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El juego infinito
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lamine Yamal, el del pelo amarillo

Cuanto más grande es el partido, más afilados son sus gestos, más decisivas son sus intervenciones. Aunque su lenguaje corporal transmite serenidad, esa cabeza bulle de ambición

Lamine Yamal
Jorge Valdano

Empecemos por descartar hipótesis: definitivamente la carrera de futbolista no se aprende en la universidad. Tampoco la experiencia resulta imprescindible para graduarse de crack, ni el ego es tan peligroso como pensábamos. No estoy hablando de toda la comunidad futbolística, sino de alguien en concreto: el incomparable Lamine Yamal. Un jugador que hace cosas de mayores siendo un niño, que desafía la presión como si fuera un juego y que juega como si estuviera de broma.

Sobran dedos de una mano para recordar las estrellas que, siendo apenas adolescentes, hayan brillado tanto en 150 años de fútbol. Para levantar la guardia, diré que algunas fueron fugaces. Este nuevo ejemplar no lo parece.

Es impredecible, eléctrico y flexible como una culebra, con un cuerpo casi líquido para poder pasar por espacios que no existían antes de que él los creara con un amague, con una pausa… La impresión es que no atraviesa los huecos, sino que se escurre por ellos. Además de inventar espacios, tiene un acuerdo secreto con el tiempo, que dilata o acelera a su antojo. Cuando el rival entiende la trampa en la que cayó ya es tarde y debe consolarse persiguiéndolo desde atrás. Lamine no dijo ni adiós.

Cuando creemos comprender lo que acaba de ocurrir, empieza algo nuevo, en las antípodas de la sutileza anterior, un latigazo seco y limpio que busca, y encuentra, el palo más alejado del portero. Solo que ya no se llama palo, sino red. Al niño que bailaba con el balón y al que acaba de aporrearlo le sobran registros. Porque hay una tercera opción, servir una asistencia inverosímil. Si la jugada pide regate, regatea; si pide disparo, dispara; si pide pase, pasa. Una lógica aplastante, pero que solo entiende él. Su talento es comprensión espacial, anticipación, adivinanza. Una coordinación instantánea en la que mente y cuerpo son una misma cosa y se entienden a la velocidad de un reflejo. No adorna ni fuerza nada, recibe la pelota y, si no le gusta lo que ve, la devuelve como si sobrara tiempo para dar o marcar un gol. Nunca sobreactúa, salvo en la peluquería, donde llegaremos.

Hizo falta que le tocara la lotería genética y curtir luego esa ventaja exagerada en un contexto social que requiere de valentía y astucia para sobrevivir. El sistema nervioso infantil lo ajustó aceptando retos fieros en escenarios donde el respeto hay que ganárselo. Juega con la desfachatez del que ha tenido que ponerle el cuerpo a la vida. Pelota al pie, cabeza alta, falta de respeto al escudo rival, al prestigio del marcador, al peso del escenario. En eso hay más barrio que Masia. Aunque la Masia tendrá su parte en la formación de este animal tan anfibio como Messi. Los dos son calle y escuela.

Recibe la pelota como si no hubiera una multitud esperándolo todo de él, como si el balón le llegara en la esquina de su casa o en el recreo del colegio. Es entonces cuando piensa antes, lee bien y ejecuta limpio.

Su cuerpo es un lector sensible del contexto y su técnica un alfabeto que descifra el lenguaje del fútbol. Su juego nos habla sobre todo de la velocidad, que no es solo una cuestión de piernas. Acelera con los pies, sí, pero también con la cintura, con la imaginación, con la precisión técnica. Hasta al freno lo convierte en velocidad porque lo usa para eliminar a un rival.

Cuanto más grande es el partido, más afilados son sus gestos, más decisivas son sus intervenciones. Aunque su lenguaje corporal transmite serenidad, esa cabeza bulle de ambición.

Llegamos al pelo amarillo, que no es una elección estética, es una declaración. Está diciendo: “¿Esperaban que me escondiera? Pues no, soy el de pelo amarillo y no tengo miedo”. Hay un punto necesario de arrogancia en quien tiene que desafiar a un público. ¿Cómo se llega a ser el mejor sin sentirse el mejor? El pelo amarillo y el aura que desprende son materiales para construir su identidad. Entendió que diferenciarse es parte importante del espectáculo y que el espectáculo ya es parte importante de este juego. El niño también está listo para ser protagonista.

No tiene ni idea aún de lo difícil que es vivir en la cumbre. Tener que aceptar como normal lo excepcional, tocar el cielo sin despegar los pies de la tierra, que te masajeen el ego todos los días con artículos tan imprudentes como este. Seré responsable y bajaré el tono. Tiene el potencial, pero para ser Messi, que es su modelo generacional, debe pasar por el Messi de los 91 goles en un año, de los más de 800 goles si miramos largo, de su condición de extremo, de falso nueve, de estratega, de su sabiduría para influir hasta convertir a un equipo en Campeón del Mundo caminando. Pero antes de llegar a ser el nuevo Messi, los niños ya quieren ser el nuevo Lamine.

Cuestión de carisma.

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Sobre la firma

Jorge Valdano
Jorge Valdano es columnista de EL PAÍS y comentarista de Mediapro para Movistar. Exjugador de fútbol, campeón del mundo con Argentina en 1986, también fue entrenador. Ocupó la dirección deportiva y la dirección general del Real Madrid en dos etapas en el club blanco, donde fue además futbolista y técnico. Ha escrito varios libros.
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