Más allá de las glándulas


Parece un beato en medio de un arrebato místico. Bastaría quitarle el cocodrilo de Lacoste de la chaqueta —o lo que quiera que sea eso que lleva puesto— para que su atuendo pareciera el de un monje de clausura. Obsérvenlo: cuerpo filiforme, resultado del ayuno y la moderación en todo lo relacionado con los placeres del cuerpo (no cuesta imaginarle un cilicio en el muslo). Rostro anguloso o afilado, con las mejillas hundidas y los pómulos salientes, signo de la abstinencia física y del desgaste físico. Piel pálida, como si llevara meses enclaustrado en su celda de dos por dos metros cuadrados. Cabello escaso y descuidado, sin atención estética de clase alguna. Mirada intensa y dirigida hacia un punto situado más arriba que él, de donde procede la revelación de la que está siendo objeto. Y postura erguida, pese a la fragilidad de los huesos sobre los que parece sostenerse.
Tal suma de rasgos produce la impresión de que el sujeto no pertenece, no del todo al menos, al mundo de las cosas, pues su energía está puesta en algo que queda fuera de la vista del espectador, en algo que va más allá del aparato muscular y del respiratorio y del locomotor y del circulatorio y del digestivo, en algo que está más allá de las glándulas y de las vísceras de las que dependemos. Lo que abraza con devoción podría ser una estampa de santa Gema de Galgani, por ejemplo, de la que dicen que es muy milagrera.
Pues bien, nada de nada. Se trata de un operador de la Bolsa de Nueva York que alucina viendo las cotizaciones del pasado 12 de abril, donde el dios Dinero mostró uno de sus peores rostros. Amén.
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