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INFRAESTRUCTURA CRÍTICA
Tribuna
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La infraestructura crítica

Para generar los cambios necesarios, se requiere de tres pilares: conocimientos, instituciones y voluntad. En Chile tenemos instituciones y muchos conocimientos, pero en algunos casos las voluntades están dispersas o ausentes

Estación de ferrocarril Mapocho en Santiago de Chile, el 29 de junio de 2025.

Así como los caminos, los hospitales, el agua, los sistemas de comunicación, son infraestructuras críticas que garantizan el bienestar humano, la confianza es la infraestructura crítica que permite la colaboración entre las instituciones y las personas. A veces, la confianza también actúa como un motor social y emocional, que busca encontrar esperanza donde tal vez no se ve a primera vista.

Necesitamos reconocer que la confianza es una infraestructura crítica, indispensable para que las instituciones funcionen y transformen los problemas de hoy y del futuro. El Foro Económico Mundial, en un reciente “Informe sobre el Futuro del Trabajo”, señala que el mundo enfrenta múltiples crisis complejas, o policrisis, y que se requieren cambios societales inmediatos para abordarlas. Las personas no solo necesitan saber cosas para hacer su trabajo, sino también tener la posibilidad de adaptarse cuando todo cambia, cuando se equivocan o cuando hay que comenzar de nuevo. La confianza es la suma de emociones que nos permiten vivir sin miedo.

Todos entendemos la importancia de las estructuras que sostienen a nuestras sociedades, pero no siempre vemos que están profundamente interconectadas y que dependen de información, colaboración y confianza. Se pueden crear protocolos, controles, sanciones y límites, pero un sistema regulador por sí solo no permite que todos colaboren en su máximo potencial. Una sociedad asustada no puede ser innovadora, porque no se atreve a explorar nuevos caminos.

Para generar los cambios necesarios, se requiere de tres pilares: conocimientos, instituciones y voluntad. En Chile tenemos instituciones y muchos conocimientos, pero en algunos casos las voluntades están dispersas o ausentes. A veces no es necesario tener tanto diagnóstico, sino preguntarse: si sabemos tantas cosas, ¿por qué no hacemos lo necesario? Una gran parte de la respuesta tiene que ver con la falta de confianza y colaboración entre las instituciones.

Hay gente que nos pregunta: “¿Para qué sirve el diálogo si no tenemos resultados inmediatos?” Se decepcionan un poco cuando les contamos que un proceso de diálogo no es un proceso rápido, porque tiene su propio ritmo. La prisa no siempre conduce a resultados. “No necesito respuestas, necesito que me escuches”, es algo que escuchamos con frecuencia entre grupos con puntos de vista distintos. Tomarse el tiempo para dialogar es una inversión en ese tejido invisible que sostiene la colaboración.

¿Cómo transformar este archipiélago de personas tan distantes, en un país más colaborativo, más humano, más incluyente? No hay duda de que necesitamos soluciones urgentes para problemas como la corrupción, la delincuencia, la pobreza y otros. Aunque puede ser tentador decirles a los tuyos que desde tu ribera se ven todas las dimensiones y las demás no importan, ninguna de estas islas tiene todas las soluciones. Cuando no conoces el camino, es de sabios preguntarse: ¿para dónde queremos ir y a quiénes debemos escuchar?

No es fácil, pero es posible construir con quien tiene un pasado distinto. Todo empieza con algún punto de encuentro. “Nunca pensé que iba a encontrarme con alguien como tú”, hemos escuchado en los talleres de diálogo que hemos organizado en todo el país y algunas veces hay un abrazo donde poco antes estaban en veredas opuestas. La esperanza habita en esas emociones.

No se trata de ponernos todos de acuerdo, porque nuestra diversidad nos hace vivir la vida de formas diferentes, pero ¿qué tal si construyéramos una “comunidad de desacuerdos”, donde no nos asuste pensar diferente y donde mantener nuestras diferencias no sea lo mismo que vivir en mundos separados? Para decirlo de forma sencilla, no a todos nos gusta el mismo equipo de fútbol, pero podemos coincidir en que es un lindo deporte.

En las cenizas de las crisis más terribles pueden florecer ideas de paz. Un ejemplo de ello es el Acuerdo de París, firmado en abril de 1951. Ese acuerdo creó la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Entre sus firmantes estaban Alemania Federal y Francia. Solo seis años antes había terminado la Segunda Guerra Mundial. El dolor no estaba olvidado; estaba presente cuando firmaron un acuerdo que cambió el destino de Europa.

Los desafíos no están en un futuro distante, están golpeando la puerta ahora mismo. Hay miedo de verdad, mucho cansancio, pero aun así, sabemos que en el corazón de muchos vive la porfiada esperanza de que nos podamos escuchar y que las cosas mejoren. Cada generación tiene su punto de inflexión y prepararnos para la paz es una medida inevitable. Frente a estos movimientos de placas tectónicas, con una decreciente confianza en la democracia, este es un buen momento para preguntarse: ¿Seguimos como estamos o hacemos algo diferente?

A veces se nos olvida que muchas de las soluciones más duraderas nacen no del enfrentamiento, sino del encuentro. Como dijo Mahatma Gandhi: “La mejor forma de llegar a la solución de cualquier problema, político o social, es que los protagonistas de visiones rivales se encuentren y hablen con sinceridad y franqueza.” Así como invertimos en las infraestructuras tradicionales, puede ser realmente visionario preguntarse: ¿Qué sucedería si se pudieran multiplicar los espacios de diálogo y llegar a ser una sociedad más dialogante?

En Chile necesitamos crear un punto de encuentro permanente, que sea un referente para el diálogo y la confianza, y por qué no, también con una mirada regional. La urgencia es evidente. Prepararnos para la paz debe ser una política de Estado y es una medida inevitable.

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