El árbol herido por un rayo y el misterio de las truchas
Las vacaciones en el tranquilo pueblo de montaña de Viladrau se han visto alteradas con dos sucesos singulares


Los dos asuntos que captan mi atención este verano en Viladrau, localidad de montaña en la que paso mis vacaciones destiñéndome después de los soleados días en Formentera y llevando una vida estilo Tom Sawyer (crecidito), son, aparte de la llegada habitual de las oropéndolas y el exitoso tardeo en Mas el Martí, el misterio de las truchas del vivero del restaurante El Molí de la Barita —un caso digno de novela negra—, y la caída de un rayo tremendo sobre el pueblo que todo el mundo escuchó estremecido pero nadie supo ubicar dónde golpeó exactamente. En cuanto a lo primero, aún no se sabe de qué murieron los peces y el caso ha tomado dimensiones detectivescas al correr la especie de que han desaparecido los cuerpos del delito, por así decirlo: las truchas muertas llevadas para la autopsia se habrían perdido. En referencia al segundo tema, el del rayo, poseo información de primera mano sobre dónde cayó la espeluznante centella: en mi casa.
Las truchas de la Barita, una especialidad cuya tradición no se remonta hasta el bandolero Joan de Serrallonga (1594-1634) pero casi, sufrieron una mortandad misteriosa a principios de año que algunos, como el Grup de Defensa del Ter, han achacado, pues bajó una espumilla, a un vertido contaminante en la Riera Major que habría afectado también a otras especies como el protegido sapo partero común. La nueva gerencia del restaurante, que cambió de manos hace dos años, tuvo que hacer frente al repentino fallecimiento de las truchas, que se crían en un vivero anexo con agua del río y decidió, en una iniciativa que les honra, sacarlas del menú hasta no aclarar lo sucedido. Los peces difuntos fueron recogidos cuidadosamente (uno imagina los pescados con la silueta de tiza a lo FBI trazada a su alrededor) y puestos a disposición de las autoridades pertinentes para que se procediera a su análisis forense. Pero, según fuentes del restaurante, los peces han desaparecido (¿de la morgue de las truchas?), y, por otro lado, no se ha hecho pública todavía la explicación de la causa de la muerte. Mientras, la Barita sirve trucha de otras procedencias, pero no es lo mismo.

