Qué desigualdades debería aceptar o rechazar Chile en este año electoral
Conviene recordar que la desigualdad no es solo una cuestión moral, también es un factor de riesgo para la cohesión social, la confianza institucional, la estabilidad política y el crecimiento económico

¿Rechazamos aquellas que provienen de ventajas heredadas, pero aceptamos las que surgen de una competencia justa? ¿O nos incomodan las grandes brechas económicas, incluso si todos compiten con las mismas oportunidades?
Más allá de las cifras de crecimiento y seguridad, las percepciones de justicia también definen los márgenes dentro de los cuales un proyecto político se sostiene. Comprender cómo las personas juzgan y justifican las diferencias socioeconómicas —y cuándo dejan de hacerlo— es clave, porque de esas percepciones dependen la legitimidad, la gobernabilidad y la estabilidad de un país.
Para abordar estas preguntas empíricamente, realizamos un estudio junto a Mario Molina para la Universidad de Nueva York que evaluó las percepciones de justicia de más de 3.300 participantes en una competencia experimental que simulaba una sociedad real. Los participantes fueron asignados aleatoriamente a escenarios que combinaban distintos niveles de desigualdad en oportunidades (reglas que favorecían a algunos versus reglas iguales para todos) y desigualdad en resultados: recompensas muy desiguales o similares. En términos simples, imagina varias carreras simultáneas: en algunas, todos parten desde la misma línea; en otras, algunos parten adelantados. En algunas, el ganador recibe mucho más que el perdedor; en otras, solo un poco más.
El hallazgo principal muestra dos patrones simultáneos: 1. Rechazo a la desigualdad de oportunidades (las personas consideraron injustas competencias donde algunos partían con ventaja, incluso si las diferencias de resultado eran menores), y 2. Normalización de la desigualdad de resultados: las personas expuestas a mayor desigualdad juzgaron como justas brechas más amplias, mientras que quienes experimentaron menor desigualdad toleraron diferencias más acotadas. En síntesis, el rechazo a la desigualdad de oportunidades coexiste con una aceptación pasiva de la desigualdad de resultados.
Esta evidencia sugiere que los altos niveles de desigualdad pueden sostenerse sin provocar rechazo ciudadano ni conflictos sociales abiertos, pero también que la tolerancia frente a la desigualdad no equivale a legitimidad, ni debe asumirse como duradera. Como aprendimos en 2019, a veces basta un gatillante menor para detonar una crisis mayor.
A partir de este diagnóstico, y en el actual contexto electoral, conviene recordar que la desigualdad no es solo una cuestión moral, también es un factor de riesgo para la cohesión social, la confianza institucional, la estabilidad política y el crecimiento económico. Por ello, cualquiera sea el signo político del próximo gobierno, las políticas orientadas a mejorar la equidad no deben verse como concesiones ideológicas, sino como condiciones mínimas de gobernabilidad.
Esto cobra aún más sentido si consideramos que la evidencia muestra que la aparente disyuntiva entre “igualar oportunidades” e “igualar resultados” es más conceptual que real: en sociedades donde los recursos están altamente concentrados, también lo están las oportunidades futuras, como dice el libro de Corak, Desigualdades de ingresos, igualdad de oportunidades y movilidad intergeneracional. Si los padres tienen recursos muy distintos y estos determina el punto de partida de sus hijos, entonces las oportunidades son desiguales desde el inicio. Por tanto, separar ambos planos, o enfatizar solo uno, puede ser políticamente conveniente, pero es empíricamente engañoso.
Chile ya recibió una advertencia en 2019, cuando la ciudadanía se movilizó. Lo responsable hoy es no olvidar que, sin políticas que reduzcan las desigualdades estructurales, la relativa calma que ha seguido al estallido y los intentos de nueva Constitución corre el riesgo de ser solo temporal.
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