Horrores
Se discute mucho sobre el sentido del arte por el arte, de la belleza por la belleza, cuestionando la validez de las obras que aspiran a la pureza estética sin ningún compromiso con la realidad. Sin embargo, es fácil comprender que la belleza se justifica a sí misma, que no necesita otra explicación que su propia rotundidad. Más complicado resulta entender la fealdad por la fealdad, el horror inútil. No crean que estoy hablando de los horrores del huracán Katrina y de las conmovedoras fotografías de las operaciones de salvamento en Nueva Orleans. El dolor de las víctimas afecta menos que el espectáculo de las fuerzas de salvamento, armadas hasta los dientes, entrando con los fusiles muy alerta en la casa de los damnificados. Y es que la población puede recibir a tiros a sus salvadores. Parece aterrador un país en el que se diluye con tanta rapidez la línea que separa a un ciudadano en peligro y a un criminal, sobre todo cuando se trata de la imagen de nuestro propio futuro. ¿Qué estamos fabricando con estos salvadores, aparte de una fiesta de despedida a la civilización occidental? Pero no me refiero a ese tipo de horror, porque no sirve para hablar de la fealdad por la fealdad. Esas armas, esa desesperación, ese desprecio a los necesitados, esos miedos, esa falta de piedad, esas humillaciones ante la libertad especuladora de los fuertes, cumplen su función. Me refiero a otro tipo de fealdad, menos peligrosa, pero inexplicable: el humilde horror estético de la mayoría de estatuas y monumentos públicos que se suman al patrimonio artístico de nuestras ciudades y nuestros pueblos. El gusto de los alcaldes y de los concejales es de temer.
La estatua que inmortaliza en El Puerto de Santa María a un Rafael Alberti cabezón y canijo me ha recordado este verano el tesoro de horrores que hace unos años se distribuyó en Granada para honrar a santos, personajes típicos y burros característicos de la ciudad. Claro que todo se puede empeorar en la lógica de la fealdad pura, y eso es lo que han demostrado las autoridades de Rota colocando en una glorieta céntrica dos manos gigantes, pero gigantes de verdad, que reducen a hojalata cualquier matiz del espíritu humano. Como no hay quien asuma tanta fealdad pura, algunos amigos han pensado en articular las manos para darle una función utilitaria. Así, por ejemplo, podrían adquirir aire flamenco durante las fiestas de la Urta, con sus dedos modelados por el baile. El día del orgullo gay tal vez fuese bueno pintarles de rosa las uñas en homenaje a los travestis y a las locas, que son una parte respetable de la comunidad homosexual. Y, ante la proximidad de la Base americana, también sería posible cerrar los puños, dejando en alto el dedo corazón, para componer ese ademán propio de los conductores enojados que los turistas madrileños llaman hacer la peseta. Sería una buena protesta cívica ante horrores y vergüenzas como los de Nueva Orleans, que me niego a llamar tercermundistas, porque en el Tercer Mundo existen la piedad y la pobreza compartida. Para ser exacto hay que hablar de miseria primermundista, de barbarie antisocial moderna, del futuro que nos prometen los que niegan las políticas sociales de los Estados y ponen el liberalismo norteamericano como ejemplo de democracia y de sociedad civil. La peseta.
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