Descubriendo la Red de Pueblos Gastronómicos: de Riaza a Mora de Rubielos pasando por Sigüenza
Aldeas rojas, castillos, salinas continentales y campos de cereales antiguos y de trufas jalonan un delicioso viaje en coche por Segovia, Guadalajara y Teruel

Riaza, Sigüenza y Mora de Rubielos llevan ahí tropecientos años, cada cual en una provincia —Segovia, Guadalajara y Teruel— de tres comunidades distintas —Castilla y León, Castilla-La Mancha y Aragón—, aparentemente sin nada en común, cuando de pronto se ponen de acuerdo, se unen a la nueva Red de Pueblos Gastronómicos —por ahora, con 11 miembros— e invitan a los viajeros tranquilos a hacer una ruta extraordinaria por el interior alto y solitario de España.
Recorriéndola, conduciremos 340 kilómetros por lugares que no bajan de los 1.000 metros de altura sin cruzarnos más que con zorros, corzos y algún que otro tractor. Es la España vaciada, sí. Pero no vacía de interés: hay joyas del románico rural, castillos de tiempos del Cid, naturaleza infinita y, para comer y dormir, hoteles y restaurantes que no tienen nada que envidiar a los mejores de la España más turística.
Riaza y sus pueblos de colores
El kilómetro 0 de la ruta es la plaza Mayor de Riaza, una gran explanada de arena rodeada de soportales que en septiembre alberga uno de los cosos taurinos portátiles más grandes de España, con capacidad para 2.500 personas. Antes, en agosto, la plaza Mayor se usa para un montón de eventos, casi todos los que integran el programa Riaza Cultural. Y antes todavía, del 18 al 20 de julio, acogió el Huercasa Country Festival, que este año ha celebrado su décima edición y para el que muchos vecinos y gente de fuera toman clases de baile. Quien quiera venir el año próximo, puede ir entrenando con Esther Bleda (678 72 78 72), que enseña Country Line Dance en la trastienda de su floristería, a tiro de piedra de la plaza Mayor.
En la plaza Mayor de Riaza hay un restaurante óptimo para comer cordero asado en horno de leña, Matimore, y otro más de andar por casa, La Taurina, para hacerlo de menú. Y hay un bazar de toda la vida, el de Pablo Pérez, donde se venden desde botones hasta relucientes cencerros con badajo de madera de corazón de encina. A juzgar por el precio de estos últimos —los hay hasta de 144 euros— deben de ser de Hermès.
De Riaza salimos por la carretera SGV-1111, la que lleva a Santibáñez de Ayllón, atravesando robledales y campos de labor salpicados de pueblos de colores: los amarillos están construidos con cuarcitas; los rojos, con rocas ferruginosas y arcillas; los negros, con pizarra. Todos son pedanías minúsculas de Riaza. En el pueblo negro de Becerril hay seis vecinos, un hotel rural cautivador –La Encantada– y un mirador estelar donde los dueños del anterior organizan pícnics bajo las estrellas. En El Muyo, también de color negro y con solo 10 habitantes, hay una iglesia sin culto con un precioso retablo del siglo XV que fue a Las Edades del Hombre de Segovia, en 2003, y que no supieron encajar en su sitio al devolverlo, según se queja la vecina que lo enseña, Marina Márquez. Y en el pueblo rojo de Madriguera, el más bonito, cuidado y animado —22 vecinos—, está el restaurante La Pizarrera, donde Christian Martínez da un aire cool a lo segoviano de siempre con sus tapas sofisticadas —pan bao relleno de cochinillo y gyozas de cordero lechal— y con su experiencia Los colores que se comen.

Románico, salinas y campos de trigo negrillo
Por el cercano puerto de Grado del Pico pasamos entre inmensos generadores eólicos a la otra cara de la sierra de Ayllón, a la de Guadalajara, para admirar las iglesuelas románicas de Villacadima, de Campisábalos y de Albendiego. Esta última, consagrada a Santa Coloma, fue construida al alborear el siglo XIII con roca colorada, como los pueblos rojos de Riaza, y tiene un ábside semicircular con tres altos ventanales cerrados por celosías de piedra tallada que, más que de canteros, parecen trabajo de encajeras: tan delicada es la labor. Es la perla del llamado Románico Rural de Guadalajara.

