Serena Williams gana el premio Princesa de Asturias de los Deportes
La estadounidense, leyenda del tenis, conquistó 23 grandes y trascendió por implantar un nuevo estilo en la pista y su mensaje empoderado y reivindicativo

Serena Williams, palabras mayores en esto del tenis. Del deporte. Una huella legendaria. La niña de la barriada que irrumpió a lo grande y lo ganó prácticamente todo. “Quiero ser recordada como una luchadora”, decía hace tres años, cuando cedió en la tercera ronda del US Open y selló finalmente una extraordinaria carrera que hoy es objeto de reconocimiento en España. Así lo ha considerado el jurado de los premios Princesa de Asturias de los Deportes, que percibe en el espíritu, la determinación y el éxito de la norteamericana una huella inspiradora que transcendió las pistas. Porque Williams, hoy 43 años, significa triunfos y trofeos, una vida entregada a los raquetazos, pero también equivale a fuerza, legado y compromiso. Empoderamiento. Lo quiso hacer a su manera y así lo consiguió. Ella, un antes y un después.
Según anunció este miércoles la organización, su candidatura se ha impuesto a la de otros 29 deportistas en la votación del jurado presidido por la nadadora Teresa Perales. “Considerada una de las mejores tenistas de la historia, con un palmarés deportivo incuestionable. Ha logrado 73 títulos, entre ellos 23 Grand Slams y cuatro oros olímpicos. Además de su extraordinaria carrera deportiva y su mentalidad competitiva, Serena Williams ha sido siempre una firme defensora de la igualdad de género y de oportunidades entre hombres y mujeres en el deporte, y en general en la sociedad”, destacó en la lectura del fallo Perales.
La de Serena es una historia de rebelión y resistencia, la de una mujer negra convirtiéndose en el gran elemento icónico del tenis moderno. Todo estaba en su contra: origen social, raza, la escasez de recursos. Ella, criada entre la dureza diaria de un suburbio californiano, Compton, desafiando al conservador establishment de su nación, dentro y fuera de las pistas. Para siempre el histórico plante al torneo de Indian Wells, enclave de opulencia y de blancos, cuando la grada le abucheó en 2001 a ella, a su hermana Venus, a su familia. Fueron 14 años de boicot hasta que decidió su vuelta. El perdón. Dio con la respuesta en El largo camino hacia la libertad, de Nelson Mandela: “Lo leí hace un par de años y su historia me produjo un gran impacto. Estuve dos veces con él y tuvimos conversaciones muy interesantes”.

A partir de ahí, siempre alzó la voz. Imparable. “Pensé que era realmente el momento, pero no sólo para mí, sino para todos los estadounidenses. Es el momento de decir: ‘Nosotros, como pueblo, como americanos, podemos hacerlo mejor, podemos estar mejor”, esgrimía. “Es una gran oportunidad. Si estás en una posición en la que puedes levantarte y hablar, ser un ejemplo, ¿por qué no hacerlo?”, defendía Williams, arrolladora e icónica, marcando tendencia. Fuente de inspiración. Lo hizo jugando y también en el escaparate mediático: estilismos, emprendimiento, bailes, figura, personalidad, mensaje. Una revolución que abarcó a audiencias y otras profesionales, abriendo un camino todavía por descubrir. Llegó ella, y lo cambió todo. Sin término medio, su trayectoria siempre transcurrió entre la excepcionalidad.
Lucha, mucha lucha
“Está a la altura de Michael Jordan, de LeBron James, de Tom Brady”, comentaba en su día John McEnroe, rendido ante una competidora que transformó la dinámica del juego. Venían poco a poco el físico y la fuerza, pero ella dio el gran golpe: Serena, el punto de inflexión. Otra complexión, una potencia descomunal. Hambre y más hambre. Tiros poderosos y rivales incapaces de hacerle frente. Lo peleó y desistió Maria Sharapova, lo intentaron también las Clijsters, Henin, Ivanovic o Mauresmo, pero terminó quedándose sola en la cima. Únicamente la propia Williams dictó su final. “Hay muchas cosas por las que ser recordada, pero si tengo que decir una es la lucha. También creo que he aportado algo al tenis, como el puño [en las celebraciones] y una intensidad loca. Pasión, creo que es la palabra”, apuntaba.

Lo dejó hace tres años, después de haber hecho un último intento por atrapar el 24º grande, con el que hubiera igualado la plusmarca histórica de la australiana Margaret Court, pero se quedó a un suspiro. Conquistó el Open de Australia en 2017 embarazada de dos meses, sufrió luego una embolia pulmonar que pudo costarle la vida durante el parto —así lo describió— y, a su regreso, perdió cuatro finales. Se le terminó la mecha, pero murió deportivamente de pie: compitiendo hasta el límite. Fue ella hasta el final: dura, pertinaz, ganadora. Imponente. Con sus sombras, también; rivales y árbitros recibieron mordiscos. Se marchó en la Arthur Ashe de Nueva York, y entonces deslizaba: “Estoy lista para ejercer de madre, para explorar una versión diferente de Serena. Técnicamente, en el mundo actual todavía soy superjoven, así que quiero seguir disfrutando”.
Una vida de película, El método Williams. Suele suceder en el tenis: su padre Richard, el origen de la historia. Un sueño —enfermizo, compulsivo y obsesivo— plasmado por medio de unas hijas. Ella y Venus, dos productos de laboratorio. Dos talentos descomunales. Y le premian ahora los Príncipe de Asturias, que ya reconocieron antes a otras tenistas. Le precedieron Martina Navratilova (1994), Arantxa Sánchez Vicario (1998), Steffi Graf (1999) y Rafael Nadal (2008). Registra ahora el palmarés su nombre, el de una campeona transgresora que escogió un camino propio, cuesta arriba, contra viento y marea. En un entorno rico, de blancos y tan selectivo como el del tenis, nada pudo detenerla. Aquí mandaba ella. Venía de la nada, pero acabó convirtiéndose en la jefa. De Compton al imperio.
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