Polarización adulta, conversaciones infantiles
Votamos desde la sensación de amenaza, desde la pertenencia emocional y desde una narrativa en que el adversario deja de ser legítimo

La última elección presidencial en Chile dejó una imagen elocuente: el país pasó a segunda vuelta con dos candidatos ubicados en los extremos del espectro político que, más preocupante aún, plantean discursos que nos dividen como sociedad. La hostilidad parece estar a la orden del día en esta época de elecciones, y los discursos muestran visiones dicotómicas entre grupos, fragmentándonos como sociedad.
Pero las cosas nunca son tan simples. Desde la psicología social sabemos que las personas tendemos a buscar certezas cuando experimentamos incertidumbre, amenaza o frustración, y eso muchas veces nos lleva a cometer errores y sesgos en nuestro razonamiento. Es más, se ha visto que cuando nos apegamos identitariamente a etiquetas ideológicas (como la división entre izquierdas y derechas), tenemos más tendencia a ver a las personas del partido contrario negativamente. La polarización ya no es solo ideológica: es afectiva, cotidiana, íntima. Lo dicen los datos, lo muestran las calles y lo viven las familias. En contextos de polarización afectiva, parece que ponemos en juego nuestra identidad más que nuestros argumentos.
En esos escenarios, los discursos extremos resultan más atractivos porque simplifican un mundo complejo, ofrecen explicaciones claras y prometen cambios rápidos, incluso a costa de dividirnos poniendo en juego nuestra —ya débil— cohesión social. La política, que tradicionalmente buscaba acuerdos, se ha transformado en un espacio donde las emociones pesan más que los argumentos. Hoy vemos rabia canalizada como identidad, desconfianza convertida en pertenencia y miedo interpretado como orientación electoral.
Los estudios recientes —como el del Laboratorio de Encuestas y Análisis Social de la Universidad Adolfo Ibáñez— muestran que la ciudadanía se siente más lejana del centro, más desconfiada del otro y más dispuesta a interpretar la política como confrontación. No votamos solo por programas: votamos también desde la sensación de amenaza, desde la pertenencia emocional y desde una narrativa en que el adversario deja de ser legítimo. Esa combinación abre la puerta a candidatos con propuestas más radicales que, a costa de ofrecer certezas y pocos matices, profundizan las tensiones sociales en nuestro país profundamente desigual.
Pero hay un efecto menos visible; quizá más preocupante: cómo esta polarización llega a las infancias y juventudes. Al día siguiente de las elecciones, muchas salas de clases se llenaron de conversaciones sobre “los buenos y los malos”, “los que quieren destruir Chile” o “los que lo quieren salvar”. Niños y jóvenes de ocho o diez años repitiendo discursos que no entienden del todo, pero que escuchan en la mesa familiar o en conversaciones de adultos que hablan con emoción, fastidio o temor.
Los niños observan, imitan y reinterpretan; son esponjas relacionales. Cuando la política se vive como una batalla moral, ellos internalizan esa lógica. Aprenden que el otro no es alguien con quien dialogar, sino alguien del cual protegerse. El riesgo es que naturalicen la hostilidad como parte del debate democrático y que crezcan sin haber visto modelos de desacuerdo respetuoso o de convivencia política sana.
La responsabilidad no es solo de los partidos ni de los candidatos. Es, sobre todo, de los adultos. La democracia no se transmite con discursos, sino con conductas: cómo conversamos en casa, cómo respondemos ante la diferencia y cómo enseñamos que la política es un espacio de proyectos, no de enemigos.
Si queremos reducir la polarización, debemos empezar por enseñar a los niños —y recordarnos a nosotros mismos— que una sociedad democrática necesita más puentes que trincheras. Y que el futuro político de Chile no se juega solo en las urnas, sino también en cada sala de clases, en cada comedor familiar y en cada conversación donde elegimos entre sumar o separar.
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