La Vuelta despide el verano
La prueba deja un reguero de ilusión en esa España vacía de la que tanto hablamos y por la que tan poco hacemos


La Vuelta a España nos acompañará durante estas tres semanas en los últimos fulgores del verano. Como cada año desde que se mudó de mayo (hace ya tanto que muchos ni lo recuerdan) a estas fechas, para mí representa el final del buen tiempo y de las vacaciones, el anuncio de que llega la hora del nuevo acuartelamiento general. Pero también supone un bonito e instructivo paseo por España, alternando la moto y el helicóptero, para escrutar todos los recovecos del país. Me gusta el ciclismo porque lleva a los héroes del pedal hasta lo más recóndito, atraviesan pueblos y parajes por los que nunca pasa nada, y aunque sea de una forma fugaz dejan un reguero de ilusión en esa España vacía de la que tanto hablamos y por la que tan poco hacemos.
Este año se cumplen 90 del inicio de la prueba, si bien sólo es la edición número 80, porque la Guerra Civil primero, la Mundial inmediata y posteriores penurias hicieron que se perdieran diez. Para festejar la ocasión ha arrancado desde Turín (la cortesía de empezar una gran vuelta en algún país vecino, incluso no tan vecino, es antigua y conviene a su mejor difusión) y de allí nos llegará a través de los Alpes y los Pirineos, algo así como el viaje de Aníbal y sus elefantes, pero a la inversa. Tendrá, como es preceptivo y muy del gusto de la afición española, duras subidas, particularmente las de Andorra y Cerler en los Pirineos, el Alto de El Morredero en León, el icónico Angliru asturiano y la Bola del Mundo, ya a las vistas de Madrid. Por no citarlos todos.
Me detengo en el Alto de El Morredero, etapa 17ª, día 10 de septiembre. Ahí rendirá viaje la etapa que se inicia en el Barco de Valdeorras y atravesará tierras calcinadas. El fuego ha pegado duro en esa zona. La Vuelta, decía, es una buena ocasión, siempre aprovechada por la televisión, para mostrarnos, bien comentados, los parajes que atraviesa, su historia y sus monumentos. Esa etapa nos debe servir para contemplar desde el aire la magnitud del desastre que se ha vivido este verano en nuestro país, no sólo ahí, sino en muchos más lugares. Una mezcla de cólera de la Naturaleza e incuria oficial ha dejado enormes cicatrices en los montes y graves desgracias personales. Será una buena ocasión para medir el desastre y sacar consecuencias.
El de hoy es, claro, un ciclismo muy distinto del de hace 90 años, cuando se corría sobre carreteras pedregosas, con bicis pesadísimas, tubulares cruzados en el pecho y sin asistencia permitida, con la obligación de cada cual de resolver sus pinchazos y averías. Era casi un raid, una prueba dura que trataba de demostrar que las bicicletas tenían un valor inmenso como medio de transporte, tanto que a lomos de ella se podía dar la vuelta a un país entero en un par de semanas o tres, en etapas que con frecuencia pasaban de los 300 kilómetros. Aquellos eran tipos duros de verdad. Por suerte, el tiempo ha suavizado aquel ciclismo bárbaro, pero sigue pareciéndonos el más duro de los deportes, porque lo es. Con bicicletas de poco peso y refinada tecnología, asistidos por una nubecilla de mecánicos, atendidos por médicos, nutrólogos y masajistas, los corredores siguen obligados a extenuantes jornadas y a peleas, cara a cara, con duras rampas a lo largo de ascensiones que exigen 45 minutos o más de esfuerzo sin tregua. Luego llegará el descenso ‘a tumba abierta’, para no perder lo conseguido en la otra cara. Y hasta las zonas que podríamos suponer calmadas, el antes grato discurrir por calles entre aplausos, se han ido envenenando en los últimos años con rotondas, resaltes, bordillos centrales y otro tipo de trampas.
Un belga, Gustaaf Deloor, ganó aquella primera Vuelta de 1935 por delante de nuestro Mariano Cañardo. Extranjero contra español, ese ha sido siempre el duelo ideal para esta carrera, el que más atrae al gran público salvo en aquellos años de la rivalidad Bahamontes-Loroño, que dejaría chica la tensión que hoy rodea los Clásicos de nuestro fútbol. Viene como cabecera de cartel el danés Jonas Vingegaard, dos veces ganador del Tour, y España le contrapone su mayor promesa, Juan Ayuso, que por otra parte tiene en su propio equipo al portugués Almeida que, en ausencia de Pogacar, compite con la primacía del UAE.
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