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COLUMNA
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El éxtasis de la corrupción

Trump convirtió la Casa Blanca en plató publicitario de Tesla y ha aceptado un avión de superlujo ofrecido por la familia real de Qatar

Donald Trump y el emir de Qatar Sheikh Tamim bin Hamad Al Thani, el 14 de mayo en Doha.
Xavier Vidal-Folch

Con Donald Trump asistimos al éxtasis de la corrupción: individual, presidencial, a la luz de todos los focos. No es un dato coyuntural, sino de letales efectos estructurales para la economía de mercado, adicionales a la perversión de la democracia.

Dos episodios han convertido el eventual “conflicto de interés” o posible “incompatibilidad” en corrupción directa, conducta que no solo es (in)moral, sino en determinadas circunstancias, jurídica. Y además, sujeta a la justicia penal.

El primero fue la conversión de la Casa Blanca en plató publicitario, en favor de los intereses empresariales de su alto empleado, Elon Musk. Recuerden el 12 de marzo, cuando Trump rodó un spot a favor de Tesla, la automovilística de Musk, cuando esta atravesaba un fuerte bache de imagen y ventas. El amigo-presidente anunció que le compraba uno de sus mejores coches: eso sí, abonándole su “precio íntegro”, obscena coartada ética. Fue el síntoma más evidente de la privatización del activo público más simbólico de EE UU.

El otro es su viaje a Oriente Próximo de esta semana. La coincidencia de que coronase la precedente peregrinación, en abril, de su hijo Eric, vicepresidente ejecutivo de la empresa familiar, no es azarosa. El joven Trump viajó para hacer negocios privados al mismo escenario. Y los hizo con los mismos dirigentes públicos, y sus subordinados —ahí nada distingue la esfera individual de la colectiva— con los que su padre coronaría, semanas después, una serie de contratos públicos, en armamento, entre otros sectores. Que se cifran por centenares de miles de millones de dólares; incluso por billones.

Pero ese viaje nos deja otro gran símbolo: la aceptación de un avión de superlujo ofrecido por la familia real de Qatar (con cuyo complejo empresarial Eric Trump había contratado el desarrollo de un campo de golf) para sustituir el decrépito Air Force One. Esto es, la legendaria aeronave presidencial, el artilugio aéreo más filmado del mundo. La piedra de escándalo en asunto estriba en que el regalo, de familia “privada” a presidente como ciudadano “privado”, se realiza con excusa pública, en fraude de ley. La Constitución de EE UU prohíbe a los dirigentes recibir regalos de gobiernos extranjeros. Lo que se sorteará entregando el nuevo aparato al Ejército del Aire, que al acabar el actual mandato lo cedería a la biblioteca presidencial de Trump para su uso personal.

Estas venalidades quedarán soterradas gracias a la inmunidad judicial conseguida por Trump para sus ilegalidades y delitos fiscales, urbanísticos y de sobornos sexuales. Pero nos las libran de provocar un efecto-palanca, en cascada, hacia otras personas y empresas, dentro y fuera del país-superpotencia.

Y sobre todo, de anular esencialmente el derecho de la competencia, que constituye el gran contrafuerte del mercado, y en consecuencia el principal argumento legitimador del capitalismo a secas. Además de burlar directamente la Constitución, clave de bóveda de la normativa del Estado de derecho, y sustituirla por la “transacción” sin otras reglas que la voluntad del autócrata convertida en nueva ley. Por eso la consagración de la corrupción destruye el sistema.

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