También hay románico fino en Atienza, aquella “peña mui fuert” en la que el Cid no quiso entrar, ni hubiera podido, porque era un castillo moro y él entonces cabalgaba pesaroso con solo 12 de los suyos —“polvo, sudor y hierro”—, recién desterrado. Y más románico, en Carabias: la iglesia de San Salvador tiene 22 arcos abiertos a los cuatro vientos, algo insólito en Castilla. Este pórtico desmesurado es (eso dicen) El Escorial de las galerías románicas.
Entre Atienza y Carabias, la carretera atraviesa dos paisajes emocionantes: las salinas de Imón y los campos de cereales de Palazuelos. Explotadas desde tiempos inmemoriales, estas salinas continentales fueron las más importantes de Castilla en la Edad Media: producían el 7% de toda la sal que se extraía en España. Hicieron ricos al obispado de Sigüenza y a la Corona, más de lo que ya lo eran. En cambio, en 1993, como la sal no valía nada, cerraron por deficitarias y empezaron a arruinarse. Salvo el edificio que ocuparon las oficinas y la residencia del administrador de las salinas, que hoy es un bonito hotel, todo lo demás (los almacenes, las norias, los recocederos, las albercas…) se ha ido perdiendo y desdibujando sin que nadie haga nada, con la pobre excusa de que es propiedad privada. Arantxa Pérez, concejala de Turismo de Sigüenza, a cuyo municipio pertenece Imón, nos comenta que existe un proyecto para restaurar una pequeña parte de las salinas y que estas puedan visitarse como es debido. Ya era hora, porque son Bien de Interés Cultural desde 2013 y un paisaje milenario en peligro desde el siglo pasado.
Otro paisaje milenario emocionante es el de Palazuelos. Esta villa medieval, conocida como “la Pequeña Ávila” por las grandes murallas que la abrazan, está rodeada de campos de cereales antiguos, no alterados por la industria agroquímica: cereales como el trigo negrillo, cuyas semillas llevaban largo tiempo olvidadas en un troje, que solo servían para echar de comer a las gallinas y que han sido recuperadas por un agricultor visionario, Francisco Juberías, el creador de DeSpelta. Además de harina, DeSpelta produce pasta, legumbres y cervezas espumeantes y deliciosas, todas ecológicas, y organiza visitas guiadas a la explotación, talleres y cursos online de panadería artesana. Por estos campos suelen andar juntos Carlos y Samuel Moreno. No son hermanos: son amigos de la infancia. Uno es economista y socio de DeSpelta y el otro chef y propietario del hotel Molino de Alcuneza, que usa estos trigos en sus platos y hace con ellos siete panes distintos.

El Doncel, Blanca de Borbón y la familia Moreno
Enseguida llegamos a Sigüenza, donde tenemos que ver a tanta gente que necesitaríamos no un par de horas, sino 24. Abajo, en la catedral, aguarda leyendo sobre su tumba Martín Vázquez de Arce, el célebre Doncel: “La más bella escultura fúnebre de España”, según Ortega y Gasset. Arriba, en el antiguo castillo, lo hace Blanca de Borbón, que fue encarcelada aquí por orden de Pedro I el Cruel y cuyo fantasma da más risa que miedo a los huéspedes del Parador, que en eso se ha reconvertido la fortaleza. Y a medio camino, en el número 9 de la calle Mayor, Arancha Ruiz y Jorge Arroyo nos reciben en el Taller Edad Media, donde pintan sobre tablas de madera reproducciones de famosos pantocrátores y agnusdéis —de San Baudelio de Berlanga, de la Vera Cruz de Maderuelo, de Sant Climent de Taüll…—. Este lugar, más que una tienda, parece un scriptorium.

En Sigüenza hay mucho que ver, sí, ¡y tanto que comer! Para darse un homenaje, está el restaurante El Doncel, que merece otra estrella Michelin por la cordialidad de Quique y Edu Pérez, aparte de la que ya tiene desde 2017. Y para darse un homenaje sin arruinarse, a 200 metros del anterior está El Fogaril, un gastrobar chiquitín donde Rubén Urbano obra su magia en los seis metros cuadrados de la cocina. Comamos donde comamos, el postre lo tomaremos dos veces: la segunda, en la pastelería Gustos de Antes, donde elaboran magdalenas y muchas otras cosas ricas con los trigos ancestrales de Palazuelos. Y todo lo que viene después del postre lo haremos en Molino de Alcuneza: la siesta en la piscina, la cena en el restaurante gastronómico, otro sueñecito observando las estrellas con un monitor Starlight y el sueño definitivo, el bueno, en las habitaciones de arriba, velados por Blanca Moreno —la hermana de Samuel— y por su madre y su padre, que están 24/7 al pie del cañón, como si en vez de un finísimo Relais & Châteaux esto fuese una casa de huéspedes. Un bonito sueño es que el lugar sigue siendo un molino y el Henares un río impoluto. Ahí siguen las viejas piedras de moler y ahí están los numerosos reconocimientos a la sostenibilidad de Molino de Alcuneza, incluida una estrella verde Michelin.
Por la Siberia española hasta Mora de Rubielos

