Dragones en el probador
Esos focos cenitales que derrumban las carnes, multiplican la celulitis y resaltan hasta el más mínimo defecto


El rigor del verano nos desnuda, nos lleva hasta la playa o la piscina, saca a pasear las epidermis, centímetros de brazos y de piernas expuestos a la mirada de los demás pero, sobre todo, a la mirada propia, a ese escrutinio interior feroz y enemigo, a esa torcida manera que tenemos de habitar nuestra encarnadura, en especial las mujeres, que hemos elevado la insatisfacción física hasta la estratosfera. Ah, el cuerpo, qué desasosiego nos provoca a todos los humanos nuestro cuerpo, ese amasijo orgánico que no hemos elegido, lleno de necesidades, fragilidades y carencias. Ese cuerpo que nos enferma y que nos mata. Ya digo, es un problema para todos, pero numerosas investigaciones han demostrado que en las mujeres esta disociación entre lo físico y el yo es mucho mayor. Diversos estudios de Dove han arrojado datos tan espeluznantes como que solo el 4% de las mujeres se consideran guapas o que el 70% de las niñas y adolescentes evitan actividades como ir a la playa porque les avergüenza su físico, y un trabajo de 2012 de la Northwestern University descubrió que el 93% de las mujeres se han sentido gordas en algún momento de su vida (yo incluida), una cifra por otra parte insuficiente como medida del desagrado hacia una misma, porque a ese 93% habría que añadir todas las chicas cuyo problema no es el exceso de kilos, sino creer que están demasiado delgadas, o que les falta pecho, o que tienen las piernas torcidas o los tobillos tan gruesos que no se atreven a mostrarlos, o a saber qué otro tormento estético más, porque poseemos una formidable capacidad para torturarnos de mil modos y para odiar nuestra anatomía con desolada inquina.
Y si esto nos pasa a las mujeres hechas y derechas, qué decir de las adolescentes, tan frágiles y maleables. Una amiga mía muy querida que tiene varias hijas en edades difíciles me cuenta lo que le espanta llegar a estas fechas y tener que ir con ellas a comprar trajes de baño, algo inevitable porque sus medidas han cambiado. Y como entrar en los probadores es una experiencia dantesca porque las niñas se horrorizan, lloran, no caben en el tallaje ridículamente pequeño de las marcas de moda adolescente (deberían multarlos por ello), se sienten despreciables y no susceptibles de ser amadas, se deprimen durante semanas e incluso pueden caer en picos de anorexia o de bulimia (un reciente metaanálisis internacional ha concluido que más del 22% de los menores de 18 años sufren un trastorno alimentario). “Hay dragones en el probador”, dice mi amiga.
Qué odiosos son los vestidores de las tiendas, en efecto. Qué profundamente desalentadores y peligrosos. No creo que haya mujer en el mundo que no haya tenido una experiencia mortificante ante el espejo de un probador (bueno, quizá ese 4% de bellas se haya salvado). Son cubículos iluminados por perversos psicópatas que sin duda odian a las mujeres, porque de otro modo no se entiende que pongan esos focos cenitales que derrumban las carnes, multiplican la celulitis, ensombrecen los hoyos y resaltan hasta el más mínimo defecto. Si a esto le unes nuestra patológica tendencia a vernos mal, ese sesgo visual que hace que nos percibamos como no somos, que solo nos fijemos en lo que no nos gusta y lo agrandemos y desmesuremos hasta convertirnos en rehenes de nuestro desagrado, resulta que irse a comprar ropa puede acabar siendo una experiencia traumática (los malditos tallajes liliputienses tampoco ayudan, repito).
Hace algunos años ya conté en este artículo una tarde de tiendas que compartí con mi amiga la viguesa Chus Lago, colosal deportista de élite, exploradora de la Antártida y tercera mujer en el mundo que subió al Everest sin oxígeno, una crack. Nos probábamos ropa y salíamos de los vestidores para vernos en los espejos de fuera y comentarnos los modelos la una a la otra. Tras adquirir las dos algunas prendas, nos fuimos a cenar y acabamos confesándonos algo: que nos habíamos envidiado mutuamente, que habíamos pensado que a quien le sentaban bien los modelos era a la otra. Yo aún me siento incapaz de entender cómo esa mujer más joven y mucho más atlética, torneada y musculosa que yo pudo ver algo mejor en mí, un autodesprecio por mi parte que sin duda ejemplifica la persistencia de nuestra fatal forma de mirarnos. Y de odiarnos. En fin, ayudaría tener tallas y probadores más humanos.
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