Vidas duras y días de vino y rosas: los secretos de las personas centenarias en España
Esos surcos venerables, esas risas que explotan y ese merecido orgullo dibujan el paso del tiempo, más allá del siglo, en los rostros de los personajes de esta historia. Son las personas centenarias: casi 17.000 en un país, España, con el mayor aumento de esperanza de vida tras Japón


España es un país de tesoros longevos. Este viaje a lo largo de más de un siglo por las epopeyas de hombres y mujeres con fuelle y arrestos lo prueba. Todos ellos demuestran que han sabido sobrevivir pero, sobre todo, vivir. Adaptarse, lejos de resignarse y, menos, de conformarse. Amar a los suyos, dar todo por el sustento, trabajar hasta perder el sentido pero, sobre todo, como fuerza que fija el rumbo. Emigrar para volver con algo mejor: aprendido y merecido. Gozar y sobreponerse: a los embates, a las pérdidas. Ver que otros se van y saber rodearse. Comer bien y aguantar el hambre. Mantener una fe inquebrantable, un calor familiar de hijos, nietos y bisnietos que escuchan y alientan el recuerdo, la retranca o el sentido del humor mientras sacrifican también sus vidas en torno al cuidado de sus mayores en un ciclo noble y natural…
España es el segundo país del mundo donde aumenta más la esperanza de vida, solo por detrás de Japón. Entre quienes han pasado la barrera de los 100 se cuentan, según los datos del INE de 2024, 16.902 (13.919 mujeres y 2.983 hombres), un 76% más que en la última década… Y una cifra que puede llegar a 230.000 dentro de 50 años. Mantener ese pulso supone un desafío, “pero, sobre todo, una oportunidad”. Lo dice Juan Martín, director del Centro Internacional sobre el Envejecimiento (Cenie), dependiente de la Universidad de Salamanca. Y expone las cifras incontestables de esa evolución: en 1900, la esperanza de vida en España era de 34 años. En 2025 llega a los 84. Hace medio siglo, en 1975, nacieron 650.000 bebés. En 2024, 322.034. Asistimos a una escalada de la longevidad. Martín prefiere ese término a envejecimiento y lo defiende desde iniciativas como Iberlongeva. Además, España es un país que otras personas nacidas fuera eligen para pasar sus últimos años. “Por tanto, deberíamos, lejos de un problema, considerarlo un valor estratégico”, añade. Para ello resulta fundamental conservar en quienes superan las mayores barreras vitales las mejores facultades de salud y cognitivas. “Repensar todo con vistas a lograrlo”, asegura Martín. Eso afecta a todo el sistema, desde el mismo sistema de salud, con refuerzos a la asistencia preventiva y a las estructuras económicas: “Debemos por tanto firmar un nuevo contrato social y anticiparnos a los remedios con soluciones”.
Hacerlo conscientes de que ese viaje, en quienes lo superan, depende, según Mónica de la Fuente, catedrática emérita de Fisiología en la Universidad Complutense, “de la capacidad de adaptación”. Más que de factores biológicos, genéticos, alimentarios o ambientales… “Para mantener así a raya el sistema nervioso, el endocrino y el inmunitario”. No sobreviven más quienes han tenido una vida fácil y cómoda. Al revés, “lo hacen quienes han demostrado mayor resistencia ante situaciones difíciles”, asegura De la Fuente. Tampoco los que cuentan con unos genes óptimos: “Eso influye un 25%, el porcentaje restante depende de los estilos de vida y de la motivación”.
