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Relatos de una amateur
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En una pachanga playera está toda la vida

En ese atardecer veraniego no existen melancolías pasajeras o preocupaciones, simplemente hay un balón que conquistar, un rival que humillar y un público que impresionar

Aficionados jugando a fútbol en la playa de Gijón.

Hay un ritual diario en las playas que comienza justo cuando el sol se pone y el cielo se llena de colores inimaginables, esos rojos, violetas y naranjas casi irreales. Justo cuando las sombrillas y los bañistas comienzan a replegarse como soldados de un pelotón venido a menos, los chavales se extienden en formación por la orilla con un balón en la mano para iniciar las pachangas.

Es mi momento favorito de cualquier día de playa. Y es curioso porque justo al atardecer, cuando el ruido se aleja, la naturaleza se expande y las sombras se alargan, cuando todo tiene una quietud preciosa y precisa, justo ahí los chavales comienzan a moverse frenéticos por la arena mojada con sus porterías improvisadas hechas de mochilas, botes de Pringles o montículos de sílice, a una velocidad diferente de la que marca el reloj.

Ellos no son conscientes de que están viviendo un momento de plenitud que quizá nunca volverán a recuperar, o quizá sí, ya en el siguiente verano. Pero viéndolos jugar la vida parece muchísimo más sencilla, como un cuadro de Sorolla impregnado de un brillo etéreo. En el momento de la pachanga de playa no existen melancolías pasajeras o preocupaciones, simplemente hay un balón que conquistar, un rival que humillar y un público que impresionar.

La pachanga comienza casi sin palabras. Un chaval se levanta de la toalla con la pelota bajo el brazo, la posa sobre la arena y, de repente, todos le siguen, todos comprenden. El escritor Javier Aznar creó hace años un decálogo que todavía conservo en el que desgranaba varios puntos básicos para que el pachanguismo playero fuese correcto: los jugadores tienen que jugar descalzos y sin camiseta, los bañadores han de ser cómodos y sin estridencias, se premia la humillación al rival —especialmente los caños, rabonas, tacones o cualquier jugada inverosímil hecha con cualquier parte del cuerpo—, las delimitaciones del campo las marca la propia playa —dicho de otro modo: no hay delimitaciones— o el partido tiene que terminar siempre con un baño purificador para limpiar la arena y la sangre.

Las pachangas playeras dan sentido al verano y a dan sentido a la vida, pero curiosamente no dan sentido al fútbol. Porque tendemos a pensar que los grandes futbolistas brasileños aprendieron a dominar y domar el balón bajo el sol anaranjado de Copacabana, con el hilo musical de Gilberto Gil, y nada más lejos de la realidad. La realidad es que la playa siempre ha estado alejada de los niños de las favelas, de la clase trabajadora más pobre que apenas conseguía adivinar el mar por televisión o sugerirla por la radio. La realidad, bastante menos romántica siempre que en nuestra imaginación, es que los grandes futbolistas como Pelé se criaron en pueblos como Três Corações, esas localidades de interior en las que el sol pega a conciencia y en las que la sal solo se encuentra metida en frascos de las cocinas. La mayoría de los grandes astros del fútbol aprendieron a gambetear en el cemento o en campos de tierra toscamente dibujados, no bajo el confort de la arena.

Así que se puede decir que las pachangas playeras son el gran refugio del idealismo futbolístico. Y además tienen algo de magia. Porque puedes tener 45 años, un sinfín de preocupaciones y un estado de forma lamentable, puedes ser un auténtico desgraciado, un miserable, no importa: si coges un balón en la playa, si lo pateas con el sonido del mar de fondo y con el atardecer dorando tu cuerpo, en ese preciso momento vuelves a tener quince años, un verano despejado de obligaciones y toda la vida por delante para seguir jugando.

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