Antonio López: “Madrid se ha pintado poco y tarde”
Es el gran pintor de Madrid. Nos citamos con él en su estudio del distrito de Chamartín para hablar de una urbe que ha pisado tanto como ha pintado, desde la humanidad de su extrarradio hasta la irrealidad que exuda la Gran Vía


Los balcones han sido una revelación iniciática en el caso de Antonio López (Tomelloso, 89 años). Plantarse en las aceras, una declaración de intenciones. Con las ventanas abiertas de su casa de infancia manchega comenzó a intuir que le atraía el exterior de sí mismo más que las tribulaciones interiores para pintarlo desde cierta altura. Lo hizo primero en su pueblo natal, con un primer cuadro de la calle de Carboneros, que aún conserva y del cual no se va a deshacer nunca, dice, “si es posible…”. Después continuó esa senda como estudiante en la pensión madrileña de la calle de la Independencia que daba directamente a la plaza de Isabel II, en Madrid, cuando se trasladó a la capital para estudiar Bellas Artes. Pronto quiso bajar con el caballete y los pinceles al asfalto. Pisarlo, mirar desde allí, dejarse empapar por el aire, aunque estuviera contaminado y por el milagro de los enigmas de una luz tan esquiva como cambiante.
Lo hizo a conciencia y pronto. “Tuve la suerte de intuir cuáles eran mis temas como artista desde muy joven. Y, aparte del cuerpo humano, el hombre, la mujer, los niños, los árboles, las flores, uno fundamental era la vivienda y, otro, la ciudad”.
A partir de ahí, la quiso captar de manera obsesiva. Primero Tomelloso, después Madrid. Hoy es, sin duda, el pintor de la capital, su cronista en imágenes plásticas, su mejor aliado en los lienzos, el amante en color que la urbe anduvo esperando largo tiempo. Quien más a fondo la conoce, el que con más mimo la ha tratado. “Es una ciudad con un riquísimo contenido, el de su gente, pero una digna modestia”, asegura.
Lo dice en la casa donde habita con estudio cercano a Chamartín, empapados los membrillos —sobre todo el que retratara en su película Víctor Erice—, los limoneros y olivos en su jardín, un día de abril con lluvia. Allí sabe guiarnos entre un laberinto de telas, escayolas, pinceles secos que apuntan al cielo, espátulas cansadas y caballetes expectantes siempre de servicio, trazos verdosos en el suelo para delimitar su posición correcta a la hora de pintar y rayas en la pared a la altura de sus ojos para marcarle sin tregua la perspectiva. Él nos recibe ataviado con su atuendo marcado a borbotones discretos de pintura, la mirada fija y las palabras exactas para expresar la concreción de lo que persigue y la mística del oficio que guía sus manos.
“Madrid se ha pintado poco y tarde”, a su juicio. España, como tema de paisaje, también. Eso, para él, lejos de ser un inconveniente, ha supuesto su principal ventaja. Tenía todo el carril para explorarlo a fondo. Un maestro precedente al respecto fue Aureliano de Beruete (Madrid, 1845-1912), dice López, aunque en otros lugares del país también destacaran figuras como Sorolla o su tío, Antonio López Torres, quien lo inició a él en el arte desde niño.
Hacerlo como se debe, según el creador, es decir, al natural, a campo abierto, in situ, se terciaba imposible antes de los impresionistas. “No se habían inventado los tubos y no podías trasladar nada a ninguna parte”. Pero aquel arrojo duró poco. “Luego vino la modernidad y la vanguardia con sus nuevos lenguajes y, entre ellos, no estaba el paisaje ni la naturaleza”. Aun así, Madrid no tuvo antes esos pintores que emularan el impulso de otros maestros del norte de Europa, como Durero, su primer gran referente en ese sentido; los hermanos Van Eyck, Vermeer y sus vistas de Delft o, ya en el sur, Canaletto entregado a Venecia.