Es algo que en nuestro viaje encontramos de sobra por Galicia. Allí se ha detectado una prevalencia de centenarios respecto a otros lugares de España en comarcas de Ourense, sobre todo, pero también en zonas de Lugo y Pontevedra. Un total de 34 ayuntamientos de esa zona optan actualmente a la categoría de Blue Zone, el club selecto con cinco regiones en todo el mundo donde se ha detectado mayor longevidad. Así lo recoge en sus estudios Michel Poulain, catedrático emérito de la Universidad de Lovaina y encargado de certificar mundialmente dichas áreas caracterizadas, indica el científico, “por una excepcional alta concentración de centenarios con buena salud”. Hasta el momento están reconocidas Cerdeña (Italia), Okinawa (Japón), Icaria (Grecia), Nicoya (Costa Rica) y recientemente Martinica. A esa lista puede unirse Galicia, asegura Poulain.
Y en eso anda José María Faílde, presidente de la Sociedad Gallega de Gerontología y Geriatría, inmerso en los estudios y las pruebas que consigan convencer al equipo de Poulain. Para ello debe desenmarañar entuertos y hurgar con su equipo en datos que les proporciona el Instituto Nacional de Estadística para identificar municipios donde los nacidos superan la barrera. Pero existe un factor más concluyente que en otros lugares: “Lo que sorprende en España no es solo la cantidad de centenarios que hay, sino la calidad de vida y las facultades que conservan”. Lo logran, sobre todo, quienes desafían mejor esos factores de la vorágine moderna que no ayudan y son, según Faílde: la tecnología, el sedentarismo, la mala alimentación, la falta de un sentido de la trascendencia y, en gran parte, la soledad.

Moni Gamecho Azpeitia, 102 años, la elegante raquetista. Un día, los hijos de Moni comprobaron que su madre retaba a sus amigos a jugar al frontón con raqueta y los machacaba. No le ganaba nadie. Más tarde les contó el secreto cuando rozaba los 80 años. De joven se había ganado los cuartos jugando a ese deporte, viajando por varios puntos de España y llevándose torneos. Pero no se lo dijo porque Jaume, su padre, no quería que se enteraran. No estaba bien visto que en una época viviera con algo que tenía que ver con las apuestas.
—¿Te importa si salgo a la terraza a fumar un cigarro?
No lo dice su hija, que la acompaña en su casa de Barcelona. ¡Lo pide ella! Moni no perdona tres o cuatro pitillos al día a sus 102 años. “¡Qué gustazo!”. Lo ha hecho desde los 13… “No lo he dejado. Ni ahora. Y el vinito blanco, que no falte, estás comiendo un bacalao con agua y es que hace daño. ¡Hombre, por favor!”.
Si Moni tiene que hacer balance de su vida, casi todo ha sido luz. No solo por sus cuatro hijos, siete nietos y trece bisnietos. También por su infancia en Pasajes de San Juan, donde vivían del barco de pesca que tenía su padre, o por sus años de deportista y su matrimonio feliz con Jaume. “Era guapísimo, muy trabajador y buen negociante”. Fue después de haber sobrevivido a la guerra huyendo de su casa con una familia que apoyaba al lehendakari José Antonio Aguirre: “Antifranquistas totales”, dice. Primero recaló en Portugalete, después en Francia, más tarde en Valencia. Acabó en Barcelona, con abono en el Liceu, noches locas de bailoteo hasta las tantas en el Paralelo y veraneos en Lloret de Mar, sin dejar de viajar a Pasajes conduciendo ella y pisándole, porque ama la velocidad.
¿Su secreto para la longevidad? La moral bien alta, como demuestra mientras repasa su álbum de fotos: “Yo era muy elegante y muy guapa. Tenía un pelo… Soy muy bailarina. Mira qué trajes, mira qué pieles, mira que agilidad… ¿Has visto qué mujer? Llamaba la atención allá donde iba…”.
