Marsella, el laboratorio de la guerra contra el nuevo narcotráfico que desafía a Francia
La segunda ciudad más poblada y antigua de Francia se ha convertido en un símbolo de la lucha contra la violencia y el tráfico de drogas, tomada en su zona norte por nuevas bandas criminales que importan sus métodos de los carteles sudamericanos


El más joven, rostro oculto bajo un pasamontañas negro de lana deshilachada, viste un chándal verde y unas chanclas con calcetines azules. El otro, una braga que le cubre hasta la nariz y unas viejas gafas de esquiar con cristales de espejo fucsia. Ninguno tiene más de 14 años. Ambos llevan un walkie-talkie amarillo, que vibra a cada segundo. Pasadas las tres de la tarde, como si fueran policías, dan el alto a una Ford Transit blanca de un vecino de Malpassé, uno de los barrios marselleses de la periferia norte. Los chicos obligan al tipo, un padre de familia que regresa del trabajo, a abrir las puertas de su furgoneta bruscamente. “Rápido, va. ¿Qué llevas ahí?”, le gritan mientras el conductor hace un gesto de resignación. Uno de ellos mete la cabeza dentro y luego autoriza a través de la radio portátil la entrada del vehículo, que zigzaguea entre los bloques de hormigón y los neumáticos colocados para impedir el paso a curiosos y policía.
Malpassé (mal pasaje en francés) es uno de los barrios del norte de Marsella, la zona más degradada de la ciudad que desde hace años controlan las bandas de narcotraficantes, recuerda dando un paseo Samir Messikh, hijo del imam de Les Cèdres (junto a este barrio) y una autoridad moral en la zona, lo cual le permite hacer de cicerone e intentar recoser heridas sociales con iniciativas como talleres de cine, literatura o deporte. Sus vecinos heredaron estos apartamentos, amontonados en enormes bloques de hormigón, en un estado deplorable. Fueron construidos para la primera o segunda generación de inmigrantes llegados a Francia tras la descolonización de Argelia. El barrio lo habitan ahora los hijos de aquellos, junto a un contingente de etnia gitana, que también padecen la situación actual. “No podemos más, es un infierno. Mira esos chavales”, protesta Marie, una vecina, señalando a uno de los vigilantes de las entradas a la cité (como se llaman estos barrios de vivienda social). Un coche de la policía pasa por delante. Los agentes ni siquiera miran el checkpoint de los camellos. Hay unas reglas. Pero no son las mismas que en el resto del mundo.
Marsella, un laboratorio donde se han mezclado gran parte de los fenómenos sociales más relevantes de la Francia actual, es hoy una ciudad partida por la mitad: un norte pobre, los llamados quartiers nord, y un sur, relativamente rico. Dos mundos que apenas se mezclan excepto en algunos lugares que ejercen de zona franca, como el Velódromo, el estadio del Olympique de Marsella, patrón oficioso de la ciudad y batidora de emociones y reconciliación. Aquí, especialmente dentro de dos días, cuando se jugará el derbi contra el PSG, coinciden todos los protagonistas de esta historia, que normalmente se persiguen o se evitan: policías, políticos, narcos, ultras, comerciantes, familiares de víctimas de homicidios.

