Señor presidente: Almaraz debe cerrarse para asegurar nuestra transición energética
El momento de mirar atrás ya pasó. Hoy toca elegir el camino que garantice un futuro habitable

El apagón del 28 de abril nos dejó sin algo más que luz. También se llevó un consenso alcanzado hace ya años. La luz volvió, pero hay algunos sectores políticos y económicos que han aprovechado lo ocurrido para reabrir un debate sobre la supuesta necesidad de alargar la vida de las centrales nucleares españolas. Con la clausura de Almaraz prevista para noviembre de 2027, se ha intensificado una campaña que pretende romper ese consenso –incluso de las propias eléctricas– sobre la conveniencia de un cierre escalonado hacia un sistema 100% renovable. El último ejemplo fue un artículo en este diario, firmado por un exministro socialista y expresidente de Red Eléctrica, Jordi Sevilla, que pedía retrasar la agenda nuclear sin aportar evidencias
Mantener el calendario de cierres no es un capricho ideológico ni una imposición empresarial, sino una decisión técnica, económica y moral imprescindible para avanzar en la necesaria transición energética y en la acción climática que salva vidas. Las energías renovables son hoy por hoy la herramienta más sostenible, eficiente y asequible para hogares y empresas. España cuenta con siete reactores que suman 7.398 MW, propiedad de Endesa e Iberdrola, que en 2024 generaron el 20% de la electricidad, frente al 56,8% de las renovables. Extender su vida útil pone en peligro el objetivo del 81% de generación renovable en 2030.
El debate sobre la rentabilidad nuclear suele ignorar sus enormes costes ocultos: el tratamiento perpetuo del combustible gastado, el desmantelamiento de las plantas y la gestión de residuos radiactivos. Esas facturas, que no asume el sector, terminarán pagándose con fondos públicos. La electricidad nuclear cuesta unos 64 €/MWh, muy por encima de la renovable, incluso incluyendo el almacenamiento. Construir nuevas centrales —algo inviable en plazos y costes— superaría los 170 $/MWh, según la consultora Lazard, frente a los 37–70 $/MWh de la solar o la eólica.
A esta realidad se suman los cargos y tasas (10,36 €/MWh) que las energéticas abonan para financiar la gestión de residuos, un fondo que ya hoy se prevé insuficiente. Rebajar esas tasas, como algunos sugieren, solo trasladaría la carga a las generaciones futuras. El 7º Plan General de Residuos Radioactivos, vigente hasta 2100, ya advierte de un déficit de financiación. Modificar las fechas de cierre incrementaría los residuos y los costes, hipotecando aún más el futuro económico y ambiental del país. Los residuos y el desmantelamiento serán soportados por los Presupuestos Generales del Estado del futuro, ya que las eléctricas traspasan su responsabilidad, tras el cierre, a una empresa pública, Enresa, que se quedará sin fondos para ejercer su labor. Las empresas lo tienen claro: lo que no paguen ahora, no lo pagarán más adelante porque recaerá en quienes vivimos en este país. Por eso debemos preguntarnos si es legítimo hipotecar el futuro de las próximas generaciones solo para generar, en el presente, un kwh más.
Tampoco es cierto que la nuclear sea una tecnología robusta, fiable o gestionable. Durante el apagón del 28 de abril no contribuyó ni a evitarlo ni a restablecer el servicio. Su rigidez técnica impide adaptarse a las variaciones de la demanda. De hecho, en las horas en que existe saturación, la inflexibilidad nuclear obliga a desconectarse a las renovables, más baratas y flexibles.
El propio Consejo de Seguridad Nuclear limita sus arranques y descensos de potencia por motivos de seguridad. Mantenerlas activas reduce la rentabilidad de las energías renovables, porque provoca una sobreoferta eléctrica que hunde los precios y pone en riesgo la inversión futura necesaria para avanzar hacia un sistema 100% renovable.
Además, la dependencia del uranio –importado al 100% de terceros países, muchos con graves violaciones de derechos humanos como Rusia, Kazajistán o Uzbekistán– desmiente cualquier argumento de soberanía energética. Y si hablamos de seguridad, los accidentes de Three Mile Island, Chernóbil, Fukushima o la actual crisis en Zaporiyia son recordatorios contundentes de que los riesgos nucleares, por pequeños que sean, no merecen asumirse ni por nosotros ni por nuestras hijas e hijos ni por las generaciones que vendrán.
Mientras tanto, el mundo avanza. Desde 2010, Europa ha reducido 19,5 GW de potencia nuclear y ha triplicado su capacidad renovable, de 254 a 703 GW. A escala global, la potencia solar ha crecido un 6.300%, la eólica un 630%, y la nuclear apenas un 1,2%. Las pocas centrales en construcción se concentran en Asia, con costes desorbitados y plazos incompatibles con la urgencia climática: construir una central bajo estándares europeos supera los 15 años.
Prolongar la vida de Almaraz y del resto de reactores significaría frenar la transición, cargar de deuda ambiental al país y perpetuar un modelo caro, centralizado y antidemocrático. España no necesita más nucleares; necesita acelerar su apuesta por las renovables, la eficiencia, la suficiencia y el almacenamiento, con responsabilidad.
Nuestro futuro energético debe ser limpio, gestionable, justo y, sobre todo, al servicio de la ciudadanía. Mantener el calendario de cierres no es una renuncia: es una apuesta firme por la seguridad, la sostenibilidad y la responsabilidad intergeneracional. El momento de mirar atrás ya pasó. Hoy toca elegir el camino que garantice un futuro habitable para todas las personas.
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