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En las abadías de York: Bolton, Fountains y Kirkstall, las ruinas que sedujeron a Turner

El paso del tiempo, el Romanticismo y el bucólico paisaje que las envuelve han hecho de estos enclaves los lugares más visitados del condado

Abadías de York

En el condado de York se suceden ruinas de abadías que por belleza, más que por tamaño, evocan al templo camboyano de Angkor. Conservan sus respectivas estructuras, muros, columnas y los marcos de las ventanas y de las vidrieras de las iglesias. Faltan los cristales, el mobiliario y los techos, que han sido sustituidos por el vacío y el cielo. Es lo que queda de unas antiguas abadías fundadas en el siglo XII por monjes agustinos, benedictinos y cistercienses, que sufrieron invasiones de los escoceses, malas cosechas, una pandemia de peste negra en el siglo XIV y que tuvieron que abandonar en el XVI por una disolución monástica ordenada por Enrique VIII. Rey que quiso divorciarse y que necesitó los bienes de aquellos monasterios para sanear las arcas reales y al que le vino muy bien la revuelta protestante de Martín Lutero contra la iglesia Católica.

Desde entonces y hasta el siglo XX pasaron de ser abandonadas y expuestas al clima británico, a ser adquiridas por la corona inglesa, nobles particulares y entidades benéficas, que poco a poco las restauraron y las habilitaron para el disfrute de la gente.

El aspecto actual que lucen las abadías de Bolton, Fountains y Kirkstall a uno le hace pensar que han sido bombardeadas hace un rato. La cuidada hierba que hace de suelo en las naves de las iglesias descapotadas y en los minimalistas claustros, en cambio, está en perfectas condiciones para jugar al criquet, al rugby, al fútbol e incluso para practicar ese golpe de golf denominado putt. Las tres se localizan en un valle, junto a un río, su perímetro está vallado y el acceso controlado mediante el pago de una entrada.

Desde el romántico siglo XVIII esas piedras y el paisaje en el que se encuentran han atraído a aventureros e inspirado a artistas del pasado y el presente: J.M.W. Turner, John Sell Cotman, Thomas Girtin, David Hockney, etcétera. Los que hoy las quieran visitar lo pueden hacer en coche en un recorrido de unos 170 kilómetros que discurren entre Mánchester y Bradford por carreteras secundarias desde las que se ven muchas ovejas y patrimonio industrial. Fuera de esta ruta queda la abadía de Tintern, en el galés condado de Monmouth, a orillas del río Wye, uno de los primeros cuadros que pintó Turner en 1794.

El paisaje como obra de arte

El padre de Turner era barbero y en su negocio colgaba los dibujos que hacía su hijo. Decía a sus clientes a medio afeitar que iba a ser pintor. Hoy se le conoce como el maestro del Romanticismo, el pintor de la luz, y se dice de él que es el artista que mejor capta los estados de ánimo de la naturaleza. Para plasmarlos en sus cuadros, estudió, observó, experimentó con los colores y sacrificó su vida personal a la pintura. Ni se casó ni tuvo hijos. Turner, que nació a orillas del río Támesis en Londres en 1775, aprovechó su estancia anual en la residencia que tenía uno de sus mecenas, Walter Fawkes, en Farnley, entre Leeds y Bradford, para recorrer el condado de York y dibujar cientos de bocetos al aire libre que después convirtió en acuarelas y óleos en su estudio londinense. Bocetos que se pueden ver en la Tate Britain.

El de York es un paisaje salpicado de ciudades, pueblos, castillos, iglesias y ríos, motivos bucólicos que se suman a otros más agitados y muy presentes en la obra de Turner: tormentas, avalanchas, neblinas, amaneceres, atardeceres, el juego de luz sobre el agua, el resplandor del cielo, incendios, naufragios y marejadas. Escenas en las que siempre hay una pequeña presencia humana supeditada a los elementos. Representación gráfica y artística de la infructuosa lucha del ser humano contra las fuerzas de la naturaleza. Los paisajes de Turner no son el decorado del cuadro. Son el cuadro y dicen cosas.

Consciente del clima inglés, estableció una rutina de trabajo que consistía en viajar en verano, en carruaje, a caballo y en barco, para dibujar bocetos al aire libre, y pintar en invierno a resguardo en su estudio. Eso no quiere decir que no pintara todos los efectos del clima y del resto de estaciones.