Flori Almaraz, 104 años, amor entre visitas a la cárcel. Luis tenía a su padre, el teniente coronel republicano Domingo Morriones, en la cárcel de Córdoba. Compartía pena con Lorenzo Almaraz, padre de Flori, que iba también a visitarlo. Allí se conocieron. Los suyos corrieron diferente suerte. El oficial Morriones se salvó. Lorenzo fue fusilado. A partir de ahí, Flori Almaraz Garrote y sus hermanos tuvieron que buscarse la vida. La relación con Luis continuó por carta, él en Andalucía y ella de regreso a Zamora, la provincia donde había nacido en Luelmo de Sayago en 1920. Pero lo que no se aplacó fue su rebeldía ni la lealtad a los suyos. Hasta el punto de ser condenada a prisión por colaborar con sus amigos replegados en el monte. “Yo no militaba en nada, pero los amigos son los amigos y los ayudé”. Trabajaba en una fábrica de jabón y un almacén de coloniales donde le era fácil adquirir víveres. La pillaron y cumplió condena en Valladolid.
Luego se casó y formaron una familia con tres hijas. Recalaron en Valencia, primero, y después en Santander. Allí me recibe en su casa y advierte que la tutee: “Soy demasiado mayor para que me traten de usted”. La acompaña su hija Begoña, médica de familia. Ambas recuerdan cómo se trasladaron al norte para que su hermana Hortensia estudiara Caminos. Luego Luis logró una plaza en el Ayuntamiento y se quedaron. “Yo estoy bien en cualquier sitio”, dice. Sobre todo, junto a sus tres hijas, dos nietos, cuatro bisnietos y varios libros. “Leo todos los días”, asegura. Y se entera de cómo va el mundo por la prensa y la televisión: “Este país, a veces, no lo entiendo. No me gusta que se toquen las narices gritándose unos a otros. Todo el mundo tiene derecho a comer, a una buena salud y a poder estudiar. Esto, que es muy sencillo, a veces parece muy difícil”.

Domingo Payno, 104 años, el cantarín de Iguña. Domingo Payno Sáez aún canta montañesas con la dignidad del mozo que las entonaba con los amigos en los sábados de bocadillo y galanteo. Lo recuerda sentado en el porche de la casa de sus hijos en Bárcena de Pie de Concha. No muy lejos de allí, en Santa Cruz de Iguña, vino al mundo hace 104 años en una familia donde sus padres regentaban un ultramarinos. El padre había aprendido el oficio en Andalucía, donde se convirtió en lo que por Cantabria llaman jándalos, emigrantes del norte al sur. Aquello les dio carácter, instinto de supervivencia y una manera de entender la vida.
Domingo, en cambio, no emigró. De niño mataba el tiempo con los de su pueblo entre la escuela, juegos en una carretera donde solo pasaban carros y devoción para el rosario. “Rezo todos los días”, afirma. Y hasta hace poco acudía a misa cada día. Las dos aficiones de esa infancia le quedaron. También la pelota. Hoy es socio del Torina, el equipo del pueblo, que le da casi más alegrías que su otra pasión, el Racing de Santander. Domingo no recuerda mejor alineación hasta hoy que la que lo llevó a subcampeón de Liga en 1931: “Sola, Ceballos, Mendara, Ibarra, Baragaño, García, Santi, Loredo, Larriñaga, Telete y Cisco…”.
A los 16 años entró en la metalúrgica Quijano, de Los Corrales de Buelna. Allí se jubiló como jefe de taller y pronto se trasladó con Sita, su esposa, a Santander. “Mi vida ha sido mi mujer y el trabajo”. Cuando ella murió, su sobrino José Manuel —en realidad, su hijo porque lo llama papá— se lo llevó a Madrid y allí no hizo otra cosa que disfrutar de la vida: “Lo pasé, no bien, mejor”, cuenta. Con la covid regresaron a Bárcena. Toda la familia cogió el virus menos él. Allí siguió cantando hasta convertirse en una enciclopedia de repertorios folclóricos para los más jóvenes.

