No durará mucho


El huevo es un cofre, un joyero, un receptáculo sagrado, una promesa. El huevo no viene del supermercado ni del frigorífico, como creen los niños, ni siquiera de la granja, como creemos los adultos. El huevo viene del misterio porque no es posible que un ser tan insignificante, aunque tan admirable, como la gallina sea capaz de fabricar, sin perecer, la cantidad de calcio que contiene su cáscara, por no hablar de las proteínas, la grasa, las vitaminas y los minerales que acopia en su interior. Un huevo es un milagro biológico, además de una obra de arte insuperable que ha inspirado a toda clase de artistas desde hace siglos. Bioarte, podríamos decir. Fabergé se ha forrado copiándolos y eso que los suyos no te los puedes tragar como una ostra ni son capaces de alumbrar un pollo por más que los incubes.
Mi padre, los domingos, se tomaba uno crudo tras perforar sus extremos con una aguja de coser. Todavía recuerdo el ruido que el oro líquido hacía atravesar el agujero. Luego se relamía, se volvía hacia nosotros, sus hijos, y decía:
—Cuando seáis padres, comeréis huevos.
No digo que me haya convertido en padre solo por eso, pero también por eso. Doy cuenta de ellos con el respeto que merecen, como el que reza una oración, porque un huevo es un continente de espiritualidad. Química pura convertida en biología pura. Cuando en EE UU comenzaron a escasear, la gente se lanzó a las grandes superficies y vació sus lineales. La foto está tomada en un supermercado de Nueva York el pasado 12 de febrero. No durará mucho esa docena.
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