El rugido de Le Mans: más de 800 coches históricos reviven en la pista un pasado de poderío y glamur
Aston Martin, Ferrari, Porsche, Jaguar… Modelos icónicos, pero no piezas de museo. La nostalgia se cura a base de velocidad en esta competición anual

Son las once de la mañana en una campa dentro del enorme circuito de Le Mans. Simon y Giles, dos septuagenarios ingleses repanchingados en sillas plegables, se sirven un whisky solo en vaso de plástico. No es su primer trago de la mañana. Son cuñados y han llegado de Inglaterra para ver las carreras de automóviles históricos, conduciendo un Austin-Healey 3000 de 1963, con puertas blancas y capó rojo, que tienen aparcado ante ellos con el maletero abierto. Dentro pueden verse una montaña de latas de cerveza de medio litro, botellas de whisky, todo tipo de piezas de repuesto y herramientas. “Vengo desde Poole con esta antigualla, uno tiene que saber repararla por lo que sea que pueda pasar”, dice Simon. Junto a su vehículo hay aparcados decenas de Austin-Healey similares, pero con matrícula francesa. “Nosotros nos concentramos con el club francés de Austin-Healey. Aunque digan lo contrario, te digo que son más simpáticos que los ingleses… De noche nos iremos con el club de Austin-Healey de Holanda, que son los que montan las mejores fiestas”, asegura Simon, mientras su cuñado Giles nos ofrece un whisky. Cuesta creer que vayan a llegar a la fiesta de los holandeses.
La campa donde se concentra el club francés de Austin-Healey está perimetrada por unas vallas, que las separan de las campas reservadas a otros clubes de automóviles clásicos y repletas a su vez de modelos icónicos de la historia del automóvil. Ahí están los plateados Porsche 356, los corpulentos De Tomaso Pantera con sus colores chillones, Lotus afilados y planos como cuchillos, Ferrari que parecen tener branquias de tiburón a los lados, Aston Martin de cuando James Bond era Sean Connery y tenía pelo, y no podían faltar los Jaguar E-Type con sus morros infinitos y sus pequeñas cabinas, de los que parece que en cualquier momento saldrá alguno de los mitos eróticos a él asociados, como por ejemplo Don Draper.
Los asistentes pasean entre estos distintos modelos, se asoman por las ventanillas para ver el interior, preguntan todo tipo de asuntos técnicos a sus propietarios, cuando uno de ellos abre el capó y muestra un potente motor de ocho cilindros la gente se agolpa nerviosa en torno al vehículo para hacer fotos, como si vieran a una estrella de cine que se desnuda. Y sin embargo estos automóviles no son más que figurantes en este evento. Los verdaderos protagonistas son los más de 800 clásicos que retornan del pasado para volver a competir en las 24 Horas de Le Mans, todos ellos agrupados en distintas categorías por periodos históricos, que van desde 1923 a 2005, representando así las distintas eras de esta prueba centenaria.
“Esto es como la Feria de Sevilla, pero con coches de carreras”, dice algo disgustado uno de los casi 2.000 pilotos que participan en esta edición de Le Mans Classic, el mayor evento mundial de carreras de vehículos históricos que se celebra desde 2002. La comparación es justa. Los paddocks son carpas privadas y contiguas, no muy distintas de las casetas de feria, en los que hay neveritas con cervezas y aperitivos, pilotos con amigos y familiares, y mecánicos cubiertos de grasa que ponen música mientras ponen a punto a esos viejos bólidos ante un desfile constante de aficionados —son más de 200.000 asistentes este año el primer fin de semana de julio— que se acercan a adorarlos como si fueran la Virgen de la Macarena o el busto de San Genaro de Nápoles. Y es que muchos de estos coches son tan únicos como la talla famosa de un santo, y poseen, como los santos, su propia leyenda y sus milagros, que muchos aficionados conocen perfectamente.

Así, en el pit lane (la zona de boxes) asistimos al retorno de un célebre Ferrari de los años cincuenta, recientemente restaurado, que conduce Yulia Timonova, una piloto de origen ruso. Yulia emerge del coche con unos altísi[mos tacones rojos, unos pantalones del mismo color que el coche y un jersey de rayas, se tumba sobre el capó con mirada desafiante y atrae a todos los fotógrafos, que corren hacia ella. Su marido, el también piloto John Houghtaling, un abogado de Nueva Orleans, da la clave de la escena que estamos viendo al mostrarnos una vieja foto de una jovencísima Brigitte Bardot, exactamente igual vestida, en la misma postura y sobre el mismo coche: Yulia revive la historia de su coche, y tras unos posados, su marido se tira también sobre el coche y la besa emocionado.
