Cómo gripar el dinero autonómico
La quita de la deuda propuesta por el Gobierno en septiembre no era una panacea pero mejoraba el ‘rating’ de la deuda de las comunidades autónomas


¿Cuál es el modo más rotundo de gripar el sistema financiero de las autonomías, o sea, los mecanismos (hoscos, pero) transparentes mediante los que se distribuye la tarta presupuestaria entre las 17 comunidades, y entre estas y la Administración General del Estado? Aprovechar la dificultad que generan los muchos y distintos intereses en juego para soslayar, impedir o abortar todo acuerdo de reforma, global o minimalista.
Sucedió en 2014, cuando caducaba el sistema de financiación de 2009, y desde el poder se arrojó la toalla. Sucedió después, por las dificultades para el consenso sobre la reforma fiscal global y otras urgencias del Gobierno, aunque también de todos: la covid o la guerra. Y sucede ahora, sobre todo desde un grupo de comunidades bastante afectas al “no a todo”.
Ocurrió el pasado septiembre, cuando las regentadas por el primer partido de la oposición rechazaron una medida en principio favorable a todas: la quita o condonación parcial de su deuda. No sería una panacea, pero mejoraba su rating ante los mercados, facilitaba su regreso al mercado y quizá reordenar o redirigir sus gastos. Autoperjudicarse con reacciones de este género porque así se daña también a los rivales, incluido un ya fantasmal enemigo indepe, es un sinsentido. Merecería consultarse a los contribuyentes y usuarios de los servicios públicos.
Ese es solo un ejemplo, pero categórico, no anecdótico. Hace ya tiempo, antes de la polarización extrema, también se producían desacuerdos, y algunas comunidades quedaban extramuros de una u otra reforma, reenganchándose después. Pero solían responder a una lógica de similitudes económico-territoriales, no a una estrategia de pelea partidista. Entonces el sistema autonómico servía también de contrapeso, discreto, al Gobierno central: otra forma de repartir poder, discutible, pero que funcionaba y era útil para integrar a los minoritarios.
El problema viene de cuando esa doble regla —contrapeso territorial al poder central y coherencia con la lógica de las similitudes económicas de cada comunidad—, se tuerce por necesidades del partido hegemónico en ellas —sea el que sea, pero es el que es— de utilizar todos los resortes territoriales para desproveer cuanto antes de poder al rival, y acceder deprisa a su usufructo. Entonces se salta de una cierta coordinación entre barones afines, comprensible e incluso útil, a la fragua de frentes ideológicos estancos, mediante cartas y otras tácticas que persiguen fines externos al propio sistema: la ocupación del principal poder ejecutivo del Estado por vía indirecta.
Eso acarrea contraindicaciones crecientes pues desnaturaliza la realidad y obstaculiza una dinámica reformista. Las comunidades coligadas tienen intereses distintos y aún contrapuestos, por su estructura productiva, nivel de renta o características poblacionales. Así que un modo (artificial) de forzar una pauta común es olvidarlos, y concentrase contra un enemigo común. Lo que se opera en doble detrimento a la lealtad federal: vertical, hacia arriba, y transversal hacia los distintos, pero ideológicamente próximos. Con el resultado de que se obstaculiza el diálogo, se obstruye la negociación y se paraliza o congela la evolución del sistema. Malo para todos.
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