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ACCIDENTES LABORALES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El trabajo no puede seguir siendo un riesgo mortal

Se ha instalado una cultura del exceso: correr más, producir más y callar más, aunque sea a costa de la seguridad y la vida

Hace apenas una semana, un derrumbe en una obra en el centro de Madrid se cobró la vida de cuatro personas: Moussa Dembelé (Malí), Diallo Mamadún Alpha (Guinea), Jorge Velázquez (Ecuador) y Laura Rodríguez Sabin (España). Un suceso que no fue sólo una fatalidad, sino el reflejo de un modelo laboral que sigue poniendo el beneficio por encima de la vida.

“La salud laboral es un indicador de civilización”, recordaba Yuval Noah Harari, y nuestras cifras muestran hasta qué punto seguimos lejos de merecer ese título. España vive una contradicción inaceptable: el trabajo, que debería ser fuente de progreso y dignidad, se ha convertido en una causa de muerte. Más de 1,2 millones de accidentes laborales al año, más dos muertes diarias y un sector, la construcción, que multiplica por cuatro la siniestralidad media, lo confirman. Aunque la prevención avanza en los discursos, retrocede en la práctica: casi un tercio de las inspecciones detectan incumplimientos, en un contexto de ritmos de trabajo cada vez más acelerados y cadenas de subcontratación que diluyen responsabilidades y multiplican el riesgo.

Se ha instalado una cultura del exceso: correr más, producir más y callar más, aunque sea a costa de la seguridad y la vida. También en Europa crece la preocupación: el Parlamento Europeo ha pedido una directiva marco que regule las obligaciones de las empresas en las cadenas de subcontratación, ante los vacíos de responsabilidad que genera la fragmentación productiva. La Unión no cuestiona la colaboración empresarial, pero advierte que sin reglas claras, los riesgos acaban concentrándose en los últimos eslabones de la cadena. Europa apunta así en la buena dirección: garantizar que la seguridad y la salud alcancen a todas las personas trabajadoras, estén donde estén.

Pero la siniestralidad visible —los accidentes que conmueven un día y se olvidan al siguiente— es solo la punta del iceberg. Bajo ella se extiende otra forma de siniestralidad silenciosa: la sobrecarga laboral. La intensificación de los ritmos, la fatiga física y mental, la falta de descanso y la presión constante están provocando una epidemia de enfermedades laborales invisibles.

Casi la mitad de las personas trabajadoras (49%) sufren una carga de trabajo excesiva o una presión de tiempo inasumible, por encima de la media europea. Los datos de la Seguridad Social son elocuentes: las bajas por motivos de salud mental se han duplicado desde 2016, superando las 600.000 en 2023, con una duración media tres veces superior a la del resto de incapacidades.

La regulación laboral española ha sido ejemplar en la protección de los derechos de la clase trabajadora, pero necesita adaptarse a los nuevos riesgos del siglo XXI. Hoy se permite sancionar el bajo rendimiento, pero no se pone límite al exceso de carga ni al tiempo de vida que pasamos trabajando, cuando ambos generan fatiga y accidentes. Es urgente controlar de forma real el tiempo trabajado mediante registros horarios efectivos y regular la carga laboral máxima, para que el esfuerzo nunca ponga en riesgo la salud ni la vida.

La prevención debe dejar de entenderse como un trámite burocrático y ser tratada como una cuestión de Estado. El casco y el arnés siguen siendo imprescindibles, pero ya no bastan. La organización del trabajo, los ritmos, las plantillas, los descansos y la desconexión digital forman parte también de la seguridad laboral. La fatiga, el estrés o la falta de sueño matan igual que una caída o una electrocución, aunque lo hagan más despacio.

España necesita una reforma profunda de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, adaptada a las nuevas realidades del trabajo y a los riesgos emergentes del siglo XXI. Deben regularse los riesgos psicosociales —la sobrecarga, la fatiga, las adicciones— con el mismo rigor con que se regula la seguridad física. Debe reforzarse la Inspección de Trabajo, crear delegadas y delegados territoriales de prevención que cubran a quienes trabajan en pequeñas empresas sin representación sindical, y endurecer las sanciones a quienes incumplen la ley.

También urge aplicar coeficientes reductores para adelantar la jubilación en las profesiones más penosas y peligrosas, como la construcción o la conservación de carreteras. No es razonable exigir a una persona de más de 60 años que siga subiendo andamios o manipulando maquinaria pesada.

Por eso los sindicatos nos movilizamos, porque nadie puede perder la salud ni la vida por trabajar. Invertir en seguridad es invertir en vida, pero también en progreso real. Las sociedades más seguras y más saludables son, a la vez, las más productivas y sostenibles, porque colocan a las personas en el centro y entienden que la economía solo prospera cuando lo hace el trabajo digno.

Mariano Hoya es secretario general de UGT-FICA.

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