, yo no estaría bien de la cabeza. Tenía la inteligencia emocional de una niña.

Su abuela Herminia era carismática.

Era una espléndida. Veía el vaso siempre lleno. Fue una Pippi Calzaslargas de los años treinta. Pero no me servía para hacer un retrato de la sociedad.

¿Pensó en qué iban a sentir ellas leyendo el libro?

Eso fue atravesar la línea roja. Maruja era inteligente, pero no veía más allá de su mundo. Creo que me atreví porque su cabeza se deterioró. Se quedó contenta: “Salgo yo, sale mi bata…”. Fue protagonista. Y que se quedara contenta con eso es un retrato.

¿Una creativa debe atreverse a pisar la línea roja?

Ufff… Ni toda mi vida, ni la de ellas, sale en ese libro. Tengo un tío con problemas de salud mental que vive en un centro y que ha marcado la vida de mi abuela. Pero era demasiado. Para trasladar un mensaje tienes que elegir. Si te pasas de información deja de ser creíble.

¿Lo negativo es más novelable que la felicidad?

Es más creíble, ¿no? Me cuesta desnudar a mis seres queridos, pero pienso que a alguien le puede servir. Soy ilustradora, jamás me imaginé que acabaría contando historias.

Pero… tenía la historia en casa.

En mi familia, mi abuela siempre ha sido un tema de conversación. Esa suegra dolorosa. Esa madre… dolorosa. Y yo, que fui su primera nieta, y vi otro lado, necesitaba comprender por qué mi abuela era así.

¿Lo consiguió?

Mi casa no ha sido un lugar de silencios. Siempre hemos hablado.

Hablar también puede ser doloroso.

Creo que abrir heridas sana, pero es caro. Hablar te permite comprender más.

En su obra En vela agradece a sus padres y a su hermano “aprender a reconstruirnos juntos”.

De eso se trata, ¿no? De ir haciéndose.

¿Puedo preguntar qué han tenido que reconstruir?

A uno de nosotros. Y hemos podido hacerlo juntos. Yo no suelo hablar de lo íntimo.

Lo apunta.

Tengo claro que la vida trata de romperse y de reconstruirse.

Encontró una carta en la que su madre describía a su abuela suspirando.

Escribió: “Por fin se fueron todos”. Es la voz narradora de mi madre describiendo a mi abuela.

¿Ella escribe?

A veces… En el año 1984 hizo ese relato de su madre que se titulaba Tal vez mañana. Y lo encontré.

Y eso que era la abuela alegre…

Pero claro, seis hijos, nietos…, ¿cuándo llega tu momento? Vivía sobrepasada como la gran mayoría de las mujeres. Yo he aprendido eso de mi madre: intentar comprender a los demás.

¿Necesitamos redefinir lo maternal?

La vida es dura y por eso lo bonito hay que celebrarlo. Mi abuela Herminia fue amorosa pero caótica. La otra, Maruja, amargada pero ordenada. Ahora que voy a ser madre tengo en la mía un referente difícil de superar. Me ha gustado el vínculo que hemos construido. Mi redefinición de la maternidad será porque mis condiciones materiales no son las que tenían mis padres. Ni el mundo es el mismo.

¿A qué se dedican sus padres?

A la enseñanza. Ella es psicopedagoga. Mi padre era profe de mates. Ahora están jubilados.

Técnicamente también trabaja con la realidad. Coge expresiones reales fotografiadas y las mezcla con dibujos.

Me gusta el collage. Me parece que permite que convivan muchas voces. También me interesa lo grotesco. Lo feo. Las historias piden un lenguaje, unos colores. Yo cada vez me siento más capacitada para correr más riesgos simplemente porque tengo más herramientas. He ido aprendiendo.

Tiene un estilo real pero no realista.

Lo grotesco está en la calle. Cuando estudiaba Bellas Artes veía que estábamos pasando de que nadie sabía lo que era la ilustración a que circularan muchos autores. Seguramente fruto de Instagram, lo ilustrado era gente guapa, de clase media. El mundo que se representa es limitado. Está infrarrepresentada la gente fea, la gente pobre. Por eso pensé: esto no es lo que veo en la calle. Faltaba un poco de observación social.

¿Cuánto le cuesta hacer cada novela?

Dos años y medio.

¿Y puede vivir de esto?

Sin grandes lujos puedo vivir de mi vocación. Es un regalo. He tenido suerte. Vendo los originales. Doy charlas…

Contrasta con los trabajos que ha tenido que ir haciendo…

Muchos. Limpié un hostal en el que estuvimos dos meses, en Edimburgo, recogí fresas en Dinamarca… Pero era un poco “me pago las vacaciones de verano”.

Estudió Diseño Industrial.

Era de ciencias, dibujar era una afición. Se pensaba más en las salidas profesionales que en los sueños.

¿Fue un error?

¿Cómo saberlo? ¿Cuántos que dibujan muy bien no consiguen vivir de eso? Lo cuenta Remedios Zafra en El entusiasmo. Quieres algo tanto que crees que lo conseguirás, y como no ocurre… llega el malestar. No nos quedamos con la satisfacción de haberlo intentado.

¿Tiene referentes fuera de la ilustración?

Me interesa Jorge González, que ilustra de forma muy realista, pero también Anna Boghiguian, una artista egipcia todoterreno. Y Colita como referente fotográfico. No soy una persona autosuficiente. Me busco compañía. Se me hace un mundo ir sola en cualquier proyecto.

Ha pasado de mirar los grandes hitos a observar lo pequeño.

Ahora miro lo anodino. A quien no protagoniza nada. Es como cuando vuelves a casa en el metro y te preguntas por la vida de los demás.

Su abuela Maruja repetía “no hay nadie feliz en la vida”. ¿Usted es feliz?

Puede que en mis libros dé una imagen sufrida porque soy analítica y veo el mundo. Por eso sé que hasta ahora he tenido buena vida. Y suerte con mi familia. Y con mis amigos. Claro que puedes pensar que tú has ayudado a esa suerte. Pero la suerte existe. La felicidad son ratos, pero la suerte con la familia es algo profundo. Si tuviera que catalogarme, soy feliciana, risueña. Del grupo del vaso medio lleno. Por eso, como autora, siempre me he preguntado: para qué voy a hablar de mi vida. Me interesa salir de mí misma y ver el mundo.

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