El otro lado de las puertas
Hay innumerables puertas monumentales, saturadas de simbolismo y encargadas de cerrar el paso, más que de facilitar el acceso, a los peatones de la historia


Con esta puerta, que está a punto de cerrar un cardenal para dar comienzo al cónclave del que saldría elegido León XIV, solo se puede dar un portazo a Dios. No sabemos si las puertas grandes se inventaron para dignificar o disminuir a quienes las atraviesan, pero ahí están, ahí han estado desde antes de Cristo.
Hay innumerables puertas monumentales, saturadas de simbolismo y encargadas de cerrar el paso, más que de facilitar el acceso, a los peatones de la historia. Cuando aparecen fotografiadas en los periódicos, nos recuerdan que nos hallamos fuera, fuera de los centros del poder, fuera de los convenios colectivos, fuera de los restaurantes de moda y quizá fuera de la vida. Hay gente que se ha pasado la existencia al otro lado de una puerta. Al principio, al otro lado de la del dormitorio de los padres, de donde emanaba la música siniestra del crujir del lecho conyugal, acompañada de gemidos que oscilaban entre el placer y el daño, como si los adultos obtuvieran el goce del quebranto, o viceversa. Allí surgió la conciencia de que hay mundos de los que uno no forma parte, aunque se encuentren a un paso.
La puerta del dormitorio de la hermana mayor. La puerta de las discotecas, cuando, de adolescente, no llevabas el atuendo adecuado. La puerta giratoria que, al no reconocerte, te devolvía al lado del que procedías. La puerta del despacho de los jefes, la de la sala de reuniones de los directivos, la puerta de las joyerías y hasta la puerta del supermercado, si no dispones ni del euro para liberar el carrito. También las puertas mentales, de las que nos ocuparemos otro día.
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