Un rincón parisino para amantes de la arquitectura: en la Ciudad Internacional Universitaria de París
El complejo al sur de la capital francesa, que festeja un siglo de arquitectura monumental, acoge a unos 12.000 estudiantes de todo el mundo y alberga edificios concebidos por Le Corbusier, Lucio Costa o Willem Dudok


Un grupo de filántropos millonarios e intelectuales dio a luz una idea audaz en las postrimerías de la I Guerra Mundial: levantar una ciudad universitaria en París abierta a estudiantes de todo el mundo. Impulsado por el anhelo de superar los años de barbarie, el corazón del proyecto apostaba por la construcción de una sociedad más justa. Cimentada en el pacifismo y la educación. Este año se cumple un siglo de ese sueño bautizado como la Cité Internationale Universitaire de Paris, en el extremo sur de la capital francesa. Y para celebrarlo, sus instalaciones han adornado el campus con carteles que recuerdan su historia, que comenzó con el impulso dado por el magnate alsaciano Émile Deutsch de la Meurthe, quien donó 10 millones de francos para el primer pabellón que alojaría a un centenar de alumnos frente al apacible parque de Montsouris (distrito 14).
La residencia fundacional lleva el nombre del adinerado mecenas. Su diseño, inspirado en los colegios ingleses de comienzos del XX, contrasta con la modernidad de la casa Julie-Victoire Daubié, un cubo acristalado que abrió sus puertas en 2019. A lo largo del siglo transcurrido entre la apertura de estas dos edificaciones han florecido unos 40 pabellones financiados por países de medio mundo —salvo un par de sedes de representaciones regionales francesas—. Y el de China destaca como el más nuevo. Para ello, el Gobierno de Pekín ha invertido 30 millones de dólares en un edificio que alojará a 300 estudiantes.
Se trata de una noticia envuelta en un trasfondo diplomático: es el primer país que se da el lujo de sufragar un proyecto de estas características desde 1969. De cualquier forma, el campus hoy acoge a algo más de 12.000 estudiantes al año en habitaciones que configuran una buena síntesis de las corrientes arquitectónicas desde la I Guerra Mundial. Del uso de ladrillos rojos y yeso al hormigón armado y el metal. De las referencias regionales a las utopías vanguardistas. Un buen punto de inicio para la visita es el Pabellón Suizo, proyectado por Le Corbusier en 1930, e inaugurado en 1933.

The New York Times describía este pabellón así en un artículo de 1936: “Es el edificio más moderno en su tratamiento. Todo el costado sur es de vidrio, cada habitación tiene ducha, ingeniosos armarios y lámparas, y en ocasiones muros de colores”. Por tan solo 2 euros es posible recorrer la planta baja y uno de los 46 alojamientos. En el vestíbulo se despliega un mural lleno de formas cubistas firmado por Le Corbusier. Resaltan una explosión de colores como el amarillo, el verde y el blanco. Mobiliario en cuero negro diseñado por Charlotte Perriand y un futbolín rematan una estancia que resume muy bien una etapa de la arquitectura donde los proyectistas buscaron síntesis y funcionalidad en sus diseños.

Un salto hasta la cercana Casa de Japón remite al visitante a la tradición arquitectónica nipona: una estructura estrecha, con un soportal de entrada en madera y un jardín sutil. La fachada de color gris malva se caracteriza por un trabajo en la estructura de hormigón que evoca las construcciones amaderadas del país oriental. El lugar atesora en su interior dos joyas del pintor tokiota Tsuguharu Foujita: L’Arrivée des Occidentaux au Japon y Les Chevaux. La primera de ellas cuelga en el gran salón y está formada por tres paneles de madera pintados al óleo sobre un fondo de pan de oro. Allí se recrea el primer encuentro entre japoneses y europeos en la isla de Nagasaki. El segundo trabajo, ejecutado con la misma técnica, muestra a cuatro caballos salvajes en un establo samurái. El fondo dorado de las dos obras despliega toda la sutileza y misticismo de las artes tradicionales japonesas. Foujita, acaso el primer gran artista nipón reconocido en París, completó en 1928 los encargos de su amigo Jirohachi Satsuma, entonces director de la residencia. Sin embargo, la temática de su primera propuesta, onírica y evocadora de los combates ancestrales, no convenció a Satsuma. El pintor renunció a la empresa. Pero un año más tarde presentó los paneles que hoy se exhiben.

La avenida Rockefeller, en honor al magnate estadounidense que también patrocinó el proyecto en sus inicios, conduce a la Casa de Brasil. Se trata de una joya en estilo brutalista muy cercana a la célebre Unidad de Habitación de Le Corbusier en Marsella. De hecho, el arquitecto franco-suizo colaboró en su diseño junto al brasileño Lucio Costa tras ser comisionado por el Gobierno de Río de Janeiro en 1952 —la sede de Gobierno se trasladó a Brasilia en 1960—. ¿El resultado? Una mole de hormigón desnudo, cristales tornasolados y algunas formas cóncavas en el mobiliario. La estética modernista europea y la sensibilidad tropical en un edificio de cinco pisos.

El salón de entrada es un buen resumen de lo anterior. Se sabe que el proceso de diseño fue conflictivo para los dos arquitectos. En algún punto, incluso, Costa renunció a la paternidad del edificio debido a las modificaciones impuestas por Le Corbusier. El arquitecto franco-suizo no comulgaba con la línea del brasileño y se encargó de arrinconar parte de su propuesta. Como resultado, los expertos hablan de una “obra desfigurada de su idea inicial”. Sin embargo, el vestíbulo, diseñado para convertirse en el epicentro de encuentro para estudiantes e investigadores, conserva la esencia y el genio de los dos creadores: sus cristales ondulados, su suelo negro empedrado, los buzones de cristal, las luminarias y los muebles mantienen su esplendor.
Otros edificios, como el Colegio Holandés, la Casa de México o la Casa de Irán, convierten el campus en una suerte de Disneyland para los apasionados por la arquitectura. El Pabellón Neerlandés, por ejemplo, es considerado una obra maestra del arquitecto Willem Dudok, uno de los creadores clave del modernismo. Inaugurado en 1938, se asemeja a un transatlántico con amplias ventanas horizontales y una torre de claros visos industriales. Se trata de una joya de fachada color arena en medio de una ciudadela universitaria que nació hace un siglo en medio de profundos cambios urbanísticos. Su desarrollo, además de reconstruir el diálogo entre las naciones, supuso una alternativa, arbolada y silenciosa, para miles de estudiantes abocados durante siglos a los espacios estrechos y sombríos del barrio Latino.

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