Otro Ferrari singular convoca al delirio de los peregrinos del motor en el paddock 3, que agrupa a vehículos de entre 1957 y 1961: el 250 GT SWB Breadvan. Este prototipo único pertenece a un hombre de finanzas austriaco, Martin Halusa, que ha acudido a Le Mans Classic 2025 a pilotar junto a su hijo Lukas Halusa, de 34 años. No es raro encontrar a padres e hijos que se turnan para llevar el coche en esta prueba. Lukas cuenta la historia particular del Breadvan, un nombre burlón que le dieron al coche por su extraña forma trasera, que podría recordar a una furgoneta de reparto de pan. “A finales de los cincuenta, un grupo de ingenieros de Ferrari se enfadaron con la esposa de Enzo Ferrari porque les parecía que era muy intrusiva y se metía en asuntos del diseño y la fabricación, y Enzo, con muy buen criterio, despidió a sus ingenieros antes que pelearse con ella. Un veneciano, el conde Volpi, que tenía una escudería famosa, quería ganar a Ferrari a toda costa y contrató a estos ingenieros expulsados, que, sobre la base de un Ferrari 260 GT, hicieron varias modificaciones y crearon este modelo único, que es un Ferrari, pero a la vez no es un Ferrari. Volpi lo trajo a Le Mans a competir contra los propios Ferrari, y Enzo, que sabía que el Breadvan era más rápido que sus últimos modelos, protestó para que no compitiera en la categoría GT alegando que era un prototipo y no un modelo en producción”. Finalmente, Enzo consiguió que su Ferrari no compitiera contra aquel Ferrari bastardo, cuyo precio hoy está estimado en 30 millones de euros, pero Volpi pudo demostrar en el circuito que su Ferrari tuneado era mejor y más veloz.
Otro piloto que no quiere dejar su nombre añade algo a la historia de este Breadvan: se trata en realidad de una réplica. El joven Halusa estrelló el original hace unos años en otra carrera y su padre lo hizo restaurar, pero también encargó a unos mecánicos una copia exacta que es la que hoy traen aquí. Esa misma tarde Martin Halusa nos cuenta entre risas que su hijo ha vuelto a averiar otro de sus coches: Lukas se hizo con el primer puesto en las vueltas clasificatorias y lo celebró haciendo unos trompos con los que destrozó la caja de cambios. Un padre comprensivo.
Establecer la autenticidad de un coche histórico es muy difícil, me aclara el piloto que no desea ser nombrado. Las averías son constantes y a menudo hay que restituir motores, ruedas y todo tipo de piezas con repuestos creados específicamente para ellos. Si encima los coches se siguen usando en carreras, el desgaste obliga a ir renovando partes constantemente hasta que termina quedando muy poco del original. “Un coche de carreras histórico no es más que un chasis con un número de serie, ya en los años en los que estuvo activo pasó por muchos cambios de motor, ninguno de los que están aquí tiene el motor original, a lo mejor solo el bloque. Por eso es muy difícil decir si estamos ante el coche que corrió aquí hace 60 años o ante una réplica”. En cierto modo, estos vehículos representan más que ninguno la paradoja del barco de Teseo, que la leyenda cuenta que conservaban los ateneos en su puerto desde tiempo inmemorial, pero que con los siglos habían reemplazado tantas piezas que aunque la forma fuera exactamente la misma, ya no eran capaces de decir si era o no era el barco de Teseo. Este desgaste es lo que pasa cuando uno sigue utilizando los coches como aquello para los que fueron diseñados, explica Halusa, porque hay dos tipos de coleccionistas, los que tratan a los automóviles como piezas intocables de museo y los que los son fieles a su propósito.


No todos los que corren aquí son millonarios, ni mucho menos. Al lado del célebre Breadvan de Halusa, al que sacan brillo un equipo de mecánicos que bien podrían ser los cirujanos del Monte Sinaí o escaparatistas de la joyería Tiffany, tiene su paddock otro coche más humilde y sin leyenda propia, un Peerless GT inglés de un azul grisáceo mate, con unos faros amarillos. Solo lo atiende Ian McDonnald, un mecánico inglés cubierto de sudor, pintura y grasa que es a su vez uno de los dueños del coche. Ian tiene un pequeño negocio en Inglaterra que se dedica a recuperar GT antiguos para transformarlos artesanalmente en coches de competición dentro de su taller. Su socia en el negocio es la piloto Celia Stevens, una mujer menuda y que no disimula ninguno de los signos de la vejez, con una larga melena blanca que le cae sobre su traje de competición y unas grandes gafas tras las que brillan unos ojos vivarachos. Al preguntarle la edad, dice que tiene 78 años sin darle demasiada importancia, y aclara que pilota con más conciencia y sabiduría que nunca, asegura que mantiene intactas sus facultades al volante. Viene de comprarle un helado a su nieta, que ha acompañado a su abuela en esta aventura.
