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FÚTBOL
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lamine Yamal y la exigencia de ejemplaridad moral a los deportistas

Conviene distinguir dos esferas distintas respecto de las cuales se suele proyectar la idea del deportista como referente: su comportamiento en el terreno de juego y su conducta en su vida privada

Lamine Yamal

La ministra de Igualdad, Ana Redondo, ha asegurado que el futbolista Lamine Yamal “es un referente” para los jóvenes y “debe asumir su responsabilidad” tras haber contratado a personas con enanismo como parte del entretenimiento en su fiesta de cumpleaños. Le ha recordado, asimismo, que es “un referente” y “eso le condiciona su vida privada”.

Estas declaraciones respondían a las afirmaciones del propio Lamine Yamal, quien defendió su derecho a hacer en su vida privada lo que quiera y divertirse como le parezca bien. La polémica reabre un debate clásico: ¿debe un deportista famoso responder moralmente en su vida privada por ser, de hecho, un modelo para los jóvenes?

Para aproximar una respuesta, conviene distinguir dos esferas distintas respecto de las cuales se suele proyectar la idea del deportista como referente moral: su comportamiento en el terreno de juego y su conducta en su vida privada.

Respecto al primer ámbito —la competición deportiva—, difícilmente cabe duda sobre la ejemplaridad de los deportistas. Así lo expresaba la activista iraquí y Premio Nobel de la Paz, Nadia Murad, en una entrevista: “Es importante para todos los jóvenes descubrir a Messi y a otros jugadores… les aporta felicidad. Espero que todos los jóvenes que los ven, los tomen como ejemplos…”. Para Murad, este rol ejemplar es particularmente relevante en contextos donde los jóvenes son especialmente vulnerables a ideologías extremistas: “En la medida en que los jóvenes adopten como modelos a los deportistas, evitarían adherirse al DAESH”. En esta línea, parece natural exigir a los deportistas una conducta ejemplar en la cancha: respeto a las reglas, espíritu deportivo, esfuerzo y resiliencia son valores universales que ellos transmiten casi de manera directa en su desempeño profesional. El terreno de juego es, al fin y al cabo, una extensión de su trabajo y, como cualquier profesional, se espera de ellos que lo desempeñen con ética y respeto a quienes los observan. Este punto difícilmente admite matices: sus acciones públicas forman parte del espectáculo, son visibles para todos y moldean percepciones sociales sobre la justicia, el compañerismo o la violencia.

Pero cuando miramos al segundo ámbito —su vida privada—, las dudas aumentan. ¿Podemos, como sociedad, exigirles que sean moralmente ejemplares en un terreno que, en principio, pertenece a su intimidad? Aquí el debate es más delicado. Se plantean al menos tres cuestiones.

Primero, existe la objeción liberal de que nadie está obligado a ser más virtuoso que los demás solo por ser famoso. La vida privada es, por definición, un espacio donde cada cual tiene derecho a comportarse conforme a sus propias convicciones y deseos, mientras no vulnere la ley. En palabras de Lamine Yamal: “En mi vida privada hago lo que quiero”. Esta reivindicación conecta con una noción básica de autonomía personal, que no desaparece por el hecho de haber alcanzado notoriedad pública.

Segundo, conviene preguntarse si la ejemplaridad moral es algo que pueda exigirse de alguien a tan corta edad. Un joven de 18 años difícilmente ha tenido tiempo o formación suficiente para asumir conscientemente el rol de referente moral de toda una generación. Y más si se tiene en consideración la vida profesional de un deportista que le hace estar en muchas ocasiones en una burbuja. La sociedad, al idealizar a sus ídolos, puede cargar sobre ellos expectativas desproporcionadas e injustas.

Además, debe tenerse en cuenta que las sociedades actuales son cada vez más diversas y pluralistas, y en ellas conviven diferentes códigos estéticos, sociales e incluso morales. Lo que para un sector resulta moralmente reprobable puede ser percibido por otro como un acto legítimo o incluso banal. En este contexto, exigir a un deportista que encarne un determinado ideal moral no solo puede resultar excesivo, sino que corre el riesgo de derivar en imposiciones aún más amplias: desde su forma de divertirse hasta la música que escucha, la estética que adopta o las amistades que frecuenta. El peligro de trasladar a los deportistas la obligación de ser modelos es, precisamente, sacrificar su libertad en nombre de estándares poco consensuados.

En suma, resulta indudablemente deseable que los deportistas cumplan con sus obligaciones jurídicas y adopten comportamientos acordes con determinados estándares morales, en la medida en que su influencia sobre la juventud es significativa. No obstante, convertir esa expectativa en una exigencia jurídica o moral implica imponerles una carga para la que, en muchos casos, carecen de preparación y cuya asunción podría acarrear consecuencias contraproducentes para su propio desarrollo personal. En lugar de amenazar con sanciones jurídicas o exigencias de responsabilidad sería mucho más fructífero que las autoridades deportivas desde el CSD, el COE, las federaciones y los clubes adoptaran un papel más activo en la educación y concienciación de lo que comporta ser un deportista y eventualmente, tener influencia social. Una cosa no quita la otra.

José Luis Pérez Triviño es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Pompeu Fabra y Director de ‘Fair Play. Revista de Filosofía, Ética y Derecho del deporte’.

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