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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El hambre como arma de guerra en la era de la abundancia

Thomas Keneally, el autor de ‘La lista de Schindler’, investigó las hambrunas a lo largo de la historia y llegó a la conclusión de que todas las víctimas comparten el mismo sufrimiento

Derecho a la alimentacion
Guillermo Altares

Durante siglos, la historia de la humanidad ha estado marcada por el terror al hambre. Hasta la llegada de la agricultura industrializada en el siglo XX, millones de personas vivían con el temor constante a las malas cosechas, al frío, al calor, al granizo, a la falta o al exceso de lluvia. En Pompeya, la ciudad romana destruida por el Vesubio en el año 79, hay panaderías por todos lados: el pan era la base de la alimentación y cualquier gobernante romano sabía que para permanecer en el poder debía garantizar el suministro de trigo. En uno de sus ensayos sobre los campesinos en la Edad Media, el historiador francés Georges Duby describía así la situación en los momentos de malas cosechas: “Esas crisis periódicas estaban marcadas por el hambre permanente y la malnutrición crónica, mientras se acumulaban en los cruces de caminos los cadáveres sin sepultura, y la gente se veía obligada a comer cualquier cosa, tierra o carne humana”.

Con la llegada de la Revolución Industrial a la agricultura, que significó el aumento de la producción gracias a la mecanización del campo y a los fertilizantes y pesticidas químicos, los más optimistas pensaron que las hambrunas iban a formar parte del pasado. Más bien ocurrió todo lo contrario: el hambre siguió siendo utilizada como un arma de guerra, de terror o de exterminio: aunque se puede identificar con los sitios en las guerras antiguas o medievales, el hambre, totalmente evitable, nunca se ha acabado. Es lo que están viviendo ahora los gazatíes, privados por Israel de comida y medicinas desde hace dos meses, mientras la hambruna se hace cada vez más evidente. “Se trata de una de las peores crisis de hambre del mundo, que se desarrolla en tiempo real”, ha denunciado la Organización Mundial de la Salud.

Un niño con evidentes signos de desnutrición, durante la hambruna de Etiopía en 1973.

La historia del científico ruso Nikolái Vavílov (1887-1943) refleja como ninguna otra esa politización del hambre. La obsesión de este investigador, cuya obra Cinco continentes está publicada por Libros del Jata, era mantener la diversidad genética de las plantas comestibles. Cuando se cultiva una sola especie, una plaga puede provocar un cataclismo, como ocurrió con la filoxera en el siglo XIX, que acabó con las viñas de toda Europa (la colonización de Argelia está relacionada con esta desaparición masiva de cultivos). Mayor diversidad genética significa más seguridad alimentaria. Viajando por todo el planeta, Vavílov logró la mayor colección de semillas del mundo, pero murió de inanición: fue deportado por Stalin y falleció en un campo de trabajo. Su colección se conservó en Leningrado, actual San Petersburgo, la ciudad que fue sometida a un cerco salvaje por parte de los nazis, durante el que murieron de hambre entre uno y dos millones de personas —el guionista de la serie de Juego de tronos, David Benioff, tiene una novela excelente sobre aquella salvajada, Ciudad de ladrones (Destino)—. Pero los guardianes de aquella colección de semillas prefirieron morir de hambre antes que comerse aquellas semillas destinadas al bien de la humanidad: la colección Vavílov se salvó y todavía es un referente.

A lo largo de los siglos XX y XXI millones de personas han muerto de hambre, durante la Segunda Guerra Mundial, la Revolución Cultural china —Frank Dikötter tiene un libro impresionante sobre ese cataclismo, La gran hambruna en la China de Mao (Acantilado)—, en Biafra, Sudán… Durante la colectivización forzosa de los años treinta, Stalin utilizó el hambre para exterminar a los campesinos con tierras de Ucrania, el Holodomor, durante el que murieron millones de personas —Anne Applebaum hace un relato espeluznante en Hambruna roja (Debate)—. Y no se trata solo de las personas que mueren de hambre, sino de que los supervivientes, y en algunos casos sus descendientes, quedarán marcados, física y psicológicamente, para siempre.

