La fogosa cantante de iglesia que anticipó el ‘rock and roll’
Sister Rosetta Tharpe incendió los escenarios de iglesias, clubes y teatros con su arte visceral


Según la receta simplificada, el rock and roll fue un encuentro amistoso entre el country y el blues. Esos ingredientes son evidentes, cierto, pero conviene recordar que necesitaban un tercer componente, capaz de incendiar la mezcla. Y ese era el góspel, música religiosa que aumentaba el ardor expresivo de las dos tradicciones.
Entiendo que eso pueda ser difícil de aceptar entre los seguidores de una música que se presumía pagana. Pero resulta evidente a quienes conozcan las biografías de Little Richard o Jerry Lee Lewis, por mencionar a dos fieras muy creyentes. La tendencia a obviar ese incómodo elemento fervoroso explica que se haya ninguneado a figuras predecesoras como Sister Rosetta Tharpe (1915-1973).
Lo de “sister” avisa que aquella mujerona era participante activa en las alborotadas ceremonias de las iglesias pentecostales, conectadas —al menos inicialmente— con los ecos de la resistencia a la esclavitud (¡y promotoras de la objeción de conciencia!). Su cancionero era esencialmente devoto, aparte de caramelitos pop hechos con la espléndida orquesta de Lucky Millinder. Eso explica que sus éxitos no hayan sido muy utilizados por figuras contemporáneos.
Eso sí, podemos intuirla planeando sobre el llamado Cuarteto del Millón de Dólares, aquella jam session de 1956 que reunió en un estudio a Elvis, Johnny Cash, Carl Perkins y el citado Jerry Lee. Más allá de las recreaciones de su repertorio, uno encuentra ecos de su elocuente guitarra eléctrica en los discos de Chuck Berry. Y no es necesario colocarla galones de modernidad, reclamándola como icono del movimiento LGTBIQ+, al atribuirla una bisexualidad que se basa en rumores, muy habituales en el circuito de los predicadores y cantantes ambulantes.
Nacida en Arkansas de madre soltera, ya era una niña veterana cuando se instaló en Chicago. Tenía energía, presencia y un notable sentido del espectáculo. En Nueva York resolvió la cuadratura del círculo: presentar un repertorio piadoso en locales profanos como el Cotton Club, el Café Society, el Savoy Ballroom o el Apollo Theater. ¿Cómo lo hizo? Ignorando las contradicciones y lanzándose a la yugular del público, fuera blanco o negro.
Grabó para el sello Decca con notable éxito. Para 1949, ya exhibía los signos externos de una estrella: gran casa, amplio vestuario, coches potentes, autobús propio para las giras. Sin embargo, tuvo la desdicha de coincidir con vocalistas poderosas, como Clara Ward y Mahalia Jackson, que proyectaban mayor imagen de seriedad y compromiso político. Además, para su indignación, la demanda de frenesí fue cubierta por el rock and roll: “no es más que rhythm and blues acelerado, lo que yo llevo haciendo toda mi vida.”
La salvación vino del otro lado del Atlántico. A partir de 1957, visitó regularmente Europa, donde fue mimada y celebrada como The Real Thing. Ese éxito rebotó y aumentó su valoración en Estados Unidos, aunque demasiado tarde: ya había perdido su mansión en Virginia al no poder pagar su hipoteca. Pero contaba con el favor de los afroamericanos. Imaginen: su tercera boda se celebró en un estadio y se grabó para un álbum. Desdichadamente, se cuidaba poco. La diabetes obligó a la amputación de una pierna y su carrera se resintió. Ahora está en el olvido pero, mientras llega el anunciado biopic, circulan abundantes discos que resumen su obra.
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