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El escritor (abogado y actor) que dejó todo para regentar un cortijo: “Vendo aceite con más orgullo que un libro”

Nacido en La Habana y tras haber vivido en México, Alemania, Nueva York e Ibiza, Igor Ramírez García-Peralta ha encontrado su lugar en el mundo en una finca en Arcos de la Frontera

Igor Ramírez García-Peralta
Karelia Vázquez

Lo primero es comprar el cortijo, y para eso se metió Igor Ramírez García-Peralta (La Habana, 1983) en Idealista. Sí, hay cortijos a la venta en Idealista. Pero tampoco esto es lo primero —una mente pragmática diría que antes hay que tener el dinero o la solvencia para que un banco conceda una hipoteca decente—, en el caso de nuestro aprendiz de andaluz y cortijero le llegó antes el ánimo para cambiar de vida, el hartazgo de Ibiza donde llevaba viviendo cinco años y la intuición de que encontraría en Andalucía lo que nunca había tenido en su vida: arraigo. De dinero hablaremos después. Si eso.

“Nací en Cuba por casualidad porque mis padres estaban trabajando allí, pero he vivido entre México y Alemania. Crecí internacional y desa­rraigado. En mi familia todos somos nómadas. Nadie muere donde nace”, cuenta con su acento difícil de identificar. Él, Igor, su hermano, Ivan. Dos nombres rusos que revelan la admiración de su madre, “una antisistema de siempre”, por la revolución bolchevique. Su padre, en cambio, se había ordenado sacerdote hasta que se fue alejando de la Iglesia y terminó siendo académico y padre de familia.

Detalle de la estructura, típica de un cortijo con olivar andaluz.

Hasta hace pocos años Igor no sabía señalar Arcos de la Frontera en el mapa —“para mí era otro de la Frontera más, como Jerez o Conil”—. Pasó por allí por primera vez en un reto en bici que lo llevó de Ronda (Málaga) a Marruecos, y con una Cruzcampo en la mano prometió a un amigo que se iría a vivir a Andalucía. “Andalucía, solo el nombre me fascina, tiene un peso histórico y cultural muy fuerte, y yo estaba buscando raíces”.

Igor, junto a una de las ventanas de La Sierrazuela.

Al mes volvió con sus perros a ver el cortijo de Idealista. En un momento de la visita la propietaria hizo un aparte con él para decirle con mística, misterio y escondida del marido: “Esta casa es tuya”. Puede que haya sido una estrategia de marketing, pero funcionó con alguien como Igor que, entre otros trabajos, crea campañas de publicidad para marcas como la joyera Pomellato. “Me convenció, y creo que sí, estas casas con tantos años te eligen, eres un eslabón más en su historia”, cuenta.

26/03/2025 - Reportaje Deco Estilo de Vida de la casa del escritor Igor Ramírez en La Sierrezuela, en Arcos de La Frontera (Cádiz) - ©Anna Huix       -----PIEFOTO-----     Fachada de La Sierrazuela, un cortijo cercano a Arcos de la Frontera. Igor Ramírez García-Peralta lo pintó de blanco. “La casa lo pedía a gritos”, dice.

La casa en cuestión, un cortijo jesuita del siglo XVIII con siete hectáreas de terreno y más de 600 olivos centenarios —200 años debe tener cada uno según las cuentas de ­Igor—, fue tasada a la baja para la hipoteca que necesitaba el nuevo propietario. Entonces Igor reclamó: “No habéis tenido en cuenta los árboles, cada uno puede costar varios miles de euros”. Con eso ajustó las cuentas y compró.

El comedor de La Sierrazuela, en la planta baja de la casa, con la cocina al fondo y adornada con piezas de caza adquiridas en una tienda especializada.

Se mudó desde Ibiza con tres perros (Rumbo, Mago y Turrón), dos gatos (Chato y Ojalá), dos gallinas y seis pollitos. También trajo sus libros y algunos muebles. La primera misión fue pintar el cortijo de blanco porque en su fantasía andaluza un cortijo tenía que ser blanco y el suyo era “amarillo mostaza”. “¡La casa lo estaba pidiendo a gritos!”, recuerda Igor.

Cada olivo de la finca tiene al menos 200 años, según las cuentas de Igor. Bajo el olivo, 'Lucero', el poni.

Los propietarios anteriores habían hecho la reforma gorda, así que él se dedicó a abrir espacios y a amueblar. “Tengo buen ojo, me gusta comprar de segunda mano en mercadillos y subastas”. De su madre arquitecta cree que heredó la habilidad para entender los espacios, sus perspectivas y dimensiones. “El resto me viene de mi vida ecléctica, de haber crecido en tantos lugares”. Está orgulloso de haber amueblado una casa grande con un presupuesto pequeño. “No todo el mundo puede hacerlo”. El siguiente reto fue intentar restaurar el horno de piedra, otrora alma de la casa, y aprender a dormir solo en una casa en el campo. Su sueño era recuperar la vida del antiguo cortijo y convertirse él mismo en un cortijero, aunque tuviera algunos tatuajes y un pelo demasiado largo que delatara un pasado bohemio ibicenco.

El salón de La Sierrazuela, amueblado por Igor con enseres comprados en el desguace de un palacio de Jerez. La mesa es del Rastro de Madrid, de los años setenta, y ha hecho con él varias mudanzas, al igual que los libros.

Para llegar a esta casa volamos a Jerez desde Madrid y luego hicimos una hora de coche. Era noche cerrada cuando llegamos e Igor nos esperaba para cenar. La iluminación cálida y una mesa puesta con manteles de algodón y platos de cerámica nos hicieron sentir inmediatamente en casa. Dice Igor que esta es una casa para recibir amigos. No en Semana Santa porque, informa, él es “muy capillita”. Todo esto con una banda sonora donde sonaban aleatoriamente Massiel, Rafael, Lolita y Rocío Jurado.

