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Sydney Sweeney
Tribuna
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Los genes de Sydney Sweeney

Si el machismo controla a la mujer por perturbadora, el progresismo inventó otra fórmula mágica: borrar la diferencia misma, como si siempre fuera sinónimo de opresión

Sydney Sweeney en la premiere de 'Ecco Valley'.

Sydney Sweeney, la actriz que posó para una campaña de American Eagle bajo el lema “tiene buenos genes“, desató un debate inmediato, ¿supremacismo blanco? La conversación, sin embargo, se abrió también hacia otra dirección: el retorno del estereotipo de la rubia voluptuosa y, siempre, pero siempre, de ojos semicerrados, ¿es una contraofensiva cultural? Antes, en un late show, ya la habían presentado -con ironía- como “el fin del woke”.

Nada nuevo. Marilyn Monroe, a costa de sí misma -encasillada por una industria que se negaba a darle los roles dramáticos que buscaba-, fue otra versión de la America’s Sweetheart. Era la Guerra Fría, y ella encarnaba a la mujer dócil pero levemente liberal; servía de contraste tanto con la imagen de la mujer soviética, como con la mujer de tiempos de guerra; aquella que había ocupado fábricas y oficinas, y probado la independencia económica.

Estas figuras idealizadas cumplen una función de cohesión social: ordenan el deseo y marcan un límite. Porque si dan un paso en falso, basta para que les caiga encima la palabra “puta”. Ellas mismas encarnan un borde, como escribe la antropóloga Mary Douglas, entre lo puro y el peligro. Y trazan el mapa simbólico para las demás mujeres.

Lévi-Strauss observó que, desde las culturas antiguas, las mujeres han funcionado como frontera: bienes preciosos de intercambio que circulaban entre clanes para sellar alianzas entre hombres. Esa condición las volvió figuras liminales: son y no son del grupo, tensan el borde entre lo propio y lo ajeno, entre la ilusión de unidad y su fractura. Por eso su propia legitimidad social es una cuerda floja: hoy buena, mañana extraviada o loca.

Y eran también las guardianas de un secreto intolerable: sabían lo que ningún poder absoluto puede soportar, de quién es cada hijo. Dominar a la mujer fue, antes que nada, asegurar la transmisión de los genes; los legítimos. Parece una paradoja, pero no es: a quienes saben, se las ha hecho pasar por ignorantes e inestables.

Como en una pelea de cantina por una mujer, hay guerras que se libran en su nombre, pero no por ellas. En Troya, Helena sostiene el relato oficial. Pero otras fuerzas alimentaban la guerra: intereses económicos, el teatro masculino de la fuerza y el honor, la guerra como espejo donde medirse y encontrar cohesión. Siglos después, Eurípides se permitió la burla en su tragedia Helena. En su versión, ella nunca llega a Troya. Por quien pelearon durante diez años fue, en realidad, por un holograma. Así se revela el doble simulacro: la guerra misma y el lugar asignado a la mujer.

Hoy se fabrica otra mujer-imagen. No para unir clanes, sino para ordenar bandos en la guerra cultural. En tiempos de crisis se invoca la pureza como orden ficticio: expulsiones masivas y, sin falta, el llamado al orden a la mujer.

Tras la ofensiva progresista, la restauración toma el rostro de Sweeney: ojos semicerrados, enigma falso. No es misterio, es el gesto de la mujer satisfecha. Satisfacción fingida -da igual-, que calma una vieja queja masculina (y no solo heterosexual): la incomodidad frente a la insatisfacción femenina. Por eso siempre se la señala: insoportable, difícil, incapaz de plegarse dócilmente al intercambio de deberes y recompensas.

¿Cuáles son, entonces, los buenos genes de Sydney Sweeney? La fantasía de la reproducción social de una idea: una figura femenina que no sabe nada que el hombre no sepa ya de ella, construida sin diferencia, sin secreto, como el mejor complemento.

El problema es que un complemento no es una relación. Un complemento se parece más a un chupete que a un vínculo humano (por cierto, ya existen chupetes para la ansiedad en adultos).

El desagradable problema de la costilla

Si hay un relato que muestra, con una lucidez casi cruel, la no complementariedad de los sexos, es el del Génesis.

Allí se formula, en clave psicológica, de forma más precisa que cualquier manual de psiquiatría: “No es bueno que el hombre esté solo”, dice Dios. Se recuerda poco que ese primer humano era completo: hombre y mujer a la vez. Un ser acabado. Y, paradójicamente, para ayudarlo, Dios le inventa un problema: de su costado extrae a la mujer. El resto será el hombre. La unidad queda rota, pero no como dos mitades que se complementan. Lo notable de la operación es que muestra otra verdad: crecer significa no estar completo; ser sexuado es eso, salir de la infancia redonda y la necesidad entonces de relacionarse. Una relación es conflicto, alianza, deseo, drama.

Por supuesto, al mismo tiempo nace la tentación de revertir la operación. Buscar complemento, no solo con chupetes, sino intentando neutralizar la parte extraña. La cultura la situó en lo femenino, pero no solo ahí. Cada ser, cada vínculo, cada sociedad arrastra su resto irreductible. Y en medio de las guerras culturales, ese parece ser el único punto en común: cada bando se ilusiona con ser autosuficiente, redondo. Fabricar ideas sin mundo, o reducir el mundo a lo que cabe en una cabeza.

El presente ironiza: el progresismo busca ampliar los imaginarios y el espectro sexual -más vasto de lo que muchos admiten-, pero su versión más torpe, la que llaman woke, encerró a esa diversidad en un catálogo de identidades que se bastan a sí mismas y prometen lo de siempre: serlo todo. Si el machismo controla a la mujer por perturbadora, el progresismo inventó otra fórmula mágica: borrar la diferencia misma, como si siempre fuera sinónimo de opresión. Pero sin diferencia todo se vuelve equivalente. Otra forma de lo totalizante: una homogeneidad que suprime la inquietud, y con ella, la vitalidad de lo distinto.

Hoy se habla de patologías del deseo, y no es solo un asunto sexual. Nunca lo es. Es el síntoma de un declive en la aptitud para soportar la complejidad y la ansiedad de vivir con otros. Luego, proliferan vínculos más pobres y fáciles de administrar: la adicción, el odio, la polarización.

Cuando la diferencia se vuelve choque de identidades, los bandos no se encuentran para transformarse, sino para endurecerse y reafirmarse. El desacuerdo ya no abre un espacio -si alguna vez lo abrió-, pero en tiempos oscuros es lo primero que se pierde.

Las guerras culturales lo confirman: son guerras de verdad, que sueñan con sembrar un monocultivo de identidades, ideas y mundos, sin malezas, sin mezcla. Más allá de los frentes conflictivos que se multiplican, conviene admitir que nuestra propia psicología se resquebraja; también ahí estamos en serios problemas.

Nota al margen: En cuanto a la belleza - esa disputa que nos pone a pelear entre nosotras y con nosotras mismas- bastaría con aceptar que no se puede uniformar. Que cada quien haga con ella lo que quiera: cerrar o abrir los ojos. Hay que salvar algo de la belleza del juicio de los de aquí y de allá. Porque, al final, sabemos lo indecible: que la belleza también es un artificio. Sweeney lo recordó en una frase mínima: “En realidad soy morena”. Solo ella guarda el secreto de sus genes.

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