La relación de Celia con el automovilismo es mística. “Estos coches son como animales que despiertan cuando los arrancas, tienes que aprender a conectar con ellos, a ser uno de ellos…, te digo que esto es una adicción, es un bicho que se te mete y no te lo sacas ya. No imaginas la sensación que es pilotar de noche en Le Mans, y mejor con un coche de antes de la guerra, un Bentley abierto, ver encima de ti el azul oscuro del cielo, la luna, los árboles, sientes entonces que te acompañan los espíritus de todos los que han conducido antes ese coche, es la mejor sensación del mundo”, proclama Stevens, cerrando el puño al hablar y con el entusiasmo propio de las personas que viven y se nutren de una pasión.
El piloto que no da su nombre y que tiene su paddock cerca matiza las palabras de Celia Stevens, y dice que más que con los espíritus de los antiguos pilotos “uno va con el cuervo posado en el hombro…, sobre todo cuando estás ahí solo en la noche, en este circuito, que es uno de los más largos, con rectas de hasta seis kilómetros donde alcanzo 270 kilómetros por hora en un coche abierto, que si da una vuelta de campana te partes el cuello”. Este piloto confiesa que llega a sentir náuseas antes de cada carrera, y es que pese a lo colorido y festivo del evento, no hay que olvidar que la gente viene con ánimo de competir y de ganar, y por muchas medidas modernas de seguridad que se han integrado en estos bólidos, “cuanto más antiguos son, más peligrosos, aunque también te dan más adrenalina… Tú vete a ver los Bugatti de los años treinta, van abiertos y sin cinturones, y así siguen compitiendo. Date cuenta de que, hasta los sesenta, en este deporte moría uno de cada tres pilotos. Por eso antes de una carrera se juntaban y ponían un fondo para el que dejara una viuda”. Pronto obtuvimos la prueba de que poner estos coches al límite tiene sus peligros: dos coches echaron a arder en el paddock cuando los arrancaron delante de nosotros.
Pese al peligro que entrañan estos viejos vehículos, el trabajo que dan y lo ruidosos que son, hay algo en ellos que, como dice Celia Stevens, puede ser adictivo y que concita aquí a aficionados de todo tipo, coleccionistas, mecánicos, pilotos o meros espectadores que acampan dentro del propio circuito, que se convierte durante estos días en una ciudad efímera e insomne dedicada al culto del automóvil. Quizás el que mejor supo definir ese algo que arrastra a toda esta gente fue Filippo Tommaso Marinetti, el poeta italiano que publicó en 1909 el Manifiesto futurista, cuyo cuarto artículo rezaba así: “Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo…, un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia”.
Desde la aparición del automóvil quedó claro que, más allá de su utilidad como medio de transporte, este invento era un fin en sí mismo. Pronto hubo quien lo conducía solo por el placer de conducir, pues su uso era toda una experiencia: el volante transfería a las manos el poder de un peligroso monstruo que ruge, y al acelerar, el piloto se intoxicaba con la excitación de la velocidad. Pero además, el automóvil también ofrecía sensaciones al mero espectador: la de contemplar esa belleza futurista de sus formas brillantes, estremecerse con el trueno de los pistones o admirar el ingenio de su mecánica.


Unai Ona es uno de esos espectadores que trata de venir todos los años a Le Mans Classic. “Yo también me dedico al automovilismo… Soy empleado en una gasolinera cerca de Vitoria”, bromea. Lleva un par de cámaras profesionales en una mochila y un cuaderno donde va apuntando coches singulares que desea fotografiar para revistas de motor con las que colabora. Viene solo, duerme en el asiento de su coche, y confiesa que estos días no se ducha, su presupuesto no alcanza para venir en mejores condiciones. Unai se abraza al piloto de un antiguo Ferrari y nos dice: “Él tiene un coche que vale millones y yo solo tengo esta vieja cámara, pero los dos estamos aquí por lo mismo: la afición”. De algún modo esta pasión que todos comparten aquí construye durante estos días un curioso espacio de paridad donde los más millonarios y gente humilde se abrazan y se reconocen.
De esa fascinación hace su sustento el pintor Manu Campa, que tiene un tenderete con sus cuadros de coches clásicos cerca del paddock. “Yo no aspiro a ser un artista, sino a vivir de la pintura. Hago un producto para el que tiene un man cave con sus whiskys, un billar y el cuadro de su Porsche”, dice este madrileño que tiene cientos de miles de seguidores en Instagram, pinta unos 50 cuadros al año y los vende por miles de euros. “Pasa igual que hace 200 años, cuando los que tenían un caballo favorito encargaban un cuadro de su caballo”. Cuenta Campa que hay incluso quienes le encargan el cuadro del coche que esperan tener algún día, como rito propiciatorio o recordatorio de una aspiración. Algunos de ellos lo consiguen años después con gran esfuerzo.
Y es que el sueño de conducir un coche singular, de habitar su leyenda, surge en la infancia, cuando uno pasaba horas haciendo correr un coche de juguete por el suelo de casa imitando su ruido con la boca. Por eso, las personas que reúne este evento, pobres y ricos, son en cierto modo aquellos que no se cansaron nunca de sus juguetes de niños.
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