Las truchas, de las que yo valoro especialmente la modalidad con almendras y jamón que se ofrecía históricamente en la Barita, son animales delicados. Lo he leído en Pescando la trucha, de Francisco Suay (editorial Hispano europea, 1986), título que he encontrado precisamente estos días en la casetita de bookCrossing de Viladrau junto a la iglesia, que ya me dirán si no es casualidad. En el libro, Suay afirma que “la trucha está expuesta a un sinfín de peligros”, señala enfermedades como la enteritis, la forunculosis y el catarro intestinal de los alevines, y recuerda que todos los seres que habitan y merodean por sus aguas son sus enemigos, lo que me hace pensar en el añorado Anton Serrat, el más insólito pescador de truchas que he conocido y que las capturaba en la Riera Major a mano y de noche, extremo del que doy fe pues le acompañé en alguna de sus extravagantes salidas que incluían a gente como May Clapers, Pep Bofill, Luis Fita y Arturo Garrid, e incluso traté de imitarlo hasta que al meter la mano bajo una roca sumergida lo que atrapé fue una culebra de agua (Natrix maura), con el natural susto para ambos, serpiente y yo. Suay explica que “los patos, las nutrias, las anguilas, el martín pescador, las culebras, las garzas, las ratas de agua, etc.” depredan a las truchas, pero recalca que lo peor son “los residuos tóxicos de las industrias”, que asfixian a ejemplares grandes y pequeños y provocan “verdaderas hecatombes”.
Al habla con la alcaldesa de Viladrau, Margarida Feliu, bastante satisfecha porque el verano está siendo tranquilo (también es verdad que a ella no le ha caído un rayo en casa), me dice que también ha oído lo de la desaparición de las truchas muertas pero lo achaca a la rumorología que está desatando el que se tarde tanto en aclarar el caso. Entiende que estas cosas son complejas de dilucidar y remite a una reunión que habrá en septiembre, advirtiendo que la investigación puede no dar frutos, dada la variabilidad de los parámetros de análisis -el caudal del río por ejemplo- y el hecho de que al parecer a las truchas hay que analizarlas antes de que estén del todo muertas, y las que nos ocupaban ya estaban fiambres, y valga la frase.
El caso de las truchas de la Barita, verdadero CSI salmónidos, sigue sin resolverse —continuaremos informando— pero al menos puedo explicar con detalle que el terrorífico rayo que hizo temblar a todo Viladrau el pasado 24 de julio fue el que vino a petar (por usar la explosiva expresión de la película Sirat) sobre el árbol principal del jardín de mi casa. Cuando sucedió el percance yo no estaba, gracias a Dios: el incendio de la chimenea por falta de mantenimiento y un rayo en casa hubieran sido más de lo que mis nervios habrían podido soportar en un año. Pero los efectos son bien visibles. De entrada saltó toda la instalación eléctrica y se fundió el cuadro, además de expirar la televisión, que era nueva. Pero lo más fuerte es lo que ha hecho en mi árbol, un magnífico ejemplar de abeto de Douglas de más de 35 metros de altura y ancho y denso follaje que yo creía que era un coloso de la naturaleza capaz de arrostrar cualquier peligro que tierra y cielos pudieran enviarnos. El rastro que ha dejado el rayo en el árbol es de una violencia inaudita, sobrecogedora. Fue a golpear en la gran V a más de veinte metros donde se bifurca el Douglas (Douglasia verde, falsa tsuga verde de las Rocosas o Douglas de Oregón, según he identificado en mi Guía de campo de los árboles de Europa, de Alan Mitchell, Omega, 1979), provocando un agujero y un astillado espectaculares, una herida brutal que parece haber sido causada por un hachazo del legendario gigante Paul Bunyan, el del buey azul, y desde la que bajan dos grandes y asombrosas cicatrices zigzagueantes en sendas caras del tronco que se dirían tajos de una gigantesca espada flamígera.

Ramas y restos de corteza saltaron por todas partes entre el deslumbrante fogonazo y las encuentras hasta a cien metros del jardín. Una de las fisuras serpenteantes atraviesa la gran caja nido de tres pisos para pájaros clavada en el tronco. Aún no me he atrevido a abrirla porque me temo que no es que les hayan saltado los plomos a los emplumados residentes sino que deben estar dentro fritos, pobrecitos.
Como se puede imaginar, no he perdido tiempo en buscar abundante documentación sobre lo que sucede cuando cae un rayo en un árbol y especialmente cuando el árbol está al lado de tu casa. He encontrado un amplio abanico de informaciones, desde las muy alarmantes —el árbol, al que le habrían hervido el agua y la savia, está ya muerto, zanjan, “córtalo cuanto antes”— a otras más optimistas que incluso apuntan a que una sacudida eléctrica como la del rayo puede ser revitalizante, vamos, imagino que como un desfibrilador (sería el caso, sin salir de Viladrau, del notable Arbre nen, un roble pubescente cerca de La Sala). Otras fuentes señalan que el árbol así golpeado suele quedar debilitado y propenso a enfermedades y caídas. Yo, partidario natural del laissez faire laissez passer y que pienso que talar un árbol del tamaño de mi Douglas ha de ser una movida, aparte de costar una pasta, quiero creer que va a sobrevivir al rayo. En todo caso, lo más recomendable en general es esperar y ver cómo evoluciona el coloso herido. Pero la proximidad del Douglas a mi casa, unos 15 metros, el triple a la vivienda de mis vecinos, que son ucranianos y sólo les faltaría que les cayera un árbol encima, añade suspense y obliga a estudiar la situación con especial cuidado. Así que llamé a un especialista, Manolo Díaz, de Jardins MDP, un jardinero de primera, para que me dijera cómo actuar.