Como López es hijo del eclecticismo y lo disfruta, se ha convertido en el gran paisajista urbano de nuestro tiempo a placer. Para eso tuvo que vencer desde muy temprano cierta timidez a plantarse con toda la parafernalia de un pintor en la calle: “Es que resulta violento”, admite. Lo fue cuando comenzó a concebir el ya legendario cuadro de la Gran Vía en el cruce con Alcalá. Lo empezó en 1974. “Vivía Franco”, recuerda. Y lo terminó en 1981. Es, por tanto, quizás, la obra maestra en silencio y con las aceras vacías de la transición democrática. Una metáfora de aquella tensión expectante acaso sin que él lo pretendiera. No le costó encontrar la mejor perspectiva, aquella isleta en la intercesión de ambas avenidas: “Se divisaba todo el comienzo de la Gran Vía de forma maravillosa, no había otro sitio, anduve merodeando, encontré la forma de colocarme, a lo mejor no siempre lo consigues, pero creo que fue el punto exacto”.
Trabajó en verano, por las madrugadas. “Me cuesta levantarme temprano, pero me gustaba tanto la experiencia que hice ese esfuerzo. Había días que no era capaz de plantar el caballete y me volvía a casa. Me resultaba muy violento, lo era el hecho de estar allí, debía superar esa primera dificultad. Ahora, si lograba colocarme con la luz justa, me enganchaba y me quedaba atrapado por esa cosa tan extraordinaria, por el lugar, por esa calle con alturas parecidas, muy contaminada también”.
Ya nunca abandonó aquel lugar, quiso pintarlo de nuevo después desde el amanecer en altura y continuar hasta el atardecer en la plaza de España, donde le dejaron un balcón no muy alto en la Torre de Madrid. Allí captó el último rayo de sol. Siguió de este a oeste en siete cuadros con distintos ángulos de la Gran Vía en más series. Hoy continúa su experiencia en Callao con un nuevo intento, una nueva visión de su arteria obsesiva. “La Gran Vía es algo irreal, no una calle para vivir. Para mí representa un fenómeno de formas vistas desde arriba con la luz del verano, me impresiona mucho, se produce una sensación muy onírica, irreal. Voy a continuar estos próximos meses ahí, desde primeros de mayo hasta septiembre, ese es el tiempo ideal para abordar ese tema”, explica.
No rematará esta vez en la plaza de España. “Lo han cambiado ya y no puedo seguir. Muchas de las ideas que he empezado a elaborar sé que no las voy a continuar, cambian las cosas y cambias también tú. A mí me resulta muy fácil comenzar, pero me canso a veces porque no voy a encontrar modelo, porque me voy a aburrir, pero no me importa”.
Lo que sí terminará sin duda es su visión a 360 grados de la Puerta del Sol. “Es un tema que me ha interesado desde hace mucho tiempo, pero siempre que he empezado había obras. Mala suerte. Ahora han parado y, por fin, lo estoy pintando. Me coloqué en la mitad medida en pasos. En el punto exacto entre las calles de Carretas, Alcalá, Arenal y Mayor. Casi enfrente del edificio de la comunidad”.
Tiene sus inconvenientes la ubicación. Algunos transeúntes le reconocen y le piden su selfi o le felicitan. La concentración se hace difícil y a veces se improvisa un taller artístico con todo un maestro viviente sin que él suelte prenda, pero de sobra elocuente por el privilegio meramente azaroso de poder observarlo. Muchos hacen corros para curiosear sin fin. Otros meten la pata, como algún guardia que le ha pedido los permisos en un exceso palurdo de celo, pese a las advertencias de quienes le conocían de sobra, conscientes de que cometía algún atropello o, como mínimo, un error.
Pero el artista no ceja. Conoce y asume los riesgos. Sol le atrae precisamente porque López ve ahí el punto neurálgico sin pretensiones de una gran ciudad. El gran símbolo de una humildad señera. “Lo han ido moviendo para crear espacio, para hacer sitio con entradas y salidas a 10 calles. Es algo que me resulta muy familiar y también un misterio. No parece gran cosa. Urbanísticamente, la escala es modesta, pero es que Madrid, en la distancia, ha sido casi siempre así: “No había nada que destacar, ahora sobresalen las torres del final de la Castellana. Todo lo demás lo vas reconociendo con dificultad, pero, a mí, esa masa amorfa de edificios que lo cubren me resulta muy emocionante”.

Es España…, dice: “Nuestra alma, lo que hemos hecho nosotros. No hay vanidad, insisto. Y me gusta, claro que me gusta. Aunque ahora empiezo a notar que nos hemos vuelto más estilosos y eso no me atrae tanto, aunque si lo ves, lo retratas. Espero que no sigamos por ahí, supone una mezcla de soberbia, vanidad, ignorancia y tontería. Ay, qué pena…”.