Turner en su vida y en su muerte nunca se alejó del agua. Nació y murió a orillas del Támesis, con vistas al río y al cielo. Las tres ruinas de las abadías que dan vida a la mencionada ruta están junto a un río. Los ríos eran los generadores de energía y las carreteras de aquella época. Los caminos eran pocos, malos y peligrosos. El progreso era más un cuadro, Lluvia, vapor y velocidad, que otra cosa. Al artista le llamaron tanto la atención las misteriosas ruinas de la abadía de Bolton como el Wharfe, río que pasa a su lado. Junto a ellas hay un antiguo cementerio de lápidas inclinadas que simulan pequeñas torres de Pisa. Turner las dibujó desde diferentes puntos de vista, a través de los árboles y a orillas del río. Río arriba se suceden el Valle de la Desolación y The Strid, donde el agua se abre paso a través de las rocas, fenómeno geológico que a Turner le fascinó. Pasado esa especie de torrente de sentimientos y emociones se encuentra la torre Barden, que también inmortalizó.

De la abadía de Bolton a la de Fountains hay unos 30 kilómetros de distancia. Turner la visitó antes de que el ferrocarril pasase por Ripon y la acercase a la gente. Las ruinas son de las más grandes del país. Se encuentran a orillas del Skell, precedidas por una casa señorial de estilo isabelino. El agua de dicho río, los monjes que levantaron todo este conjunto religioso e industrial la canalizaron, la hicieron corriente y su vida ganó en calidad. Dinero ganaron, sobre todo, con la producción y exportación de lana que obtenían de las ovejas. Con las ganancias pagaban los gastos del día a día, la construcción y reparación de edificios y atendían a los pobres y a la gente de paso.

Hoy son los turistas quienes se adentran en el interior de estas ruinas laberínticas y juegan a identificar los puntos desde los que las dibujó Turner. Uno de ellos se encuentra donde la nave principal de la iglesia hace la cruz, justo en frente de una torre. Acuarela en posesión de un coleccionista privado. Aunque impacta más ver que el suelo de esa nave descapotada es una capa de hierba cortada al ras con el aspecto de una piscina olímpica de unas cuatro calles. Esa misma nave central, a la altura de su entrada principal, se comunica con el cellarium, un gran espacio alargado de techo bajo arqueado que en su día era la despensa. A través de sus ventanales se ve lo que queda en pie del claustro y el refectorio. En el extremo opuesto, anexo al mismo, se encuentran los retretes. Espacios verticales similares en forma y tamaño a un ataúd y encarados al río. Desde los mismos se ven las construcciones que albergaban los almacenes de lana, la panadería y la cervecería. Dentro del recinto religioso, debajo de lo que era la casa del abad, había una pequeña cárcel. Se conserva el anillo de hierro que servía para mantener encadenados a los presos. La abadía se convirtió en ruinas a raíz de la orden de disolución de Enrique VIII y volvió a florecer a mediados del siglo XVIII cuando William Aislabie, terrateniente y político, la compró para encajarla y completar su jardín acuático Studley Royal. El conjunto que forman está declarado patrimonio mundial de la Unesco desde 1986 y en la actualidad es propiedad de la entidad National Trust.

Las últimas ruinas de esta ruta son las de la cisterciense abadía Kirkstall, situadas a las afueras de Leeds, en un parque a orillas del Aire. Río que hacía las veces de vía de comunicación y de motor para hacer funcionar todo el recinto. Desde 1895 todo el que quiera puede entrar a recorrer estas ruinas. Si se quiere ver la abadía a través de los ojos de Turner hay que ir a la Royal Academy, donde hay cuadros de la misma en acuarela y óleo. En la Tate Gallery están los bocetos que dibujó y después usó para convertirlos en cuadros.

Estas abadías han vivido una historia de picos y valles. Épocas boyantes en lo espiritual y en lo económico, crisis agrarias y pandemias, la disolución, el abandono y un resurgimiento que dura hasta hoy gracias al Romanticismo. Si a J.W.M. Turner estas ruinas hipnóticas le inspiraron para dibujarlas y pintarlas, a otros lo hicieron para hacer una composición fotográfica en la que se ve a una mujer en primer plano y al fondo la abadía de Bolton. El autor de dicho montaje es David Hockney, artista conectado con California, pero que nació en Bradford, en el condado de York, donde piscinas apenas hay.

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