De qué hablamos cuando hablamos de cine
Las listas de las mejores películas pueden producir incontrolables ataques de risa o algo parecido a la alucinación


Listas instruidas, cánones incontestables, recomendaciones ardorosas, películas cuya visión pretenden hacer obligatoria para toda la gente que declare su amor ancestral o inicial por el cine. ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?
Era el perturbador interrogante con el que el escritor Raymond Carver tituló uno de sus libros. Y yo me planteo con alarmante frecuencia de qué hablamos cuando hablamos de cine. ¿Qué significa eso para tantos aficionados, o eternamente enganchados, aquellos que lo consideran una droga tan poderosa que la pruebas cuando eres pequeñito y sigue guardando sus efectos mágicos durante toda tu existencia?
Y recuerdo que en la infancia te gusta todo lo que aparece en la pantalla, no hay nada mejor que estar sentado en una sala mientras te cuentan historias, pero con el paso del tiempo, lógicamente, te haces selectivo y descubres que a veces lo de ir al cine es apasionante, o que te regala emociones y sentimientos impagables, o que al menos te sirve de entretenimiento, pero también que hay muchas películas que te aburren, o te irritan, o no entiendes (y debe de ocurrirle algo parecido a sus orgullosos creadores), que suponen una insufrible pérdida de tiempo, o peor aún, que no sirven ni para matarlo.
Y la gente acude (o acudía) a las salas por múltiples razones. En compañía o en soledad. En el primer caso estaba garantizada la conversación sobre lo que habíais visto y oído. Y cuando la película te había emocionado, divertido, angustiado, conmovido, esta quedaba incrustada en la retina y en la memoria. Y en el curso del tiempo podías ir a su reencuentro sin temor a la decepción. ¿Y cuáles son los criterios de los espectadores para elegir lo que quieren ver?

Pues existen tantos gustos como colores. Creo que, fundamentalmente, desconectar de la realidad y encontrar algún tipo de goce. ¿Y cómo seleccionan lo que quieren ver? Por intuición, por la temática, por poseer referencias anteriores y estimulantes de los directores y los intérpretes que aparecen en ellas, por las abrumadoras campañas publicitarias, por los comentarios de amigos o familiares en los que confían. O porque les da la gana.
Incluso pueden hacerlo (o en un tiempo lo hacían) por lo que leen o escuchan en los análisis (creo que se dice así), críticas, denuestos o recomendaciones que hacemos los practicantes de un oficio muy raro llamado crítica de cine. No hay que estudiar para ejercerlo. Se supone que requiere mucho conocimiento de la materia y desarrollado sentido del gusto. O saber integrarse con celeridad en las modas que convengan en cada época. Llevo toda una vida ganándomela muy aceptablemente gracias a contar mis sensaciones ante lo que veo y escucho en las pantallas. Escribo y hablo en primera persona. En excesiva función de mis gustos o mis disgustos. Que tal vez sean caprichosos o nada analíticos, ni se arrogan que eso sea la verdad, pero que responden exclusivamente a lo que pienso y siento respecto a las películas.
También sobre la vida, aunque el cine pueda narrar ficciones y sueños, esas cosas. No he pertenecido jamás a ningún gremio, ni me trato con los profesionales de este oficio (han muerto casi todos los amigos que se dedicaban a lo mismo que yo) y no tengo el menor interés en saber lo que piensan los presuntos colegas sobre las películas. Cada uno a lo suyo.

Pero inevitablemente me llegan noticias sobre las listas que elaboran los especialistas respecto a la calidad suprema de determinadas películas, la numeración de lo mejor que ha parido este arte. Y me pueden dar incontrolables ataques de risa o algo parecido a la alucinación cuando constato las preferencias de su infinito conocimiento.
Según una encuesta entre la crítica internacional que hizo la revista especializada Sight & Sound resulta que la mejor película de la historia del cine para esos templos de sabiduría es Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles, dirigida por la fenecida Chantal Akerman. Hice cuatro intentos por completar su metraje de 205 minutos. Lo conseguí, pero es una experiencia aterradora.
La cámara sigue a una señora viuda durante interminable rato mientras que esta hace la colada, friega la loza, da un irrelevante paseo por su ciudad. También ejerce de puta en su domicilio. Solo por las mañanas, cuando su hijo no está en casa. ¿Y qué más? Pues nada que capte mi embrutecida o nula sensibilidad, mi lamentable ausencia de observación. Está en alguna plataforma. Solo puedo decirles a los lectores de esta crónica: “Pasen y vean”. Si son capaces de ello. No emito juicios. Es lo más sublime que ha parido el cine en toda su historia, según la crítica. No es broma. Lo juro.

Y hace dos años, los ilustres miembros de la Academia de Hollywood decidió que la mejor película del año, a la que concedió montones de Oscar, era una cosa titulada Todo a la vez en todas partes, un delirio incomprensible e infinitamente tedioso protagonizada por universos paralelos, Metaverso, multiversos y no sé cuantas cosas más de ciencia ficción. También logré acabarla, completamente exhausto después de cuatro intentos. Pasen y vean.
Y observo que en la encuesta de Babelia sobre las mejores películas del cine español en los últimos 50 años la primera es Arrebato, dirigida por Iván Zulueta. Plácido, El verdugo, Viridiana y Tristana, esas auténticas obras de arte no entraban en la lista, porque sobrepasan los 50 años, aunque sean eternamente jóvenes y vitriólicas. Arrebato, tan vanguardista ella y experimental, localizada en el mundo de Yonquilandia, pretende ser una investigación sobre las esencias del cine, encarnadas en la búsqueda que hace un personaje aún más abominable que extraño que encarnaba irritantemente Will More. Pues eso. Que pasen y vean. Y que persistan en su anhelo de ser aconsejados por los que saben de cine. Y solo sé que no sé nada.
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