De todas formas, siempre le quedará a López el extrarradio, al que también ha sido fiel. Por ejemplo, con sus incursiones en Vallecas. “Me parece que guarda una gran belleza. Sencillamente porque lo ha hecho el hombre y ahí vive gente. Puede no ser el Partenón, solo un núcleo sin pretensiones, pero bello precisamente por eso, porque lo habitan personas. No se trata de algo decorativo. El pintor no elige las cosas feas, sino el mundo real, la vida, ¿dónde está? Por allí, por esos lugares a los que sigo yendo o por otra zona que he descubierto recientemente y estoy pintando también: se llama La Fortuna, está pasados los Carabancheles, antes de Leganés, otro lugar modesto”. Un distrito con suficiente entidad como para que haya decidido captarlo al milímetro. “Con la fuerza del detalle, que para mí es muy cautivador, el divino detalle del que hablaba Nabokov”. Una filosofía que da lugar a un método que requiere rigor científico de microscopio, aun a riesgo de que le califiquen de hiperrealista… “Sí, vale, no estoy de acuerdo. El hiperrealismo es un movimiento muy concreto. Pero tampoco vas a protestar por esas cosas”.
Hacia esos barrios se lanza, consciente de ensalzar un modo de vida en el que pocos se fijan para elevar a categoría de arte y llevarlo como tal un día a los museos: “Madrid está hecho por una sucesión de generaciones, tallado como una gran escultura, por capas. Es un espacio por la supervivencia que no tiene la vanidad de París o Nueva York, y a mí ese tono discreto me gusta, enlaza con la vida, con lo que nos cuenta Baroja en La busca o la obra de Galdós. No ha existido a ese nivel un Galdós de la pintura en Madrid, pienso que se tenía que haber hecho más y antes. Para empezar porque tiene, además, un valor documental muy grande. Pero no ha sido así. Velázquez vivió aquí, pero no se le ocurrió pintar una calle, algo que sí hizo en Roma. ¿Por qué? No lo sé. El caso es que acometió otras cosas muy bien y ya está: no hay que pedirle tanto. Goya apuntó detalles en ese sentido, pero tampoco Madrid fue su gran tema”.
Habla de dos artistas que retrataron en su día la corte. A él también le encargaron un cuadro de la familia real que anda ya colgado en palacio. “Una obra así, si no te la encargan, no la empiezas”. Tuvo su controversia. El tiempo que tardó en rematarlo: algo más de 20 años. Se lo pidió Patrimonio Real en 1993 y lo entregó en 2014. “Lo dejaba, lo cogía, cuando tardas tanto, te alejas del cuadro largas temporadas… Si no lo veía claro, lo abandonaba. Luego me llamaban para interesarse. Pero se portaron muy bien. Me dejaron a mi ritmo. No me decían nada, pero se interesaban. Lo llevaba al palacio, lo traía aquí, ha sido la pintura que más he movido de un lado a otro y finalmente lo terminé allí, donde está expuesto”.
No se libra de polémicas terrenales, pero tampoco celestiales. Como otro encargo que le hizo la Iglesia para la catedral de Burgos. Tres puertas que está a punto de rematar y que ha sido la primera obra de arte sacro que ha firmado en su vida. “Cuando las acabemos, las enviaremos allá. No sé si voy a ir yo, una vez entregadas, que hagan lo que quieran. Lo que pretendo es dejarlas bien. Para mí es el primer trabajo explícitamente religioso que he realizado y me ha gustado, claro. En esas puertas creo que anda disuelta toda mi obra. El fondo de mi sensibilidad y mi espiritualidad está ahí, pero también en todo lo que hago”.
Ha sido un reto consciente de que quedará para siempre cuando sabe que el arte religioso vive una profunda crisis desde hace tres siglos: “Simplemente porque creemos muchísimo menos que quienes hicieron Notre Dame, con los demonios arriba, en las terrazas, mirando París, y eso influye en todo… El arte religioso es el arte total, todos los talentos han sido convocados por él, en la arquitectura, la escultura, la pintura, la música, la literatura. El gran tema ha sido Dios, y los dioses, el principal motivo. Ahora nos hemos quedado en el cuarto de baño y no pasa nada porque prima la individualidad del artista a la hora de elegir lo que hace, y eso es una ventaja también”.

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