Caballos famélicos en Ucrania en 1934, consecuencia de la hambruna que devastó el territorio por la colectivización de la tierra emprendida por la URSS.

La actriz Audrey Hepburn vivió la hambruna que padeció Holanda entre 1944 y 1945: el cómic La guerra de Audrey (Planeta), de Salva Rubio y Loreto Aroca, relata su vida durante el llamado invierno del hambre, que provocó 20.000 muertes. Llegó a estar varios días sin comer nada, lo que cambió para siempre su metabolismo. Cuando se retiró de la actuación, la protagonista de Desayuno con diamantes dedicó su vida a ayudar a los niños víctimas del hambre a través de Unicef. Los que padecieron el hambre de la guerra y la posguerra en España también quedaron marcados: Carlos Giménez lo ha contado como nadie en su serie Paracuellos. La escena con la que empieza su tebeo Barrio, en la que un niño se come por primera vez un huevo frito, refleja lo que significa haber estado días y noches sin comer, porque el hambre no se va nunca, no desaparece nunca. “El hambre nunca se termina de quitar del todo“, dijo en una entrevista. ”La comida tiene para mí un valor por encima del dinero que cuesta, es el valor de la persona que ha pasado hambre y que lo tiene grabado a fuego”.

Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998, fue testigo de niño de la hambruna en Bengala de 1943, lo que le llevó a estudiar este fenómeno a lo largo de la historia. Su conclusión es que las hambrunas contemporáneas han sido todas provocadas y que una democracia nunca ha padecido una hambruna. En sus memorias, Un hogar en el mundo (Taurus), escribe: “Existe una enorme diferencia entre la accesibilidad a los alimentos (cuánta comida hay en la totalidad del mercado) y el derecho a los alimentos (cuánta comida puede comprar cada familia en el mercado). El hambre es una característica de la gente que no puede comprar comida suficiente en el mercado; no tiene que ver con la cantidad de comida que hay en dicho mercado. En la década de 1970, cuando estudié las hambrunas de todo el planeta, me quedó claro lo importante que resulta centrarse en el derecho a los alimentos, no en su disponibilidad”.

Campesinos trabajando en una granja comunal china durante el periodo de colectivización de tierras (1959-1961).

También estudió las hambrunas Thomas Keneally, el escritor australiano conocido mundialmente por La lista de Schindler, que llevó Steven Spielberg al cine. Influido por sus lecturas de Amartya Sen y por su experiencia como reportero durante la hambruna de Etiopía, Keneally relata en Three Famines: Starvation and Politics (PublicAffairs) la hambruna de la patata en Irlanda —que cambió la historia de este país y de Estados Unidos por la emigración masiva—, de Bengala y de Etiopía. Su teoría es que todos los que han sufrido hambre tienen algo en común, que una línea invisible de terror y necesidad une a los supervivientes del Holodomor con las víctimas del cerco de Gaza, a los que huyeron en los barcos ataúd de Irlanda con los que padecieron la posguerra española. “Por muy separados que estén en el tiempo, se convierten en miembros de la nación de los famélicos, que tienen más en común entre sí que con las culturas que la hambruna les roba”, escribe Keneally.

Esta semana falleció Marcel Ophuls, el cineasta francés que entró en los rincones más siniestros de la historia de su país con el documental La pena y la piedad y que se despidió del cine con Veillées d’armes: histoire du journalisme en temps de guerre, un documental sobre el cerco de Sarajevo por los ultranacionalistas serbios, durante el que los bosnios también padecieron el hambre. En el arranque aparece el actor Philippe Noiret y hace la siguiente reflexión: “Tras la Segunda Guerra Mundial nos preguntábamos que, si hubiéramos visto en directo aquellos horrores, tal vez hubiese cambiado algo. Ahora estamos viendo lo que está ocurriendo en Bosnia y sabemos que nada va a cambiar”. Es una frase que tiene profundos ecos en el presente, porque ninguno podemos decir que no estamos viendo lo que ocurre en Gaza.


Un niño eritreo en una tienda de campaña médica en el campo de refugiados de Wad Sherife, en Sudán, cerca de la frontera con Etiopía, a principios de 1985.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.
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