El cine resucita en la recta final de Cannes
La espectacular película del chino Bi Gan coincide con el profundo drama del noruego Joachim Trier en un concurso en el que los Dardenne y Kelly Reichardt dejan su impronta


La recta final de Cannes se ha convertido en un imprevisto esprint impulsado por la intensidad creativa de algunas películas excepcionales. Resurrection, del chino Bi Gan, ha despertado un lógico entusiasmo. Se trata de un viaje por la historia del cine a través de los sueños de un personaje-monstruo, Fantasmer, que lleva dentro todas las películas posibles. Durante 160 minutos, el espectador recorre un siglo de cine a través de diferentes géneros, técnicas y lenguajes. El despliegue de imaginación de Bi Gan (¡de 35 años!) es uno de esos festines que cuesta digerir de una sentada. Y su viaje desde los orígenes del cine al fin de año de 1999 es un caudal narrativo que bebe del pasado pero mira al futuro.
Más allá de su despliegue metacinematográfico y de sus virguerías técnicas, Resurrection se mueve entre el impulso apocalíptico —la película nace como respuesta a una crisis creativa de su director en un mundo que ha perdido “la capacidad para soñar”—, y el aliento poético de la experiencia cinematográfica. Es una película muy ambiciosa y, aunque sus alardes y referencias pueden ser un laberinto para el espectador no cinéfilo, su fantasía es contagiosa.
El drama paterno-filial Sentimental Value, del noruego Joachim Trier, circula por otros derroteros más abiertos, pese a su complejidad. Un Trier más maduro que el de su anterior película, La peor persona del mundo, plantea un ajuste de cuentas entre un padre director de cine y su hija actriz con las huellas de una casa familiar de fondo. Desde su mismo arranque —en el que el personaje que interpreta Renate Reinsve (Nora) tiene una crisis de ansiedad antes de salir al escenario— y hasta su emocionante final, Sentimental Value va conformando un intenso fresco familiar con evidentes ecos de Ingmar Bergman pasados por canciones de Labi Siffre y Terry Callier.

El trabajo actoral que logra Trier está entre lo mejor de esta edición. Nora, su hermana Agnes (Inga Ibsdotter Lilleaas), el padre que borda Stellan Skarsgård (y que sin duda merece un reconocimiento en el palmarés) y la estrella de Hollywood que interpreta Elle Fanning consiguen moverse por terrenos emocionales muy dolorosos con una suavidad y elegancia admirables.
Curiosamente, tanto Sentimental Value como Resurrection coinciden con otras películas vistas estas dos semanas al invocar el rastro que deja la muerte, ya sea entre los muros de una casa o del propio cine. La sección oficial de Cannes ha estado atravesada desde su inicio por mundos habitados por fantasmas, como si los sueños o las figuraciones del pasado tomasen cuerpo para advertirnos de que siguen ahí. Esas huellas de otros tiempos habitan las casas de varias películas del concurso: de la granja de la alemana Sound of Falling al bloque de apartamentos de Romería o la vivienda familiar de Sentimental Value. En todas ellas hay una observación de la arquitectura como puente al pasado y a otras vidas.
Los ochenta y la explosión en las calles de la heroína ha sido el tema de tres películas: las ya comentadas Romería y Alpha, nueva y fallida propuesta de Julia Ducournau después de la Palma de Oro a Titane, y Fuera, filme italiano de Mario Martone sobre la escritora Goliarda Sapienza, que pasó sin pena ni gloria. Fuera recupera la peripecia en la cárcel (y en el lumpen de aquellos años) de la autora, cuyo rescate editorial reivindica esta película protagonizada por Valeria Golino.
No ha sido la única decepción. The History of Sound, de Oliver Hermanus, es la historia de amor entre dos folcloristas que, como Alan Lomax, recorren Estados Unidos en busca de canciones. Es imposible no ver paralelismos con Brokeback Mountain en este amor imposible entre Paul Mescal y Josh O’Connor, aunque, a diferencia de la película de Ang Lee, aquí la emoción se resiste a salir a flote. Ni funciona la historia, ni el modo en el que se usa la música. Tampoco hay química entre Mescal y O’Connor.

Este último es el protagonista del título que cerró el viernes el concurso, The Mastermind, de la estadounidense Kelly Reichardt, que esta vez firma el guion en solitario y no junto a su colaborador habitual, el escritor Jonathan Raymond. O’Connor interpreta al hijo de juez de Framingham, Massachusetts, que planea el robo de cuatro cuadros abstractos en un museo local. Con la guerra de Vietnam y los movimientos estudiantiles de fondo, Reichardt reconstruye aquellos primeros setenta con su habitual exquisitez visual, aunque al misterio de este ladrón de familia acomodada pedía algo más que el estilo minimal de Reichardt no acaba de encontrar.
La nueva película de los veteranos hermanos Dardenne, Jóvenes madres, funciona como funcionan todas sus películas, pero no aporta nada nuevo a su filmografía y carece de la pegada de su anterior trabajo, Tori Lokita. Esta vez, el foco está puesto en una casa de acogida de madres adolescentes con problemas de drogas y alcohol. Es más coral que otras películas anteriores. Se bifurca en varias historias entre madres e hijas y los Dardenne las cierran con agradable optimismo.
Estos hermanos belgas se encuentran entre los cineastas más galardonados de la historia de Cannes, con dos Palmas de Oro, otra honorífica y varios premios más. En principio no parece que su nueva película vaya a ampliar su dorada relación con este festival. En todas las quinielas alrededor del palmarés coinciden los mismos títulos y nombres: Sound of Falling, de la alemana Mascha Schilinski; O Agente secreto, del brasileño Kleber Mendoça Filho; Un simple accidente, del iraní Jafar Panahi; Resurrection, del chino Bi Gan y Sentimental Value, del noruego Joachim Trier. En menor medida, pero con posibilidades, se sitúa Sirât, de Oliver Laxe, y quizá el retrato de Sergei Loznitsa sobre las purgas estalinistas, Two Prosecutors; y Romería, de Carla Simón. Y quién sabe si, en un arrebato chovinista, Nouvelle Vague acaba rascando algo. Su reparto podría tener un reconocimiento compartido, aunque hay trabajos actorales mucho más hondos y arriesgados.

Mientras tanto, en los últimos días de la Quincena de realizadores ha despertado mucha admiración una de las propuestas más arriesgadas y problemáticas de esta edición. Se trata de Yes, del israelí Nadav Lapid, una sátira musical cargada de asco y angustia cuyo personaje principal es un compositor de Tel Aviv que vive en una permanente arcada. Es también el retrato de unas élites grotescas y repulsivas que encargan al personaje principal poner música a un himno para un nuevo Israel cuya letra ensalza la aniquilación de Gaza. Lapid, que define su película como una tragedia musical, plasma las insalvables contradicciones en las que vive su país y cómo ha vendido su alma (y la de su protagonista) al diablo. Quedarse y pactar con el mal o volver al exilio: esa es la dicotomía en la que según esta historia viven hoy los judíos de Israel. Por momentos, la película de Lapid parece que intenta contemporizar, pero al final solo queda un país regido por la obscenidad.
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