La ruta continúa por Pelegrina, observando a vista de pájaro desde la carretera GU-118 el barranco del río Dulce y la alta cascada del Gollorio. El valle verde, agreste y lleno de vida del río Dulce contrasta intensamente con el blanco y cadavérico del río Salado, el que hemos visto al pasar por las salinas de Imón. Los dos juntos y todo lo que hay entre ellos forman parte del Paisaje Dulce y Salado de Sigüenza y Atienza, cuya candidatura está incluida desde 2022 en la lista tentativa del patrimonio mundial de la Unesco.
Luego subimos por la Autovía del Nordeste (A-2) hasta Alcolea del Pinar y nos desviamos por la N-211 para atravesar el Señorío de Molina, un páramo alto y pelado conocido como la Siberia española por sus bajas temperaturas —una media anual de 10,5 grados y un registro mínimo negativo de -28,2— y por su baja densidad de población —1,63 habitantes por kilómetro cuadrado—. El castillo de Molina de Aragón, al lado mismo de la carretera, y el de Zafra, algo más lejos de ella, alegran un poco estas soledades. Tampoco mucho. En el segundo se rodó un trocito de Juego de tronos.
La N-211 se encuentra, ya en Teruel, con la Autovía Mudéjar (A-23), por la que se llega en una hora justa, desviándose en el kilómetro 92 y avanzando un corto trecho por la A-232, a Mora de Rubielos, una de las poblaciones más bellas e importantes de la sierra de Gúdar. Por el camino se ven bosquetes de encinas pequeñuelas, que crecen ordenadamente, en filas e hileras. No son repoblaciones. Son cultivos de árboles micorrizados que, al octavo año de plantarse, empiezan a producir trufas negras y a engordar los bolsillos de todos los que se mueven encima y alrededor de ellas, porque por un kilo se llegan a pagar hasta 600 euros. Raro es el que no tiene en la sierra un campito y un perro entrenado para buscarlas. Y raro el turista que no entra en la tienda de Las Truficas del Río Pilas, coge algo que le apetece y se lleva un calambrazo al ver el precio.

Mora de Rubielos no es una población grande —1.618 habitantes, frente a los 2.144 de Riaza o los 4.830 de Sigüenza—, pero tiene un castillo enorme, una excolegiata de una sola nave de 23 metros de manga y cuatro secaderos donde cuelgan 150.000 jamones de la DOP Teruel. Los dueños del secadero Sierra de Mora también son enormes: jugaron a balonmano, deporte por el que sienten gran afición los vecinos y para el que tienen un físico adecuado. Grande y fornida es mucha de la gente que se ve por la calle, tanto que a duras penas cabe por las viejas puertas de la villa.

Además de trufas negras y jamón de Teruel, aquí se come caviar, huevas de esturiones criados en el río Mijares ahí al lado, en Sarrión. En el restaurante El Rinconcico, el mejor de Mora de Rubielos, lo sirven sobre unos huevos fritos con parmentier de patata y tocino, lo revuelven todo bien y la mezcla no puede ser más suculenta ni estar más rica. Otro lugar donde se come excelente es en el hotel Masía La Torre —migas, paletilla de ternasco y coulant de turrón con helado de chocolate blanco—, pero en este establecimiento campestre, sobre todo, se duerme divinamente, en un silencio de cámara acorazada y bajo uno de los cielos más estrellados de España, el de una comarca que tiene la certificación de Reserva y Destino Starlight desde 2016.
Una última cosa: no hay que confundir Mora de Rubielos con Rubielos de Mora. Aunque, si se confunde, tampoco pasa nada, porque está a un tiro de piedra —12 kilómetros— y es otro lugar encantador, uno de Los Pueblos más Bonitos de España.
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