La Castellane (el barrio donde nació Zinedine Zidane), La Paternelle, La Savine, Les Rosiers o La Bricarde. Durante un tiempo han sido territorios inexpugnables para la policía o para quien no fuera a comprar droga. Pero en los últimos años, dos bandas rivales libraron una sangrienta guerra que dejó casi un centenar de muertos: la DZ Mafia (DZ se refiere a la palabra Argelia en árabe y en lenguas bereberes) y Yoda. El resultado fue la desaparición de los segundos (Félix Bingui, su líder, acaba de ser extraditado desde Marruecos) y una cierta pacificación de sus viejos cuarteles generales. Duró poco. A mediados de 2023, la sangre volvió a correr en la calle y murieron 49 personas por heridas de bala en una ciudad portuaria tan orgullosa de sí misma como herida por una criminalidad mutante que ha multiplicado por 10 el tráfico de cocaína en Francia y la martiriza desde hace décadas. Marsella es también ahora el símbolo de la lucha contra el narcotráfico que libra el país, y cuyo impacto ha tenido ya respuesta en las últimas semanas por parte de dichas organizaciones con ataques a distintas cárceles.
Toda aceleración tiene un punto de inflexión. El miércoles 2 de octubre de 2024, un chico de 15 años se presentó en el distrito tercero de la ciudad francesa de Marsella, en el barrio de Félix Pyat, junto a la estación central y el más pobre de la ciudad, para tratar de intimidar a un grupo de los Blacks, una banda de narcotraficantes que emergió tras la caída de los Yoda. Le habían prometido 2.000 euros por disparar en la puerta del domicilio de uno de ellos, prenderle fuego y grabarlo para colgarlo en las redes. Una provocación. No tuvo tiempo ni de sacar el arma. Lo apuñalaron 50 veces y luego lo quemaron, todavía vivo, en un contenedor. Pocos días después, un chaval de 14 años recibió el encargo de asesinar a uno de esos traficantes para vengar su muerte. Cuando llegó al punto específico, pidió al conductor de Bolt, plataforma de VTC, que lo esperara. Al escuchar su negativa, le disparó en la nuca con una Magnum 357. Nessim Ramdane, vecino de unos de los barrios del norte, futbolista amateur de 36 años que conducía ese taxi para sacar adelante a su familia, murió en el acto.

Los dos crímenes fueron concertados por la misma persona desde la cárcel de Luynes, cerca de Aix-en-Provence. Simplemente hubo que anunciarlo a través de una red social y prometer cantidades que jamás soñarían trabajando. El ofertante, de 23 años, condenado por asesinato, aseguró a la policía que era miembro de la DZ Mafia. Una declaración que provocó un hecho inédito en la historia del crimen marsellés. Un día después se publicó en la Red un vídeo grabado en el que una decena de miembros de dicha organización se desmarcaba del crimen y desmentían a la prensa y al fiscal. Como una banda terrorista, aparecían con la cara tapada detrás de una mesa con una sábana donde se leía DZ Mafia. “El chico de 14 años asesinado, así como la utilización de un taxi para cometer un crimen, no tienen nada que ver con nuestros métodos. Tenemos suficientes hombres, vehículos y medios para actuar si nos vemos obligados. Esperamos que la verdad sea restablecida”, explicaba un hombre con la voz manipulada. Limpiar la marca, mostrar poder. Pero, sobre todo, desafiar al Estado.
En la comisaría central de la policía, junto al puerto, no dan abasto. Mientras la brigada de asalto, los CRS, por sus siglas en francés, prepara una operación en una de estas favelas verticales de la ciudad en la que los acompañará El País Semanal, Philippe Frizon, comisario general y jefe de la policía judicial de Marsella, desgrana la situación y apunta directamente a la DZ como elemento disruptivo. “Irrumpió de un día para otro y se inspira en lo que ocurre en Bélgica o Países Bajos con la Mocro Maffia [una de las organizaciones criminales más poderosas del mundo]. Además, la DZ también mimetiza elementos de lo que ocurre en México y Sudamérica”. En esta lucha diaria, la policía y la justicia siguen logrando avances. Pero la evolución de esta mafia es muy rápida. “Es un fenómeno amplio. Bajo ese nombre operan muchos narcotraficantes que están en prisión, en territorio nacional o en el extranjero. Es publicidad, una marca para aglomerar acciones, en parte en Marsella, pero también en otras zonas de la región o limítrofes. Investigamos ahora su vínculo con organizaciones extranjeras”, revela preocupado.