Eustaquio, 104 años, la leyenda del niño contrabandista. Cuando llegamos a Beade a las diez de la mañana, Eustaquio Pérez no estaba en casa. Orita, su esposa, 93 años sin apenas abandonar la aldea, nos dijo que había salido con las ovejas, como cada mañana. Buscamos por los alrededores y ni rastro. Entre caminos empedrados con su buena porción de barro, suficiente como para provocar una mala caída en cualquiera, sobre todo si uno tiene 104 años. Su nieto Pablo y Chema Faílde, el hombre que conserva a conciencia a los longevos en la provincia de Ourense, hablaban de él y se acrecentaba la leyenda, como si de un capitán Kurtz propio de El corazón de las tinieblas (la novela de Joseph Conrad) se tratara.
Su nieto había comprobado por la mañana que estaba bien. Lo tenía grabado en su móvil ese día a las cinco de la madrugada desayunando solo en la cocina. Su tazón de café con leche, sus migas de pan y cuatro cucharadas soperas de azúcar. Cuatro. Luego, a pastorear hasta mediodía, después, comer y a echarse un rato viendo la tele.
Orita aliviaba la espera contando que emigró a Guinea o cómo la conoció en un baile de la aldea. Que sus padres, Clodomiro y Manuela, habían partido antes a Argentina y él se había quedado en la comarca. Allí se buscó la vida como criado, primero; y gracias al contrabando, después.
Hacia las doce, aparece Eustaquio y se sienta a corroborarlo todo mientras busca razones para la vida: “Aquí estamos. Resistiendo, sabiendo los años que tengo, solo me queda eso, resistir. Año que pasa, año que resisto. Proyecto, ninguno, comer, beber y dormir, es lo que toca. El resto…”.
La razón de sus madrugones también la justifica a fondo: “Trabajando se me pasa el tiempo bien; durmiendo, no. Desde niño tuvimos una vida muy difícil”. ¿Y el contrabando? “Aquí tenemos la frontera con Portugal, donde tirábamos con esa forma de vida. Siempre hubo negocio, ahí empecé con el café, trabajaba por mi cuenta. Fui contrabandista por tradición”. La emigración a Fernando Poo (Guinea) también le marcó. Doce años trabajó en la construcción hasta que tuvo que salir del país cuando Teodoro Obiang llegó al poder. Suficiente para comprar algún terreno con el que volver a trabajar a su tierra. “Es mi gozo, el trabajo, y no hay más”.

Esperanza Cortiñas, 108 años, esa gran bailarina. A sus edad, Esperanza Cortiñas (Chouzán, Lugo) no perdona un baile. Y eso que últimamente tiene miedo a perder el equilibrio, algo que atempera con una medicación contra el vértigo. Aun así, insiste con sus pasodobles, incluso tangos los domingos cuando se da en el Centro Sociocomunitario de Ourense, donde vive con su hija Mari Carmen. “Bueno”, matiza, “es mi hija la que vive conmigo”.
Equilibrio es lo que no le ha faltado para sobrevivir desde que nació en una familia de cuatro hermanos, hijos de Avelino y Serafina, que tuvo que emigrar a Cuba. Es lo mismo que haría ella años después, pero a París. Había quedado viuda de Manuel, su marido, que tampoco tuvo una vida fácil. Le mataron a todos los hermanos en la guerra y él no superó una silicosis que le afectó tras trabajar a destajo en la construcción de la presa de Os Peares. Una pensión miserable no le llegaba y se fue a Francia. Trabajó a destajo. “Casi me vuelvo medio chiflada”, asegura. “Pero mereció la pena, con los ahorros compré la casa que tengo ahora junto al puente”, afirma.
Se fue sola y luego llegaron sus hijas: Mari Carmen, Esperanza y Aurora. Las dos últimas viven en Xàtiva y en París, respectivamente. Ella y Mari Carmen disfrutan de lo que durante años no pudieron, sobre todo la madre, a base del baile, su afición al dulce y los chupitos del licor de café que ellas mismas elaboran en casa.

