Turismo del selfi: cuando viajamos para alimentar nuestras redes sociales
Instagram, TikTok o Facebook están transformando la forma en la que nos relacionamos con el arte, los monumentos y los viajes que, parece, hacemos más para mostrar que para vivir porque lo importante ya no es disfrutar, sino salir bien en la foto


Por circunstancias de la vida he acabado viviendo junto a uno de los monumentos más visitados del mundo: la Sagrada Familia. Esta vecindad ha tenido, al menos, dos consecuencias: la primera es que me ha convertido, sin pretenderlo, en testigo privilegiado de la evolución del turismo cultural que recibe Barcelona. La segunda que, sin pretenderlo, soy uno de los figurantes involuntarios, desenfocados, que aparecemos al fondo de miles de fotografías del monumento de ciudadanos de todo el mundo.
Siendo uno de los monumentos más particulares que existen, durante años las cámaras han sido una presencia constante alrededor del templo. Desde hace décadas, hay una legión constante de personas haciéndose fotos frente a la Sagrada Familia (a pesar de que su altura obliga a realizar un furioso contrapicado), pero con la incorporación de las cámaras a los teléfonos móviles y la llegada de las redes sociales, algo ha cambiado. Se aprecia en la cantidad de personas que, más que mirar la iglesia, invierten el tiempo que tienen para estar allí en “producir” algún tipo de contenido destinado a sus redes sociales. Si las imágenes que tomamos están destinadas a una audiencia que no somos nosotros, si dejan de ser un recuerdo, entonces, ¿qué son? Es como si existiese una nueva forma de “consumir” cultura: rápida, compulsiva, hipervisual, en la que el viaje parece diseñado no para ser vivido, sino para ser compartido.
Selfi con fondo premium
Obviamente, esta actitud no es exclusiva de este barrio. Cualquiera que viaje durante este verano apreciará actitudes similares en muchos lugares del mundo respecto a cómo se vive la cultura cuando se visita una ciudad.

Más que visita, que el diccionario define como “la acción de ir a ver algo para conocerlo”; el turismo actual parece consistir más en localizar una serie de puntos de interés: una cala viral en TikTok, las escaleras de Carrie Bradshaw o el David de Miguel Ángel; buscar el ángulo para la foto (evitando en lo posible que salgan las personas que nos rodean), posar (quizá incluso performando que estamos admirando lo que tenemos delante), disparar y salir corriendo. Estos comportamientos, que podrían ser simplemente un signo más de nuestra decadencia como especie, pueden ser también el síntoma de algo más profundo.
El arte como check
“Vivimos en una época que podría definirse, siguiendo al filósofo Amador Fernández-Savater, como una época de ‘acumulación de cosas’ y no de experiencias”, afirma Miguel López-Sáez, psicólogo social, profesor de la Universidad Rey Juan Carlos y coordinador de Psicología social del turismo (Pirámide, 2023). Se refiere a esta forma acelerada de relacionarnos con la cultura. Esta actitud, explica, responde a un imaginario neoliberal en el que “el valor de la persona se mide por su productividad y su capital cultural visible: lo que se ‘consume’ y se exhibe”. Lo que no se ve, vale menos, o más bien nada.
En ese sentido, visitar un museo, fotografiarse frente a una obra icónica y pasar rápidamente a la siguiente pieza tiene más que ver, según López-Sáez, con “la lógica de quien colecciona matches en Tinder, libros sin leer o seguidores en Instagram”. Lo que importa no es tanto la experiencia como “el registro de haber estado allí, de tenerlo en la lista de checks y poder mostrarlo públicamente en una story cute”.
Ansiedad cultural: no perderse nada
Desde la psicología social, sostiene López-Sáez, esta especie de turismo cultural exprés o turismo del selfie puede entenderse como “una respuesta a la ansiedad contemporánea por no ‘perderse nada’ [FOMO como se conoce por sus siglas en inglés: Fear of Missing Out]”. Un temor, dice, alimentado por las redes sociales y la cultura de la inmediatez, que nos empuja a vivir experiencias estandarizadas, compartibles y fácilmente certificables ante los demás. “Como apunta Remedios Zafra existe una tensión constante entre el deseo genuino y la obligación de representarse permanentemente como sujetos activos, cultos, interesados, incluso felices. La cultura termina así subordinada a la ‘apariencia de cultura”, añade.

La cita a la autora cordobesa no es casual, ya que Zafra ha escrito sobre esta anomalía en varias de sus obras. Por ejemplo, en El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital (Anagrama, 2017), advierte que “desde su inicio las redes sociales han buscado contrarrestar las dudas sobre la existencia y verdad de las personas conectadas, justamente enfatizando su hipervisibilización y sobreexposición”.
En este sentido, continúa Zafra, “se reclama constantemente acreditar la realidad con más y más imágenes, datos, recuerdos, homenajes y vínculos que verifiquen que existimos”. Pero lo más inquietante es la inversión que describe unas líneas después: “No importa que esas imágenes sean recreadas o construidas para esa foto, invirtiendo la lógica de compartir lo vivido por compartir lo que quiero que crean que he vivido”.
Cuando la cultura se convierte en escaparate
Para López-Sáez, todo esto acaba teniendo un efecto directo sobre la calidad de la experiencia cultural: “Se transforma en una representación pública, más que en una vivencia interior”, afirma. Y ese cambio de foco genera una relación superficial con el arte y el conocimiento, donde “lo importante no es tanto pensar, sentir o reflexionar, sino coleccionar imágenes y validaciones”.

Pero lo más paradójico, dice, es que esa lógica nos deja más vacíos, “más desconectados de la experiencia estética real y del aprendizaje profundo”. Y lo que es peor, también afecta a lo que queda: “Cuando no hay tiempo para digerir lo vivido, lo olvidamos más rápido”. Según un estudio de la Universidad de Princeton, las personas que documentan sus experiencias de alguna forma, desde las redes sociales a simplemente tomando notas, fotos o grabando en vídeo, recuerdan un 10% menos que aquellas que simplemente miran, escuchan y atienden a lo que tienen delante.
Muchos viajes, resume López-Sáez, se hacen para los demás, para proyectar una imagen [pero, en realidad], “apenas nos llevamos nada propio, singular, memorable”.
¿Hay una salida?
Aun así, no todo está perdido. El psicólogo cree que la tecnología no tiene por qué ser enemiga de una experiencia auténtica. “Puede ser una aliada si nos ayuda a documentar reflexivamente, a compartir procesos y no solo a crear contenidos para nuestro perfil de Tinder o Instagram”, señala. El reto, para él, consiste en “reconciliar lo digital con la experiencia genuina, saliendo de la lógica de la checklist para volver a la vivencia”. Es decir, hacer del viaje una narración vivida, no un escaparate.
¿De verdad hace falta fotografiarlo todo? ¿Podemos recapacitar y convencernos de que podemos visitar un museo o comer un plato excelente sin necesidad de compartirlo en redes sociales? Puede que lejos de la dopamina que nos proporcionan los me gusta y los comentarios encontremos esa autenticidad que muchos echamos de menos.
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