Frizon considera exagerado comparar Marsella con México, tal y como sí aventuró la comisión del Senado que investigó la cuestión en 2024. A nadie le gusta evocar esa idea de la ciudad, la cuarta más visitada por los turistas en Francia. Pero, al final, encuentra algunos paralelismos. “Desde 2020 hemos visto actos demasiado graves de tortura, barbarie, gente que era víctima de ajustes de cuentas salvajes, mutilados en garajes, quemados vivos… Los que participan en ese tipo de actos se inspiran en lo que pasa en Sudamérica, y usan nombres de carteles en sus redes encriptadas. El problema es que muchos de estos procesos comienzan en la cárcel, un lugar central de operación en materia de narcobanditismo [un término acuñado en Francia para hablar de la violencia creciente causada por el narcotráfico]. La prisión ya tiene las mismas guerras que el exterior”, explica.
Hace dos semanas, durante tres noches consecutivas, una decena de cárceles francesas fueron objeto de ataques desde el exterior. Hubo lanzamiento de cócteles molotov, ráfagas de disparos con kaláshnikov y quema de vehículos oficiales. En algunos casos, en los vehículos calcinados había unas siglas a modo de firma: DDPF (Defensa de los Derechos de los Prisioneros Franceses). Era una cortina de humo. La fiscalía determinó el lunes 5 de mayo que habían sido coordinados desde dentro de el centro penitenciario de Pontet (Vaucluse) por un preso imputado por dos homicidios y vinculado a la DZ Mafia.
La organización, surgida en Marsella en 2023 como resultado de la fusión de muchas otras pequeñas bandas, es hoy casi hegemónica en la provincia de Bouches-du-Rhône y se expande por toda Francia. La DZ, sin embargo, dio un salto de calidad el día que publicó el vídeo en redes sociales desvinculándose del asesinato del chico de 14 años. El Estado comenzó a tomarse muy en serio el desafío. Modificó su acercamiento y tomó medidas internacionales, como la extradición de Bindi y las operaciones en el extranjero, que llegaron hasta España. El ministro del Interior, Bruno Retailleau, situó la guerra contra el narcotráfico en la prioridad número uno —aunque no responda exactamente a la de los franceses— y el actual titular de Justicia ha prometido un nuevo arsenal jurídico que comenzará a tratar a estas bandas como organizaciones mafiosas, con tribunales y dos cárceles especiales para agrupar y aislar a los reclusos más tóxicos, tal y como hace Italia con la Mafia desde que el juez Giovanni Falcone resquebrajó en 1984 su código de omertà con la confesión de Tommaso Buscetta, el primer arrepentido de la organización siciliana.

Pierre-Édouard Colliex, prefecto de policía de Bouches-du-Rhône, el departamento donde se encuentra Marsella, recibe a El País Semanal en su despacho días después del asesinato del conductor de Bolt. La mesa, llena de expedientes, y en la pared, una camiseta del Olympique de Marsella. Colliex explica al comienzo de la entrevista que acudirá al partido del domingo junto a víctimas del narcotráfico y homenajearán al conductor fallecido. Bouches-du-Rhône, apunta, vive algunos elementos novedosos en el crimen organizado. “No son organizaciones piramidales, como la Mafia tradicional. No hay un capo dei capi, si es lo que pregunta. Responden a un funcionamiento basado en redes sociales, muy moderno. Como un McDonald’s: son franquicias. La DZ Mafia aporta el nombre, la imagen, los estupefacientes…, pero hay una relativa independencia de cada uno para actuar. Y, además, se gestiona a distancia, desde otro país o desde la prisión”, señala respecto a uno de los principales problemas de estos grupos. “Las cárceles ya no son suficientemente estancas. Muchos reclusos siguen teniendo comunicación con el exterior, tienen teléfonos, no se cortan las señales… Es una inquietud que tenemos. Los policías trabajan mucho para detenerlos, pero una vez ahí, siguen delinquiendo”, confiesa.
Colliex enumera cambios sustanciales, como la reducción en la edad de los criminales. Y, sobre todo, la entrada en escena de las mujeres, involucradas ya en el narcotráfico, y la deslocalización de los asesinatos. El 3 de mayo de 2023, de hecho, cinco estuvieron involucradas en el triple homicidio cometido en Salou (Tarragona) como colofón al exterminio del clan Yoda por parte de la DZ Mafia, recuerda.