Alzó las cejas Manolo, y mira que ha visto cosas que no creeríais, luego frunció el ceño y se le escapó un “madre mía” preocupante. No obstante se mostró partidario de aguardar —“Siempre estamos a tiempo de cortarlo”— en la consideración de que el árbol no será el del Sycamore Gap, pero es una maravilla y ni te digo la sombra que proporciona, por no hablar del disgusto que se iban a llevar las ardillas. El especialista, que propuso colocar unas bridas en la bifurcación por encima de la resquebrajadura, para impedir que el bamboleo con el viento agravara la herida, me explicó numerosas historias de árboles golpeados por rayos, como la de uno en l’Herbolari, algunas espeluznantes. “Estallan como bombas y las astillas vuelan por todas partes y si te alcanzan te pueden matar”, me explicó conjurando imágenes que me recordaron la batalla de Trafalgar al explotar la santabárbara del Achille. Esa noche sopló viento precisamente y ambos debimos dormir mal porque al despertarme a la mañana siguiente, Manolo estaba con una cuadrilla en casa y equipado como un bombero, para alarma del gato. “He pensado que era mejor colocar las bridas lo antes posible, y ya está hecho”. Lamenté haberme perdido ver cómo trepaba Manolo, de 55 años, hasta allá arriba (“Los douglas no son buenos para escalarlos, las ramas se rompen sin avisar”), pero por otro lado me alegré pensando que igual hubiera tenido que subir con él y yo hubiera acabado como Billy Budd colgado de la verga del HMS Indomitable. ¿No tienes vértigo, Manolo?, le pregunté con admiración, “Si lo tuviera no hubiera subido”, respondió, y añadió de forma que pensé que algo sí le había afectado la escalada: “El mundo se ve muy diferente desde allá arriba”. Lo siguiente será cortar algo del Douglas por la copa para hacerlo más seguro. No será tan bonito probablemente pero viviremos todos más tranquilos, y si el árbol sobrevive siempre irá rebrotando hacia arriba.

Como suelo hacer cuando me enfrento a lo numinoso y extraordinario (y ya me dirán si no lo es que te caiga un rayo, tan improbable como que te toque la lotería), he buscado respuestas en los libros, explorando el simbolismo del suceso. Me he hecho un lío de entrada con el árbol de la vida, el cósmico y el sefirótico de la Cábala estudiado por Scholem, el fresno Yggdrasil de los escandinavos y el de Jung, que afirma que el árbol posee cierto carácter bisexual simbólico, que yo, la verdad, no le veo. Juan Eduardo Cirlot, esa autoridad, recuerda la conexión de Osiris con el cedro, de Júpiter con la encina, de Apolo con el laurel y, para lo que nos ocupa de Atis (que se castró a sí mismo) con el abeto; apunta que el árbol es símbolo de regeneración y renacimiento, cosa que me anima. Pero es en La rama dorada de Frazer (Fondo de Cultura Económica, 1979), siempre en mi mesita de noche, donde, como tantas veces, he hallado lo más interesante. Hay muchas creencias supersticiosas sobre los árboles fulminados: los indios de la Columbia británica lanzaban flechas confeccionadas con madera de árboles alcanzados por el rayo para incendiar las casas de sus enemigos, los winamwanga de la vieja Rodesia reverenciaban el fuego que prendía la centella en el árbol y lo regalaban a su cacique, y los maidu o pujun de California veían al rayo como un gran hombre que bajaba del firmamento con los brazos en llamas, que ya es imagen poderosa.
Me ha parecido preciosa sobre todo la idea de los pueblos europeos antiguos de que el gran dios del cielo descendía desde las nubes sobre los árboles que amaba dejando como vestigio de su paso o presencia el tronco hendido y ennegrecido y el follaje marchito. “Tales árboles quedaban de allí en adelante rodeados de un nimbo resplandeciente, como tronos visibles del tonante dios del cielo”, escribe Frazer. “Y cercaban con valla este sitio fulgurado y lo consideraban consagrado desde entonces”. Creía que me había sucedido una putada, y a lo mejor tengo una epifanía en el jardín, y una valiosa atracción turística.
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