Crecer
A Richard Linklater le gusta experimentar con el tiempo real en ese tiempo ficticio de las películas. Alguien sabio dijo que en realidad el cine era la vida pero bien montada


Será difícil que Hollywood encuentre una película mejor para entregarle el Oscar este año que Boyhood, de Richard Linklater. No porque sea perfecta, existirán seguramente muchas más películas que logren esa perfección desde lo formal o lo innovador, sino porque sus imperfecciones son perdonables si atiendes con generosidad a las intenciones de la propuesta. Es una película rodada en periodos de una semana a lo largo de 12 años, protagonizada en todas sus etapas por los mismos actores que regalan el mejor efecto especial que hasta el día de hoy ha inventado el cine: atrapar el tiempo. El tiempo que pasa, porque pese a que la fotografía nació para atrapar el tiempo estático, ese oxímoron no se produce ni tan siquiera en la mejor instantánea que cobra, dependiendo del discurrir de la vida, valores completamente diferentes en cada mirada.
A Linklater le gusta experimentar con el tiempo real en ese tiempo ficticio de las películas. Alguien sabio dijo que en realidad el cine era la vida pero bien montada. Lleva tres entregas de una misma trilogía sobre una pareja formada por la francesa Julie Delpy y el norteamericano Ethan Hawke. Puede que los resultados sean desiguales y que a muchos les desfonde la pureza a veces demasiado evidente que persigue en sus diálogos y situaciones, pero la expresión física del paso del tiempo, amarrada a sus actores, la convierte en un experimento que merece la pena ver, a ser posible en familia y con la riqueza que provoca mezclar generaciones.
Habla sobre todo Boyhood de la familia norteamericana, o visto desde la perspectiva española quizá sería correcto llamarla la no-familia. Ese accidente que termina con la salida hacia la universidad de los hijos, donde tanto ellos como sus padres rompen el cordón umbilical de una manera drástica, a veces apoyada en la enorme grandeza natural del país y sus distancias casi continentales. Lo mejor es la emoción de crecer y un diálogo final que aclara, por si no lo teníamos sabido, en qué consiste el sentido de la vida. Lejos de los intentos de absoluto de un esteta como Terence Malick, en Linklater hay la misma ambición, quizá desmesurada, pero una cercanía con los actores que acaba por ser una cercanía con los espectadores, que son invitados a participar en esa cosa llamada emoción, no apta para cínicos.
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