Felisa González, 101 años, la gimnasia diaria del huerto. Pasados los cien años, Felisa ha adoptado una rutina de ejercicio diario que no abandona. “Venid a mi gimnasio”, sugiere. Y al salir de la cocina de su casa de O Irixo (Ourense), donde aún mantiene los fogones de carbón para calentar la comida, dobla la esquina y nos enseña su huerto. Ahí cultiva patatas, tomates, judías, berzas, verduras y legumbres.
Al contrario que varios de sus vecinos en la comarca, ella no emigró y se quedó en su casa, en parte cuidando de los mayores y los niños que quienes partían dejaban allí. El cuidado de otros ha sido su vocación y su sustento. A cambio, funcionaba el trueque. Felisa los atendía y, más allá de dinero, la recompensaban con víveres, objetos, mobiliario… Todo eso lo redondeaba con la venta de lo que salía de la huerta o de huevos. Las gallinas merodean por una aldea abandonada donde ella convive con tan solo otra casa vecina. Para ver tumulto se acerca a otras poblaciones. Incluso la pueden sorprender con celebraciones como la que le montaron al cumplir 100 años, cuando en el Ayuntamiento le otorgaron la Medalla do Concello: “Lloré de emoción”, dice. Seguramente ese día tuvo recuerdos para sus padres, sus cuatro hermanos, su marido, Antonio Nogueira, que luchó en la batalla del Ebro, y su hijo José Antonio, policía, que murió con 74 años. Allí estaban sus dos nietos y sus tres bisnietos, testigos de la fuerza de una mujer que no conoce la palabra rendición.

Manuel González Rúa, 100 años, una vida echada al mar. “En mi vida hubo de todo”, cuenta Manuel González Rúa, de 100 años, en su casa de Bueu (Pontevedra). Pero hay algo que centró más que ninguna otra cosa su rumbo: la mar. Vivir en las Rías Baixas, rodeado de lomas cubiertas de neblina, playas paradisiacas y bateas que aplacan la furia del agua, invita a explorar. Manuel lo hizo, pero sin alejarse mucho: “Nunca fui de pesca de altura”.
Confiesa que fue un niño feliz hasta que murió su padre, cuando tenía 14 años. “Entonces empezó la dureza”. Tenían dos barcos en casa. Pero al llegar la guerra solo podían utilizar uno. No había hombres con la edad adecuada para todo: “Quedaban solo viejos y niños”. Al acabar la contienda reanudaron la tarea. Él fue creciendo entre desafíos. Sobre todo, a quienes le buscaban las vueltas. Cobraba medio salario porque le decían que no tenía fuerza para mover los aparejos. Cuando demostró que sí, le dieron toda la paga. Así, no solo empezó a ganar el dinero justo: “También respeto”. Pronto aprendió que la mar necesitaba “gente joven y arrieros fuertes”. La creatividad no le abandona en su taller, donde se entretiene diseñando y construyendo barcos. Se casó a los 24 años con Mercedes, una vecina que le conocía desde niño. Tuvieron dos hijas. Ya entonces sabía que lo suyo era la bajura. Pescar en altura suponía demasiada ausencia y heridas en las manos cuando dejaba huella el alambre al tirar. Aun así, se embarcó en buques mercantes como jefe de máquinas. Más tarde adquirió un barco que cambió su suerte: el Rosa de los vientos. Le dio tantos beneficios que abrió un bar. Así prosperó la familia, que vive hoy de la distribución de pescado y marisco por toda España. Manuel disfruta de sus seis nietos y ocho bisnietos tanto como ellos de él. El 16 de julio, día del Carmen, fiesta mayor en Bueu, se juntaron en torno a una mesa plagada de nécoras, langostinos, cigalas… No le faltaba razón a un amigo cuando le aconsejó: “Con las redes de fondo, siempre comes”.

