La transparencia de Carlos Alcaraz
Ahora, cuando le veo jugar, detecto por adelantado en cada gesto de su rostro lo que va a suceder. Si sonríe, vamos bien. Si frunce el entrecejo, las cosas no funcionan. Si se habla a sí mismo, es que está mascullando en su cerebro cómo cambiar la dinámica del partido


De repente, con Carlos Alcaraz me sucede como con las grandes películas de los setenta y ochenta. Mi padre era actor de doblaje, y cedía su voz a todos los tipos duros de Hollywood (Humphrey Bogart, Robert Mitchum, Gene Hackman, George C. Scott, Sean Connery…). Como yo, tenía muy oídas en casa las voces de sus colegas y amigos, no tenía otra opción que ver las películas en versión original subtituladas para que el doblaje de una voz de clase A en un camarero anodino, no me señalase por adelantado que ese presunto extra iba a ser en realidad el asesino coprotagonista que me arruinaba la historia.
Durante un año y medio, como uno de los productores ejecutivos de la serie documental A mi manera, para Netflix, y a través del equipo de Morena Films dirigido por Jorge Laplace y la productora Ana Carrera, he compartido con el grupo de Carlos Alcaraz, encabezado por su entrenador Juan Carlos Ferrero y su agente Albert Molina, el día a día frenético de un chaval que es un genio del tenis y que está aprendiendo a conducir su vida única. Y ahora, cuando le veo jugar, me subo a su montaña rusa de emociones, y detecto por adelantado en cada gesto de su rostro lo que va a suceder, porque ya lo he visto decenas de veces en los montajes previos de la serie. Si sonríe, vamos bien. Si frunce el entrecejo, las cosas no funcionan. Si se habla a sí mismo, es que está mascullando en su cerebro cómo cambiar la dinámica del partido. Si dialoga con su equipo, es que empieza a encontrar las soluciones. Si alza el puño y se lleva el índice a la oreja, vamos a todo galope excitados hacia la victoria.

Así es de transparente Carlos. Capaz de compartir en la gorra, con naturalidad, los patrocinios de El Pozo de Murcia y sus embutidos, con los relojes de superlujo de Rolex. No tiene nada que esconder. Es 100% verdad. Como nativo digital, tampoco siente la necesidad de ocultar sus zozobras, sus dudas. Quiere tanto ganar en la pista como ser feliz fuera de ella. No cree que eso sea incompatible, y en eso conecta con las nuevas generaciones. Trabaja a destajo con una disciplina silenciosa. Escucha a todos los que están a su alrededor, a los grandes que le ceden sus consejos, a los miembros de su equipo, a sus padres. Y luego toma sus propias decisiones. Entrenado para la vida por ese tenis eléctrico en el que tiene que tomar una decisión agónica en una milésima de segundo, sabe asumir sus responsabilidades. Para bien y para mal. Si decide en la pista, decide fuera de ella. Si hay que trabajar, lo hace a tope. Si siente que hay que desconectar, lo hace para volver más fuerte.
Carlos es un joven sencillo, cercano, educado, empático con todos los que se le acercan, que navega en una vida singular en la que pasa de reír con sus colegas en la plaza de El Palmar, a alternar con la élite del deporte, de la política o de las finanzas mundiales en grandes salones que no le deslumbran. Lo que le gusta es dormir en su cama de toda la vida (1,90x90 centímetros), en su pequeño cuarto familiar desbordado de zapas y trofeos entremezclados, bromear con sus hermanos y disfrutar de la cocina de su madre Virginia (incapaz el domingo de ver la muerte súbita del quinto set).
Vigilante está su padre Carlos. Observador cómplice de su hijo, y creador de un extraordinario equipo de asesores (desde Ferrero a Molina, a su médico, a su preparador físico o a su fisio) cercanos, sabios, dispuestos a todo para ayudar a Carlos. Una gran familia, en la que Álvaro, el primogénito, es capaz de seguir dándole capones al ídolo Carlos cuando se los merece, o de darle minutos “de hermano mayor” cuando la nube de las dudas y el hartazgo de la vida nómada y exigente se apoderan de él.
El domingo se encontró frente a la mejor versión de su antagonista, el rival que siempre engrandece al héroe. Cuanto más tremendo es ese rival, más crece la épica. Jannik Sinner jugó un tenis rocoso, salvaje, brutal, metódico en su estrategia. Llegó a tocar la gloria con la punta de tres dedos en el cuarto set, le faltó muy poco. Luego, cuando parecía que se había deshecho en el inicio del quinto set, se recompuso átomo a átomo, como el metal líquido del robot asesino T-1000 de Terminator, para llevar hasta el límite uno de los mejores partidos de la historia del tenis.
Subido a un partido desbocado que se negó a perder varias veces, Carlos fue el más valiente en la muerte súbita. Fue un esfuerzo titánico, de los que vacían el depósito vital, de los que solo se consiguen si tu cabeza es privilegiada. Cinco de cinco a los 22 años. No está mal, ¿verdad? Ya puede celebrarlo como quiera. Se lo ha ganado.
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