Lo de siempre, todavía
Aunque se mueva el mundo, tiene que haber ritos, y no hay rito mayor que el fútbol de bar


Quien visite o viva en un pueblo turístico entenderá mejor la rara felicidad que produce encontrarse, sin esperarlo, en un bar ajeno a agosto, ajeno al turismo, ajeno a los vaivenes de este siglo. Un bar tan detenido en el pasado como puede estarlo una monarquía, entre el estupor y la fascinación. Uno de esos bares que, por razones delicadas e intraducibles, han conseguido mantener un aire a años 80 que hace parecer el fútbol, o más bien la liga española, la religión que era antes, aquel credo ahora demolido por estamentos federativos y arbitrales, moviéndose siempre entre la perezosa corrupción y la incompetencia absurda.
Así, en Sanxenxo, mientras a 150 metros estaban los bares de moda llenándose ya al atardecer y los restaurantes recibían sus reservas, en un bar de toda la vida había dos viejos mirando el Villarreal-Oviedo, cada uno en su mesa, uno con un vino delante y otro con un copazo, y un tercer hombre tomando whisky en la barra. No se pagaba con tarjeta. Los comentarios asesinos volaban de un lado a otro. La cámara no podía detenerse en un primer plano sin que ese futbolista fuese convenientemente asaetado por razones físicas o futbolísticas, a veces hasta misteriosas. Recordé cuando hace años un señor se levantó a gritos en ‘La Cueva de Javi’, en Pontevedra, al descolgarse Arbeloa en el área e intentar una rosca a la escuadra que se fue a la grada: “Arbeloa, qué carallo haces, que tú no te llamas bien”.
El genio del aficionado es variable. Carlos Blanco tiene un monólogo fantástico al respecto en el que cuenta que un amigo suyo, en el estadio A Lomba del Arousa, quiso darle un giro a la creciente violencia verbal de la parroquia. Se levantaba del asiento, indignado, y le gritaba al árbitro: “¡Parcial!”. O al juez de línea, cuando levantaba el banderín: “¡Voluble!”. Y al jugador que exageraba una entrada rival, y se quedaba en el césped desparramado: “¡Hipocondríaco!”. En este bar de Sanxenxo cuando uno hace un comentario en alto mira de reojo al otro, según lo pronuncia, para advertir su reacción, buscando una risita que a veces no llega. Hay una calma chicha extraordinaria en un lugar que vive su fin de semana más masificado del año. Se sirve ginebra Gordon’s. Siempre hay un bar en el que se sirve ginebra Gordon’s y mientras exista ese bar habrá algo que nos siga atando de forma irreversible a algo que fuimos perdiendo poco a poco; ninguna nostalgia, como tampoco cuando muere un Papa o un rey; aunque se mueva el mundo, tiene que haber ritos, y no hay rito mayor que el fútbol de bar que aún tiene calendarios colgados, no admite tarjetas y marca sus propios y felices tiempos parsimoniosos.
El milagro es que nadie lo ha decidido. Nadie votó porque ese bar siguiera siendo así ni porque la liga española siguiera proyectando su eco como un sermón. Pasa como pasa la marea en la ría o como se enciende la radio de transistores. En esos lugares el tiempo se sedimenta. Las derrotas importan porque perder importa siempre, pero de ellas se saca una historia, una gracia, una frase brutal que sobrevive a los goles. Y cada vez que alguien tira la puerta y se encuentra de golpe con ese aire de 1986, con esa ginebra sin hielo en vaso de tubo, entiende que hay espacios que funcionan como cápsulas morales, donde lo moderno se detiene en seco y la vida se vuelve otra cosa. Ahí se celebra el último oficio religioso que nos queda.
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