El mismo día de la entrevista con Colliex, El País Semanal acompaña a un grupo de la brigada de asalto de la policía a una operación de desmantelamiento de un punto de venta en una cité del sur. El tiempo no acompaña. Diluvia. Varias furgonetas, motos y coches sin distintivos policiales se reúnen en una gasolinera a unos 500 metros de donde se vende la droga, en la entrada de la cité. Dos policías de paisano controlan desde hace horas, apostados en el techo de uno de los edificios, los movimientos de la organización. Llevan infiltrados en el barrio más de un año. Amaina el cielo y llega la señal esperada.
Las furgonetas salen quemando rueda del área de servicio siguiendo la avanzadilla de las motos, que se abre camino entre el tráfico. Las sirenas azules se iluminan y no pasa más de un minuto hasta que el cortejo llega al punto de venta. Bajan unos 30 agentes, armados y protegidos con cascos, chalecos y rodilleras. Pero ya no queda ni rastro de los camellos. “Idiotas, largaos de aquí”, resuena desde algunos balcones de los edificios que forman el enorme patio central del destartalado complejo residencial. Los agentes buscan rastros de droga con perros, algún tipo de documentación que permita seguir la pista de la organización. Pero no hay nada y el olor nauseabundo de orín y excrementos, repartidos por algunos corredores de los edificios a propósito, confunde a los animales, que van de un lado a otro desorientados. La banda tiene también sus vigías, más y más rápidos que los de la policía, y han permitido la huida. “En cuanto nos vayamos, volverán a montarlo todo. Es desesperante. Pero así es nuestro trabajo. No pararemos”, lamenta Didier (nombre figurado), uno de los agentes de la operación, empapado por las tres horas que ha estado bajo la lluvia.

Los sindicatos de policía piden más medios. Más apoyo. “Nos enfrentamos a un fenómeno de ultraviolencia, pero no nos sorprende. Lo vemos cada día, llevamos viéndolo mucho tiempo. Estos jóvenes están desamparados, son menores no acompañados, que se convierten en carne de cañón de las mafias para hacer este tipo de trabajos: desde vender droga hasta, ahora, asesinar”, denuncia Rudy Manna, jefe del sindicato Alliance, sobre los últimos reclutamientos de las bandas. “Hace 25 años que trabajo como policía en Marsella y nunca había visto esto. Antes había unos códigos, delincuentes que habían vivido y les daban cierta importancia. Pero la vida para un niño de 14 años, que tiene los padres en la cárcel y que solo se relaciona con el mundo a través de los videojuegos y redes sociales, no tiene ningún valor”, apunta. “Tienen ya más recursos que nosotros: dinero, medios, tiempo, infiltrados corruptos. Yo digo siempre: ellos juegan en la Champions y nosotros en Segunda División. Y así es complicado ganar el partido”.
La violencia se vuelve más cruda y continuada con el tiempo, pero la perspectiva de los hechos explica algunas cosas. El 21 de octubre de 1981, dos pistoleros a lomos de una moto de gran cilindrada cosieron a tiros al juez de instrucción Pierre Michel en un bulevar de Marsella. El magistrado, conocido como “el Eliot Ness francés”, mantenía una obstinada cruzada contra la mafia del narcotráfico en Marsella y, en particular, contra uno de los grandes capos del negocio, Gaëtan Tany Zampa, de origen italiano. Eran los tiempos en los que Marsella era el laboratorio de la heroína que se distribuía en EE UU, una suerte de hub internacional conocido como la French Connection (igual que la película de William Friedkin protagonizada por Gene Hackman). El puerto, la situación central en el Mediterráneo y una configuración urbanística y social siempre fueron un imán para la delincuencia. El problema es que, desde entonces, la situación solo ha empeorado. También a causa de la pobreza y del envejecimiento del entramado de la ciudad construido para alojar a los ciudadanos procedentes de Argelia. El alcalde de Marsella, Benoît Payan, declinó participar en este reportaje para comentar este y otros aspectos relativos a la realidad actual de la ciudad.

Marsella, segunda urbe más poblada del país con 850.000 habitantes, tiene 41 barrios en los que la mitad de sus habitantes pueden considerarse pobres. Francia establece el umbral de la pobreza en unos ingresos mensuales inferiores a 1.216 euros para quien vive solo y 2.554 para núcleos familiares. En los barrios llamados QPV, por las siglas en francés de Barrios de Prioridad de la Ciudad, la media de ingresos no alcanza los 1.000 euros. La mitad de esa población no tiene ninguna diplomatura ni estudio superior. Y muchos de esos ciudadanos viven —o malviven— en las cités,barrios artificiales estructurados alrededor de gigantescos bloques de apartamentos de pésima calidad donde se hacinan las familias y cuyas entradas y salidas, con frecuencia, controlan las mafias.
El problema, como buena parte del gran debate sobre la nueva Francia, echa algunas de sus raíces en el proceso de descolonización, tan desastroso como el que dio pie al control de territorios fuera del país años antes. El 90% de los pisos de protección oficial se construyó entre 1962 —fecha de la independencia de Argelia— y 1975. En 10 años se produjo casi todo el alojamiento social siguiendo un mismo modelo y con organismos regionales que no estaban preparados para gestionar esos enormes complejos y que terminaron privatizados. El sociólogo Pierre Michel analiza los motivos. “Se hizo en ese periodo porque el Estado financió ese alojamiento para albergar a repatriados que volvían de Argelia. Marsella tenía muy poca vivienda social, y cuando se financió por el Estado, lo produjo de forma masiva, pero sin nadie que lo gestionase de forma racional. Algunas se renovaron bien, pero la mayoría no. Hoy nos enfrentamos a un tipo de cité obsoleta, una vieja utopía que nadie ha sabido gestionar”, explica.