La luz entra por la mañana en la casa. Esta mesa fue adquirida en un anticuario.

Los cortijos andaluces, de arquitectura sencilla y robusta, tienen paredes gruesas de piedra, espacios amplios y techos altos. Suelen estar en medio de grandes extensiones de tierra, pero están diseñados para ser autosuficientes con pozos de agua, molinos, hornos y almazaras. Todo lo importante para no tener que salir mucho fuera. La Sierrazuela, que es el nombre que escogió Igor para el suyo, está dedicada al cultivo del olivo. Una parte de la casa se dedica a alojar a los dueños, otra a la cría de animales y a las cosechas. Igor ha visto fotos antiguas de su casa y ha comprobado que guardaban a las bestias en lo que hoy es su flamante salón decorado con muebles de inspiración veneciana. Los cortijos son el alma del campo andaluz. Además del trabajo habitual, aquí se celebran fiestas, bodas e interminables comidas familiares. Una vez has adquirido uno, no queda otro camino que ejercer de cortijero.

Detalle de un adorno del salón, casi todo decorado con piezas de mercadillo y subastas.

Igor se levanta muy pronto a alimentar a sus animales. Tiene cinco empleados que le ayudan en casa, a la burra Copla y a su hermana pequeña Palma. También están Lucero, el poni, y Etrusca, una yegua pura raza que Igor está aprendiendo a montar. Además, cría varios ejemplares de churra lebrijana, una raza de oveja en peligro de extinción que produce poca leche y una lana “vasta y áspera”. Parte del arraigo que Igor buscaba para su vida lo ha conseguido teniendo seres vivos, humanos o animales, que dependan de él. “Tampoco sé de dónde me ha salido esto, pero siento una responsabilidad con el pueblo y su gente”, reconoce. Mientras Igor cuenta su nueva vida entre olivos centenarios, Copla recuesta la cabeza contra su brazo. “Es celosa y posesiva”, advierte, y le deja frotar el hocico sobre su pecho.

Igor y 'Copla', la burra “celosa y posesiva” que es la reina de La Sierrazuela.

“Tengo toda la intención de que Copla me acompañe este año al Rocío”. “Las gallinas no cuentan ni se les pone nombre porque se mueren”. “Desde que he llegado aquí no he matado ningún animal, me los como pero no los mato”. Igor ya habla como un cortijero, pero tiene que trabajar más el acento. Ha conseguido una columna en el periódico de Arcos, y en una de las últimas escribió: “Quiero declarar la guerra a las eses, olvidarme de las eses”. “Es que aquí no existen, o se las comen o son zetas”, se explica.

Los libros viajaron con él desde Ibiza, y los muebles con patas de león del salón proceden de un palacio de Jerez que se estaba desmantelando. Pensó en retapizarlos, pero cree que en la casa funcionan mejor tal como están.

Quiere ser uno más en un pueblo que le ha abierto todas las puertas. “De repente les puede parecer raro que viva solo, o en verano les puedo parecer un surfista vestido de cortijero y con tatuajes, pero los andaluces son sorprendentemente abiertos y cosmopolitas, aunque a veces no se lo crean”. El deporte —apenas llegó y se apuntó al club de triatlón de Arcos— y la religión lo han integrado rápidamente a la vida del pueblo. Es miembro de la Hermandad de las Tres Caídas y costalero de la procesión de María Santísima de la Amargura. “El tema de los costaleros…, más allá del dogma hay algo ahí. Yo rezo poco pero medito. El triatlón o la natación de larga distancia son muy meditativos, pasas muchas horas solo, el deporte es una meditación en movimiento”. Tampoco ha sido deportista toda la vida, Igor se entregó al deporte después de la pandemia.

Un caballo de madera y un tapiz antiguo del salón de La Sierrazuela.

Está acostumbrado a cambiar de vida con cierta frecuencia, estudió Interpretación en Nueva York y luego Derecho, ha publicado dos libros y ahora se dedica a hacer autosuficiente un cortijo. El año pasado sacó de sus olivos 5.500 kilogramos de “un aceite bueno” y, dice, es el dinero más honesto que ha ganado. “Vendo una botella de aceite con más orgullo que un libro”.

A la sombra de un olivo gigante, La Sierrazuela se presenta como una casa “para recibir amigos”. “Menos en Semana Santa porque soy muy capillita”.

Su reto ahora es conseguir que la casa, como todo buen cortijo, sea autosuficiente. Próximamente funcionará en La Sierrazuela una residencia para escritores y artistas y un retiro entre temporadas para atletas. Desde La Sierrazuela se puede montar a caballo, o coger la bicicleta para ir al pueblo, hacer senderismo o trekking, ir al lago a practicar paddle surf o al mar a hacer kite surf. También se puede hacer vida de cortijo con Igor, alimentar a Copla y cepillar el pelo a Etrusca, pero —y lo pone muy claro Igor en el anuncio de Airbnb— si no te gustan los animales no vayas a La Sierrazuela. “Este lugar es suyo, están aquí y hay que respetarlos”.

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Sobre la firma

Karelia Vázquez
Escribe desde 2002 en El País Semanal, el suplemento Ideas y la secciones de Tecnología y Salud. Ganadora de una beca internacional J.S. Knigt de la Universidad de Stanford para investigar los nexos entre tecnología y filosofía y los cambios sociales que genera internet. Autora del ensayo 'Aquí sí hay brotes verdes: Españoles en Palo Alto'.
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