Josefa Villanueva, 102 años, la mejor cocinera en los alrededores de Marín. A sus 102 años, “y medio”, puntualiza, Josefa Villanueva sabe que los curas comen mejor que los militares. Ella ha cocinado para los dos estamentos. En una casa de retiro espiritual y en la Escuela Naval de Marín (Pontevedra), donde llevaba los fogones del alto mando. Josefa sabe medir los excesos del lenguaje. Doma la euforia, pero no oculta la alegría de haber pasado la centuria junto a su familia. Escucharla es un placer cuando disfruta de la retranca. En casa fueron cinco hermanos, criados por Enrique y Josefa, su madre. La infancia no dio para derroche. “Unas veces bien y otras mal”. Lo tiene presente hoy cuando acude a un supermercado de esos que le encantan: “Hay de todo, aunque no se pueda comprar, uno entra desnudo y sale vestido”.
Fue una niña espabilada, aunque tuviera que dejar los estudios. Se casó joven, con Pedro Bermúdez, y tuvieron una hija. Pronto entendió el significado de ese poema de Rosalía de Castro que habla de As viúdas dos vivos e as viúdas dos mortos. Las primeras eran las que se quedaban en Galicia mientras los maridos emigraban. Pedro se fue cuando su hija tenía siete años y no volvió. Anduvo por Brasil y luego en Uruguay. Allí murió.
Ella había tenido más pretendientes: “No iba a estar como una burra, amarrada a un poste”. Juntas, con su hija Josefa, como dice, “fuimos mejorando, en ocasiones”. Aprendió a fuerza de entender la condición humana: “En este mundo hay que ser a veces bueno y otras malo; si no, nos comen las moscas y después los sabañones”. Trabajó y trabajó. Procuró que no faltara de comer: “Si se puede tomar una cosa buena, no se toma mala”. En la mesa tiene que haber pan para ahuyentar un recuerdo de la guerra. “Un día vi una hogaza en un caballo y no la pude comprar”. Aprendió a hacerlo ella, empanadas también. Las suyas de maíz no tienen competencia en el área de Marín. Le gusta dar órdenes: “Pero si tuviera dinero mandaría mejor”. Se atreve a pedir una subida de su pensión a las autoridades: “Puede que lo lean si lo publica, pero no sé si lo van a entender”.
Una coda. José Escobar, todo por la Virgen de los Dolores. José Escobar no ha podido llegar a leer este reportaje. Pero nos contó su vida en su casa cordobesa, junto a su hijo José Manuel. Mientras él permanecía sentado en la mesa camilla donde mataba el tiempo que le restaba de sus 106 años, su hijo nos acercaba sus trofeos. Muchos, ganados gracias a una batalla de longevidad y supervivencia. Antes de salir vimos dos bendiciones papales: una de Juan Pablo II, por sus bodas de plata junto a su esposa, Concepción; otra de Francisco al cumplir los 100 años. Todos ellos consagrados a la Virgen de los Dolores, de la que fue mayordomo y hermano en su cofradía después de ingresar allí a los 10 años. Varios reconocimientos se lo premian: un cirio de metal, una medalla de oro, la imagen de la Virgen siempre cerca. Por ella ha soportado su paso en la Tierra, criado a dos hijos y disfrutado de dos nietos y tres bisnietos. A ella le agradece el trabajo en un emporio local de ultramarinos donde entró en los años treinta. A la señora rezaba con su madre primero y después con su mujer, a la que conoció en ese esparcimiento típico de la ciudad, los peroles, a base de campo, arroces, bailes y tientos. Devoción y trabajo ha sido su legado, con algún divertimento como el fútbol y su afición al Córdoba. Fiable, metódico. Ferviente, discreto. Sembró bondades y una salud con apenas percances: “Ulcerillas y alguna hernia, no más”. Pocas visitas al hospital, a cuya habitación, si tenía que pasar allí la noche, no entraba sin su imagen de la señora de los Dolores.
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