Decisiones
Este domingo se definirá si el progresismo tiene la capacidad de movilizar a su base social, de proyectar unidad y de demostrar que sigue siendo competitivo frente a una derecha que avanza imparable
Este domingo 29 de junio, Chile vivirá un nuevo episodio electoral que, aunque formalmente es la primaria solo del bloque oficialista Unidad para Chile, representa mucho más que eso: es la oportunidad que tiene el sector para definir cuál será el liderazgo progresista de cara a las elecciones presidenciales de noviembre; también es una medición de su capacidad para movilizar a la ciudadanía y una prueba clave para la viabilidad de la propuesta de transformación que promete; en un país tensionado entre la apatía de vastos sectores sociales y el arrollador avance del voto conservador que se vaticina.
A mi juicio, uno de los atributos de los sistemas democráticos es que la participación electoral no solo es una expresión de voluntad política, sino también un mecanismo de reconocimiento de los liderazgos. Al ejercer el derecho a votar, los ciudadanos no solo escogemos a nuestros representantes; también nos posicionamos en la escena pública como sujetos activos, como parte de un colectivo social que puede incidir en cuál será el rumbo de un proyecto común. Esta lógica cobra especial sentido en contextos donde la legitimidad del sistema político ha sufrido un proceso largo y continuo de erosión, tal como ocurre hoy en Chile, tras años de escándalos, estancamientos institucionales y promesas no cumplidas.
En ese marco, las primarias de este domingo son una oportunidad para que el progresismo no solo elija a su candidata o candidato, sino que revalide su existencia como fuerza viva y articulada. La elección no se trata solo de nombres: Carolina Tohá, Jeannette Jara, Gonzalo Winter y Jaime Mulet representan distintas sensibilidades dentro de una coalición amplia y en permanente tensión. Pero lo que está en juego trasciende a cada uno de ellos, puesto que este domingo se definirá si el progresismo tiene la capacidad de movilizar a su base social, de proyectar unidad y de demostrar que sigue siendo competitivo frente a una derecha que avanza imparable.
El éxito o fracaso de la elección primaria será analizado básicamente por la capacidad del sector para movilizar a su base electoral: cualquier cifra cercana o superior a los 1.752.922 votos de la primaria oficialista de 2021, debería ser entendida como una señal de fortaleza, como un indicio de que ha sido capaz de “sostener la estantería”; en tanto que un resultado por debajo o cercano a los 1.340.472 votos obtenidos en la primaria opositora de 2021, será leído como señal de debilidad. En una elección presidencial que, por primera vez desde el retorno a la democracia, se realizará con voto obligatorio, la capacidad de articular y movilizar un electorado convencido será determinante, ya que la historia reciente muestra que el ganador de elecciones primarias con alta participación tiene una mayor probabilidad de ganar la contienda. Pero también es cierto que nunca antes se ha enfrentado una elección presidencial con tanta incertidumbre como esta, al menos desde la primera vuelta entre Ricardo Lagos y Joaquín Lavín en 1999, cuando la diferencia fue de apenas 31.140 votos.
Por otra parte, el escenario político actual no favorece a la izquierda. Evelyn Matthei y José Antonio Kast, representantes de distintas sensibilidades de derecha, lideran las encuestas, de manera que la hipótesis de que ambos puedan llegar a la segunda vuelta no es descartable, sobre todo si el progresismo no logra definir una candidatura con respaldo amplio y transversal que sea competitiva. Por eso, no es irrelevante para el oficialismo quién gane este domingo: una candidatura más institucional, como la de Tohá, podría tener mayor capacidad de disputar el centro; una más transformadora, como la de Jara o Winter, podría galvanizar a las bases pero enfrentar mayores dificultades para captar a un electorado que parece altamente volátil y especialmente receptivo a la oferta populista.
Más allá de las candidaturas, el progresismo enfrenta un reto mayor, una sensación ambiente que atraviesa el país de norte a sur: superar la desafección ciudadana. La baja participación electoral en procesos anteriores, la creciente distancia entre representantes y representados, y la percepción extendida de que “la política no importa” son síntomas de una crisis de confianza que no se resolverá solo con discursos, por lo que votar este domingo es, en parte, una forma de desafiar el diagnóstico. Pero también es una exigencia: quienes resulten electos deberán demostrar que están a la altura del momento, que son capaces de representar con eficacia y ética los intereses de una mayoría diversa.
Finalmente, no podemos obviar el contexto institucional, puesto que el Congreso ha avanzado en una reforma al sistema político que introduce un umbral del 5% para que los partidos accedan al Parlamento, cuestión que obligará a las fuerzas progresistas a competir en listas unificadas o arriesgar la pérdida de representación; de manera que la primaria, en ese sentido, es también un laboratorio de unidad. Si no se logra articular desde ahora un liderazgo capaz de sumar y no dividir, el progresismo corre el riesgo de llegar a noviembre debilitado, fragmentado y sin posibilidad real de disputar en serio el poder. En conclusión, este domingo 29 de junio no se vota solo por una candidatura. Se vota por el lugar del progresismo en el Chile que viene; se vota para existir, para disputar, para transformar. No participar en esta elección primaria de carácter voluntaria es dejar que otros decidan por todos; y eso, en este momento de nuestra historia, es un riesgo que no podemos darnos el lujo de correr.
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