El tiempo detenido
Inicia el Teatro Real con La forza del destino un recorrido por las óperas de Verdi basadas en temas españoles, como homenaje al compositor en el centenario de su muerte en 2001. La primera entrega comenzó ayer, pero parecía una muestra significativa de una representación de ópera de hace 20 años. Voces poderosas, no siempre matizadas; dirección musical ordenada, en la que se echó de menos un poco de pasión romántica; dirección de escena sencillamente infame, por falta de clima evocador, de teatralidad, de un mínimo de sugerencia.La ópera, se mire por donde se mire, es una forma de arte viva que se transforma con el paso del tiempo. Esta transformación se manifiesta también en los criterios interpretativos y, así, las voces, las direcciones de orquesta, se parecen más bien poco a las de décadas pasadas. Esto no es ningún juicio de valor, sino simplemente una constatación. La segunda mitad de este siglo ha aportado al espectáculo operístico una revolución teatral y visual. Wieland Wagner o Giorgio Strehler han marcado pautas desde las cuales se han desarrollado multiplicidad de posibilidades. La sensibilidad actual ha ido adaptándose a las nuevas conquistas artísticas y hasta los lugares más recalcitrantes han ido cediendo poco a poco a los diferentes avances. La ópera es hoy diferente, para bien o para mal. No lo parecía, en absoluto, la representación de La forza del destino de ayer.
"La forza del destino", de Giuseppe Verdi
Libreto de Francesco Maria Piave, basado en Don Álvaro o la fuerza del sino, del duque de Rivas. Director musical: Miguel Ángel Gómez Martínez. Director de escena: Bernard Broca. Con Tigran Martirossian, Ana María Sánchez, Valeri Alexejev, Salvatore Licitra, Elisabetta Fiorillo, Paata Burchuladze, Carlos Chausson, Menai Davies, Juan Jesús Rodríguez, Santiago Sánchez Jericó y Hugo Monreal. Orquesta y Coro de la Sinfónica de Madrid. Producción de la Ópera de Marsella. Teatro Real, Madrid, 12 de mayo.
Recursos
El Teatro Real anunció en su proceso de lanzamiento las maravillas de su caja escénica; el espacio donde, se decía, cabía el edificio de Telefónica; las posibilidades de una tecnología de recursos apabullantes para fomentar un sentido del espectáculo deslumbrante. Viendo la producción de La forza de 1993, traída de Marsella, Vichy, Wallonie y Aviñón, tan elemental, funcional, rutinaria y esquemática, es difícil explicarse no solamente las razones de la elección, sino también por qué el Real no explota sus recursos y por qué no busca compañeros de viaje más afines a su nivel. Dicho de otra manera, la producción de La forza recuerda a lo que se hacía en Las Palmas o en el Coliseo Albia de Bilbao, pongamos por caso, hace ya bastantes años. No tiene dignidad para un teatro como el Real. Y en cuanto a la dirección teatral, es torpe en los conjuntos, inexistente en la definición de la psicología de los personajes, tópica en el peor sentido en la utilización de bailarines o enanos y, además, rematadamente fea. No crea climas, sino anticlimas.
En esas condiciones tienen, si cabe, aún más mérito las prestaciones vocales, especialmente la de Ana María Sánchez, que compone una Leonor de Vargas de mucho carácter, poderosa, con depurada línea vocal, dulzura y un punto de rigidez en la esperada aria de la última escena, lo que no le impidió convertirse en la gran triunfadora de la noche. Su Verdi tebaldiano, como lo definió Riccardo Chailly, ha experimentado una considerable progresión desde su participación en El trovador de la Ópera de Zúrich, pero adolece todavía de una chispa de espontaneidad. Carlos Chausson bordó también su personaje de Fray Melitón, con una medida comicidad y un sentido teatral lleno de fluidez.
El bajo Paata Burchuladze (Padre Guardián) y el tenor Salvatore Licitra (Don Álvaro) se desenvolvieron con empuje y fuerza en sus respectivos personajes, aunque con un poco de tosquedad. En un nivel menos interesante habría que situar al resto del reparto.
Llevó con mucho control, nervio y minuciosidad el director granadino Miguel Ángel Gómez Martínez a la Sinfónica de Madrid. En algún momento no pudo evitar la sensación de monotonía. Experimentó un notable progreso el coro respecto a actuaciones anteriores. El público premió con generosidad a los intérpretes vocales y protestó a los responsables escénicos. Se puede hablar, en cualquier caso, de éxito, aunque hubo cuadros bastante aburridos y, sobre todo, una impresión de espectáculo operístico demasiado viejo, estando, como estamos, a las puertas del siglo XXI.
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