El Ballet Estatal de Viena en Madrid: Obsolescencia coréutica y redención musical
El conjunto trata, en su tercera visita a la ciudad, de convencer con un programa ampuloso y no resuelto. La parte musical garantizó el nivel artístico

¿Se puede salir de un teatro con las alas rotas, el ánimo por los suelos y las esperanzas perdidas? Se puede. Y no debía ser. A quienes aman y defienden el gran ballet, la velada de los vieneses en el Real debió parecerles un empeño desalentador. Los aplausos fueron tibios, hubo un aire de desconcierto; en las mentes de todos había otra expectativa.
A pesar de que la orquesta titular del teatro hizo un esfuerzo que debe reconocerse por entrar a fondo en complejas sonoridades, implicarse en las dos piezas musicales de tan diverso estilo, a pesar de la delicadeza de emisión de la soprano Marina Monzó desarrollando su parte en el cuarto movimiento del Mahler con solvencia y modos actorales, y aun teniendo en cuenta la calidad propia y demostrada de un número elevado de los bailarines, la función del Ballet Estatal de Viena ha sido un fracaso; hasta ahora, de los más sonados en danza y ballet de cuantos ha programado el Teatro Real desde su reapertura. Es pertinente preguntarse: ¿los programadores habían visto de verdad esa manera rutinaria y mecánica de bailar Concertante, de Van Manen, sumándole las dimensiones descabelladas del fárrago sobre la cuarta sinfonía de Mahler de Schläpfer?
En sus dos anteriores visitas al Teatro Real, el Wiener Staatsballett dejó una magnífica impresión y tuvo justificado éxito. Primero en 2000 con Manon de Kenneth MacMillan (dirigido por Renato Zanella) y en 2017 con El corsario de Manuel Legris, también director artístico de la compañía en esa etapa. Lo de hoy casi nos borra el ayer.
Inconsistente, con la plantilla desorientada y a todas luces sin motivaciones ni empuje, tanto la obra de Van Manen como el pergeñado de Schläpfer, de vergonzante narcisismo y a mayor gloria de sí mismo, han dejado un sabor de boca amargo, casi de pobreza, y eso no es de recibo nunca, y menos tratándose de uno de los teatros de ópera y ballet más señeros y respetados del mundo. Ya se sabía que Schläpfer ha pinchado en hueso en su papel de director del ballet vienés, y eso es lo que ha precipitado su salida. Muchas veces debemos dejar en casa nuestros fueros más palpitantes para adaptarnos a quien nos recibe; se llama reverencia profesional. El próximo 1 de septiembre toma el relevo en Viena la prima ballerina assoluta italiana Alessandra Ferri (Milán, 1963), en quien están puestas todas las esperanzas de revitalización y resurrección del conjunto titular austriaco.

No es solamente que la coreografía de Schläpfer sea poco estimulante, sino que es un dispendio fuera de lugar que ya marcó el descenso del conjunto desde su discutido estreno de 2020. El ballet sinfónico no es un cajón de sastre que aguante todo lo que le echen; tuvo su esplendor en los años 30 y 40 del siglo XX hasta Massine, Balanchine lo sostuvo a su manera y más tarde con Uwe Scholz, especialmente en Centroeuropa, gozó de realce y nuevas obras, y esa es la etapa que vivió el propio Schläpfer. La tarea de llevar a la escena de danza sinfonías completas siempre es un acto titánico, por eso escasea.
Esta sinfonía de Mahler es quizás la menos bailable de todo su corpus sinfónico. Por el escenario vagan y divagan casi 60 bailarines vestidos sicalípticamente con ropajes ridículos sin saber muy bien qué hacer. Entran, salen, se sostienen, pero no pasa nada artístico ni de mérito. La monumentalidad se vuelve vacua.
De todos los grandes compositores, Mahler y Wagner forman el dúo dinámico de enfebrecidos odiadores del ballet más notorio; pero el destino los castigó a ambos, y todos los días en algún sitio del orbe hay un coreógrafo armándose su muñeco con sus músicas que, efectivamente y con mucha evidencia, no están hechas para la danza; algunas piezas wagnerianas y otras de Mahler también, toleran la cuadratura coréutica, pero son las menos, y para eso hace falta ser Béjart, Neumeier o Petit. Aquello de que toda música tiene un baile dentro no deja de ser una cursilada pseudoromántica, y en el caso del formato “gran ballet”, preromántica, si tenemos en cuenta al visionario André Deshayes, que se marcó (al parecer con el contubernio del arpista Bochsa, según Grove) en el Her Majesty’s Theater londinense nada menos que en 1829 una velada integral con la Sexta Sinfonía de Beethoven. Esta cuarta sinfonía que decidió usar Schläpfer es, para Mahler y a su manera, su Pastoral (ya fue incomprendida tanto en su estreno vienes como en el parisiense, donde llegó a ser calificada por el compositor y maestro Vincent d’Indy como “música para el Moulin Rouge, no para una sala de conciertos sinfónicos”). Mahler, para ser bailado, necesita de un refinado diseño detallista (como el que tuvo Tudor en Dark Elegies) y además, de la asunción honesta de su poética, no de imponerle nada rocambolesco.
Los problemas con Concertante son de otro tipo. Se trata de acentos en la ejecución y de crear un continuo plástico y afiladamente geométrico que amalgame lo que, por momentos, la música de Frank Martin nos propone casi en disección.
Ballet Estatal de la Ópera de Viena
Director y coreógrafo principal: Martin Schläpfer.
Orquesta del Teatro Real.
Director musical: Matthew Rowe; soprano: Marina Monzó.
'Concertante' (1994): Hans van Manen / Frank Martin; '4' (2020): Martin Schläpfer / Gustav Mahler.
Teatro Real, Madrid. Hasta el 25 de mayo.
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