La Biblia, el calefón y el balón
El Mundialito responde de forma provisional a preguntas que interesan más al futuro del fútbol que a este campeonato

El Mundial de Clubes o Mundialito ha irrumpido como un invento comercial que desató desconfianzas hacia el nuevo fútbol, del que se abusa sin piedad. Pero no estamos ante una línea divisoria. Esto no es un antes y un después, sino la consagración de cambios que hemos ido naturalizando desde hace décadas.
Desde la ley Bosman hasta los desconcertantes cambios reglamentarios; desde el VAR, que introduce tecnología en un juego salvaje, hasta la conversión del fútbol en producto de consumo. Un juego que abre sus puertas al capital especulativo, a la proyección de nuevos ricos o a la propaganda de autarquías necesitadas de legitimidad. Los hinchas, ahora tratados como clientes, los estadios como escenarios para turistas en busca de emociones, los grandes eventos convertidos en espectáculos televisivos, el juego como banco de datos de un fútbol cada vez más metodológico con su larga cadena de consecuencias.
Estas piezas sueltas del engranaje futbolístico encuentran ensamblaje en un torneo lujoso impuesto por la FIFA, forzando el calendario mundial y la cultura deportiva de EE UU, que atrae por sus posibilidades económicas y no repele por una política que llena de incertidumbre al mundo. Nada ilusiona más a Infantino que abrazar a Trump. Este afán por conquistar Estados Unidos también viene de atrás. Desde Pelé a Messi, llevamos más de 50 años utilizando a los héroes para hacer girar el fútbol hacia el interés de los americanos y, de paso, el de marcas comerciales irresistibles.
Lo curioso es que, por ahora, Estados Unidos está influyendo más en el fútbol (presentación individual de los jugadores, árbitros con micrófonos, cámaras corporales…) que el fútbol en los estadounidenses.
Europa, aun sin algunos grandes exponentes de esta temporada como el Barça o el Liverpool, llega mostrando su colosal músculo, como le corresponde al continente que aspira talento con ambición imperial. Sí, la palabra “imperialismo” suena fuerte, pero desde la mirada sudamericana es una evidencia. Se llevan a los mejores jugadores cada vez a edades más tempranas a cumplir su sueño europeo. La excelencia se marcha, los aficionados se resignan a la mediocridad y, paradójicamente, la pasión crece.
Sin embargo, los países más representados en número de jugadores son Brasil (142) y Argentina (104), donde la información genética y el fútbol como parte importante de la cultura popular sigue produciendo cantidades industriales de talento. Europa atrae, pero Sudamérica produce. Un modo doloroso, por la desbandada, de triunfar en el nuevo orden. Y aún ofrece otra contribución: como en Qatar, los hinchas sudamericanos le ponen alma a este lujo artificial.
Y luego está lo otro. Un Mundialito que, como en el tango Cambalache, mezcla “la biblia y el calefón” a 35 grados. Masacre física y mejunje global que miramos porque el balón nos sigue hipnotizando. Pero a estas alturas uno se siente tentado de preguntarle al balón qué piensa de nosotros. Mirones que asistimos en calidad de aficionados con el ánimo acrítico de uno de los Buendía en Cien años de soledad: “Venimos porque todo el mundo viene”.
De momento, el Mundialito es el campeonato de las cosas sueltas: ¿cómo está Messi camino del próximo Mundial?, ¿cómo le queda a Sergio Ramos la camiseta de Rayados?, ¿de verdad que Mastantuono es tan bueno?, ¿qué pensará y que inventará Xabi Alonso, al que imaginamos durmiendo con un ojo abierto? Cada partido va respondiendo a preguntas que interesan más al futuro del fútbol que a este campeonato.
También caben interrogantes más profundos, porque nos gusta poner al día nuestras certezas. ¿Seguirán sabiendo ganar el Madrid y el Bayern Múnich? ¿Es el PSG el nuevo referente? ¿Se reinventará el City? Las respuestas, como siempre ocurre en el fútbol, serán provisionales.
Y ahora les dejo, que voy a ver el Los Angeles Football Club vs ES Tunis y no me lo quiero perder.
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