Kamel Guemari, el hombre que lideró toda aquella rebelión y convirtió este lugar en un milagro social después de haber trabajado en el antiguo McDonald’s más de 20 años, es una especie de Virgilio capaz de transitar los distintos mundos que conviven en Marsella. Conoce como nadie el infierno. “En vez de gritar, hemos intentado recuperar el control de nuestro destino. Lo que puede mejorar este lugar es el trabajo. Hay muchos hogares con los frigoríficos vacíos. Y el hombre es un animal que intenta por todos los medios llenar el estómago”, señala refiriéndose al inexorable camino hacia la delincuencia de muchos jóvenes sin oportunidades.

El Après M tiene hoy 80 asalariados. Se trata de un trabajo temporal, para salir del agujero, para aprender y entrar en el mundo laboral. Hay gente de todo tipo. También una refugiada ucrania o colaboradores que conocen bien las calles y sus trampas, como Fehti: cinco balazos, varias cuchilladas y una sonrisa de oreja a oreja. “En Marsella hay que adaptarse. Yo soy muy bueno, pero con el tiempo me he regulado. Algunos te respetan si eres amable, otros te toman el pelo. Hay que devolverle a la gente lo que te da. En Marsella, si no te adaptas, estás muerto”.
La mayoría de las veces, sin embargo, la adaptación puede ser una cuestión relativa. Esa misma tarde, tres familiares de víctimas de la violencia del narcotráfico toman un té en una plaza junto al Puerto Viejo. La asociación de la que forman parte ha decidido no distinguir entre fallecidos inocentes o implicados en el narcotráfico. La mayoría son niños que las bandas extraen de sus hogares con la promesa de unas cantidades de dinero que sus padres no ganarán ni doblando turno siete días a la semana. “Las víctimas cada vez son más jóvenes. También los asesinos. Son más influenciables, tienen menos problemas legales… Imagina, un niño cuyos padres están en la cárcel. Se encuentra a la deriva, le ofrecen una gran suma de dinero. Pero son niños y muy débiles. Tienen que ser juzgados, claro, pero son carne de cañón para esas mafias”, denuncia Laetitia Linon, de 43 años y tía de Rayanne, un chico de 14 años asesinado en un ajuste de cuentas en el barrio de Marronniers, en la zona norte.

Las mujeres, madres, tías o parientes de las víctimas, creen que hay muchas causas que explican el aumento de la violencia. Pero una se encuentra en el bolsillo de todos los chicos. “Tiene que ver con las redes sociales, claro. Con vivir a través de una pantalla. Esto es Francia, país de los derechos humanos, pero vivimos como en una favela. Y el problema es que muchos piensan que exageramos, y eso significa que lo han normalizado. Nos hemos acostumbrado a la ultraviolencia. Aquí hemos visto de todo, hemos tenido que limpiar sangre, vísceras de nuestros familiares. Le hablo de niños pequeños”, insiste Laetitia ante el silencio de Atika Sadani y Anita, sus compañeras.
El sufrimiento que inflige esta extraordinaria ciudad a determinadas personas es enorme. Pero en la herida prevalece todavía un orgullo genuino e identitario. Las tres responden a la vez a la pregunta de si se marcharían a otro lugar si pudieran. “¡No! De ninguna manera. Esta es nuestra ciudad, ellos son los que deben irse. Que busquen soluciones. Hay familias que no lo soportan y terminan marchándose, no los juzgo. Pero no pensamos irnos. Marsella es nuestra casa”.
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