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Las horas paganas
Columna
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La lírica cabalga la muerte

Francisco Umbral quería ser escritor por dentro y por fuera. Pasaba media jornada alimentando su figura y la otra media destruyéndola

Manuel Vicent
Los escritores Manuel Vicent y Francisco Umbral posan junto a una linotipia en 1986.

Recibo una carta de María España, viuda de Francisco Umbral, que dice así: “Querido Vicent: me encanta saludarte y comunicarte que entre las fotos que hice en otro tiempo he encontrado una tuya en la que estás guapo, como siempre. Qué pena que ya no estén tantos amigos.

Ha salido la última edición de Mortal y Rosa que te enviaré.

Ha aparecido en El PAÍS hace unos días un artículo tuyo en el que citas a Paco con admiración y cariño. Él te quería y te admiraba también. La verdad es que eráis un grupo de escritores excepcional. Y también guapo”.

Estas cariñosas palabras expresan un sentimiento que me ha devuelto a un pasado que si bien hoy parece dorado y esmerilado por el tiempo, incluye un libro extraordinario y la tragedia de la muerte de un hijo. Recuerdo aquella vez en que me encontré a Umbral en el ascensor de la clínica de la Concepción. Yo iba a visitar a una amiga operada del corazón y Umbral tenía hospitalizado allí a su hijo de cinco años, enfermo de leucemia. Estaba totalmente abatido. Sin preguntarle nada me dijo que no tenía salvación. Luego se refirió a una señora que al saber del caso se acercó por un pasillo del hospital para consolarle y le dijo que Dios era infinitamente misericordioso. Umbral le contestó: “Pues con mi hijo se está comportando como un cabrón”. La muerte de su hijo Pincho le sobrevino mientras estaba escribiendo Mortal y Rosa, el libro por el que pasará a la historia, de modo que la muerte se interpuso entre el ángel lirico y libre que tenía en cada yema de los dedos con las que machacaba alegremente la máquina Olivetti y la cruda realidad sin lirismos tal como es.

Las carcajadas de aquellas noches en el restaurante Picardías donde imaginábamos el próximo número de Hermano Lobo habían quedado atrás. El haber compartido las risas entre plato y plato con Chumy Chúmez, con Summers, con Perich, con Forges y con Ops, el Roto, fue un privilegio. En aquellas sobremesas Umbral hablaba profundo con una ironía malvada, Cándido se movía entre Kant y la castañera de la esquina, José Luís Coll siempre encontraba la forma de retorcerle el pescuezo a una palabra. Entre toda aquella tropa solo Umbral creía que pasaría a la historia y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para conseguirlo.

Para pasar a la posteridad hay que convertirse primero en un personaje. No vale escribir, pintar, bailar, cantar, correr y hacer reír mejor que nadie. Se necesita dotar a tu persona de un aura que te convierta en tu propio fantasma. Ramón Gómez de la Serna leía artículos en voz alta desde un columpio de trapecista o a lomos de un elefante en el circo Price; González Ruano se lo había montado de maldito con las uñas largas nacaradas para disimular un pasado oscuro; Camilo José Cela trataba de epatar soltando animaladas carpetovetónicas, que al final ni siquiera espantaban a las monjas de clausura; Josep Pla imaginaba que era un payés cosmopolita y alternaba la pajarita con la boina; Francisco Umbral llevaba esa bufanda roja que le bajaba a lo largo del abrigo negro de terciopelo entallado con la que se investía de Baudelaire, de Marcel Proust, de Oscar Wilde, según la moda de temporada.

Quería ser escritor por dentro y por fuera. Pasaba media jornada alimentando su figura y la otra media destruyéndola. Pero la posteridad es muy casquivana. Puede suceder que Umbral, después de haber hecho bailar el castellano como nadie, de haberse desangrado en miles de artículos, de haber dictado la moda del periodismo, puede pasar a la historia por haber dicho: “Yo he venido a hablar de mi libro”, una frase anodina que hoy repiten desde los políticos a los obispos, desde los banqueros a cualquier pintamonas. No pasarás a la historia si no te conviertes en una fuente de anécdotas que haga olvidar tu obra.

Francisco Umbral quería demostrar que en literatura todo es lícito, nada es bueno ni malo, siempre que esté bien escrito. El primer salto cualitativo lo dio Umbral cuando Vergés, a instancias de Delibes, le abrió las páginas de la revista Destino, donde Josep Pla, Perucho, Álvaro Cunqueiro y Néstor Luján habían puesto muy alto el listón de un periodismo con censura. Umbral se midió con ellos sin desventaja. Hubo un segundo salto, cuando Juan Luis Cebrián, el director del diario EL PAÍS, recién fundado, le llamó para que escribiera una crónica social. Fue el éxito periodístico y literario de la Transición.

Creó una crónica social achampañada, llena de burbujas, de alto estilo literario, con una libertad y una falta de respeto admirable hacia el idioma, las formas urbanas, la política. Llegaba Umbral disfrazado de escritor a cualquier sarao y la gente le hablaba con frases hechas a su medida con la esperanza de verse citado con su nombre en negritas al día siguiente. Luego llegó el odio de las banderías políticas a los medios y todo se jodió. Abro el libro Mortal y rosa y leo: “Haber mordido, al fin, el grito roto de tu vida”. Y veo la muerte cabalgando la lírica.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.
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