Obligados no habituales
Manteniendo la idea base que el votante no habitual es menos ideologizado e informado, la tentación de seguir a “la manada” es alta

La teoría dice que la obligatoriedad del voto mejora la calidad de la democracia. Politólogas como Lisa Hill o Jill Sheppard identifican una serie de efectos positivos en esta norma, como el aumento del conocimiento político de los ciudadanos -ya sea por la elección voluntaria de informarse o que el proceso mismo genera un conocimiento incidental-, un aumento en la sensación de equidad de la democracia por el poder real de elegir, así como aumento sostenido en la cultura y el conocimiento cívico. Pero, pese las externalidades positivas de la obligatoriedad, no existiría evidencia concluyente de un aumento en el largo plazo del compromiso político de las personas o de una mayor representación sustantiva, es decir, que la obligatoriedad marque grandes diferencias en cuanto a la aparición de nuevos polos de poder.
¿Cómo se explicaría esto? La clave es la habitualidad del votante. La “obligatoriedad” moviliza (en los grandes números) a aquellos electores no incumbentes, la población más desafectada en términos políticos y que, probablemente, de no existir la norma, no se hubieran levantado el día de las elecciones para concurrir a las urnas. En el extremo, en el caso de retroceder nuevamente a una alternativa de voto voluntario, los “no habituales”, serían los primeros en restarse de un nuevo proceso electoral.
Es justamente este factor el que preocupa hoy al amplio espectro político, a todos los candidatos que estarán en las papeletas el próximo 16 de noviembre, presidenciables y parlamentarios. Esta preocupación, esta incomodidad y desconocimiento del “no habitual” podría, en parte, justificar la reciente arremetida en el Congreso de proyectos como la eliminación de la UF como unidad de reajuste inflacionario y el fin del tope de indemnización a todo evento. “Propuestas ciudadanas” como han defendido algunos, pero que traspasan ampliamente el populismo electoral, para caer en una sonada demagogia política.
Pero no nos desviemos del tema principal. Hoy, según datos del Servel, en Chile están habilitados para votar 15,8 millones de personas, frente a los 14,9 millones de 2021, elección donde participaron 7,1 millones en primera vuelta presidencial y 8,3 en la segunda. De este número, 4,6 millones votaron por el actual Presidente Gabriel Boric y 3,6 millones por el ahora también candidato José Antonio Kast (Partido Republicano).
¿Por qué dar cuenta de este agotador relato de números? Porque cifras más, votantes menos, en noviembre próximo podrían votar casi 7 millones de no habituales, número que claramente tiene la capacidad de ganar una elección o a lo menos instalar un candidato en segunda vuelta, a lo que se suma además otro dato del todo relevante: 886 mil extranjeros estarán habilitados para votar, 300 mil más que en el último plebiscito constitucional.
Volvamos a los “no habituales”. ¿Qué piensan, qué votan, ideologizados o identitarios? La honestidad intelectual obliga a aclarar desde el inicio: no hay respuesta. Eso es lo primero que debemos saber. Tratar de adelantar el comportamiento de los votantes en las próximas elecciones de noviembre solo con la base de los dos procesos constitucionales previos (el voto obligatorio con inscripción automática se instauró en 2022, poniendo fin al modelo de voto voluntario implementado en 2012) es un ejercicio válido, ambicioso y necesario, pero lleno de supuestos, de cruces de datos y de especulaciones respecto del comportamiento de los “no habituales”.
Aventurémonos, como alternativa, en tratar de explicar el comportamiento de los electores con el llamado “efecto manada”. Esta teoría, desarrollada en los años ‘90 por los economistas y expertos en finanzas William Christie y Roger Huang, explica cómo las personas, los inversionistas tienden a seguir el llamado consenso del mercado al momento de definir sus posiciones financieras. Esta acción, esta decisión en masa, tiende a reducir la dispersión de las inversiones, pero también exacerba fenómenos de alzas o caídas no habituales de algún activo. Es decir, si “el consenso” estima que determinado activo (acción, bono, propiedad, etcétera) es una mala inversión, la “manada” lo venderá en masa, acrecentando aún más su caída de precio (ante mayor oferta, menor precio). Por el contrario, si estiman que un activo está subvalorizado y presenta una buena alternativa de inversión, la “manada” se movilizará para su compra, lo que inflará artificialmente su precio (ante mayor demanda, mayor precio). ¿Por qué sucede este fenómeno? Estos movimientos de grupos, de manada, se explican por el sesgo inherente de los seres humanos de pertenencia (sesgo endogrupal) que nos impulsa a acercarnos a los grupos que validen mi identidad o lo que pienso. Si todos están vendiendo o comprando un activo, yo debo ser parte de la manada, validarme y actuar como ella.
¿Se aplicará esto a las próximas elecciones? Tiendo a pensar que sí. Manteniendo la idea base que el votante no habitual es menos ideologizado e informado, la tentación de seguir a “la manada” es alta. La posibilidad de quedar fuera o comportarse de manera diferente es un ejercicio aventurado y posiblemente no seguro. Votar por quienes lideren las encuestas para ellos será la salida óptima. Sin sorpresas. Sin saltos de fe.
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