Dónde nacen los regates
La gambeta es como un animal prodigioso que necesita unas condiciones específicas. El problema está en el uso del espacio público y en las ciudades las calles no son de los niños

Escribo esto en la terraza del único bar de mi pueblo, mientras tomo un refresco y veo a mi hijo jugar él sólo en la cancha de futbito. El sol se retira lentamente y la brisa al fin empieza a correr. No puedo unirme al juego, pues mi tobillo derecho aún no se ha recuperado de una rotura reciente, así que observo. Él tiene 10 años, lleva la camiseta del Athletic y mata el tiempo dándole al larguero y haciendo malabares mientras espera que llegue algún amigo. De vez en cuando me lanza una mirada, buscando gestos de aprobación. Yo le sonrío, levanto el pulgar. A ratos escribo. En un momento dado, reclama mi atención: ¡¿Has visto eso?! Levanto la vista. Niego. ¡Atento, a ver si me sale! ¡Voy, eh! Y, al tiempo que lo hace, intenta explicarme, con sus palabras, un truco para levantar la pelota de forma espectacular: arrastra el balón con la suela derecha, lo engancha con la puntera izquierda, lo levanta con la derecha, lanzándolo vertical por encima de la cabeza, y lo atrapa con una bajadita que desborda clase. Le sale bien. Muy bien. Me mira, brazos en jarra y balón pisado, esperando mi veredicto. ¡Buenísimo, mis dieses!, exclamo, y le pregunto quién se lo enseñó. YouTube, responde, con el tono con el que se comenta una obviedad, lo vi ahí.
Entonces, pienso: ¿cómo aprendíamos nosotros un regate?
Cuando yo era niño, no teníamos todas las imágenes del mundo a un clic. La realidad era algo que sucedía en directo, sin repeticiones, ni fotografías en tiempo real, ni vídeos. El todo era un carrusel que pasaba veloz. Lo que no habías visto, quedaba irremediablemente atrás. Quizá por eso nuestra mirada era más aviesa, de cazador, pues solo las palabras nos permitían recrear el pasado. En el fútbol, desde la grada o formando parte del juego en la cancha, los regates eran como estrellas fugaces: acontecían de manera imprevisible, dejando una estela de exclamación en quienes lo habían visto y de sensación de pérdida irreparable en quienes no. El único modo de recuperar aquel milagro estético era la palabra de los testigos. Así oímos hablar, mucho antes de poder verlos con nuestros ojos, del amague de Pelé ante el portero, del “arcoíris” de Ardiles en Evasión o victoria, de las proezas de Maradona. Pero también de regates más humildes, al menos en escala, los del campo del pueblo, los del recreo. Historias llenas de hipérbole, en las que la línea entre realidad y fantasía se desdibujaba a capricho del narrador. En aquel mundo pretérito, los regates sucedían en nuestra imaginación, donde tomaban dimensiones míticas. A veces tenías la suerte de tener cerca a un compañero muy hábil, al que imitabas como podías. Pero, en general, improvisábamos. Así nos iba. El fútbol era más tosco y lo malabar quedaba en pies de los sudamericanos, que los niños adorábamos y los adultos miraban con recelo.
Entonces, si los niños de hoy tienen miles de vídeos que pueden usar a modo de instrucciones de Ikea para montar un regate imposible, ¿por qué todos los datos muestran que cada vez la gambeta escasea más en la élite? Levanto la mirada del ordenador. En la cancha hay ya varios chavales, de todas las edades, que juegan una pachanga. Mi hijo está entre ellos. Son cinco. Impares. Juegan a una portería. Dos contra dos, un portero. El espacio es reducido. Inventan. Improvisan. Gambetean. Ensayan trucos. Se equivocan. Lo reintentan. Se ríen. Se pican.
No es que el regate haya muerto, me digo. Es que en muchos lugares no puede nacer. La gambeta es como un animal prodigioso que necesita unas condiciones específicas. No es una cuestión de pantallas, ni de niños perezosos o menos creativos. El problema está en el uso del espacio público. En las ciudades las calles no son de los niños. En los parques se prohíbe la pelota. Las plazas no existen. El espacio para jugar se ha encogido, como empequeñece la naturaleza ante el asfalto. Mientras tecleo, algo sucede en la cancha que provoca voces de exclamación y aplausos de los niños. Levanto la mirada, mi hijo choca la mano con un compañero de larga melena, como un Kempes en miniatura. Han metido gol, al parecer previo cañete a un rival. Me lo he perdido. Lástima. Cierro el ordenador y me centro en el partido. Tenemos mucha suerte. Vivimos en un pueblo. Aquí hay cancha.
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